martes, 30 de mayo de 2023

«LAS REIVINDICACIONES UNIVERSALES SE HAN INDIVIDUALIZADO». Una entrevista a Élisabeth Roudinesco publicada en Ethic el 23 de mayo de 2023

Con permiso de Julia Kristeva, Élisabeth Roudinesco (París, 1944) es la gran dama del pensamiento francés. Estudió en la Sorbona, licenciándose en Lengua y Literatura. Tomó clase de algunas de las mentes más lúcida de la segunda mitad del XX, Todorov, Michel de Certeau, Deleuze y Foucault. De su extensa obra, en la que destaca una biografía sobre Freud y otra de Lacan, además de algunos ensayos espléndidos como ‘La familia en desorden’ o ‘Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos’, recalamos en su último libro, ‘El yo soberano‘ (Debate), una honda reflexión sobre las políticas de la identidad, su capacidad de emancipación y los peligros de sus excesos.

En su ensayo, menciona cómo el modelo estatal democrático y laico se encuentra, en cierto modo, bajo el ataque de la política identitaria. ¿De qué modo daña las pretensiones universales y democráticas esta proliferación de identidades minúsculas y, de alguna manera, contrapuestas?

El problema no es realmente la oposición entre lo universal y la diferencia, sino retirar uno de los elementos del binomio. El mío no es un debate entre universalismo e identitarismo, porque considero que ambas pretensiones son necesarios. Para el ser humano existen derechos y aspiraciones universales, que se traducen en aquellos periodos marcados por un compromiso con lo colectivo, con los derechos humanos; asimismo, somos diferentes, no hay dos seres humanos iguales. Se trata de encontrar un equilibrio entre ambas facetas. El problema, por tanto, podemos situarlo en el momento en el que cayó el Muro, que supuso el final y fracaso del comunismo real. Fue entonces cuando se reavivó la lucha por la emancipación en el planeta, sobre todo en Estados Unidos, mucho más interesado en las luchas categoriales, aunque sin olvidar las universales, como la de los homosexuales. Sin embargo, lo curioso es que las reivindicaciones universales se han individualizado, y se fundamentan en características psicológicas, por lo que las luchas se han ido centrando menos en la libertad, igualdad y fraternidad y más en la identidad.

Pero los grupos identitarios también persiguen la emancipación ilustrada…

Sí, los grupos identitarios son emancipadores, es cierto, pero son complejos. Hay que evitar posiciones reaccionarias que los rechazan, pero también hay que evitar las posturas de extrema izquierda que consideran que todo es posible. Hay que situarse en los matices, al menos es lo que hago. No hay que olvidar que el peor identitarismo procede de la extrema derecha y no de los movimientos identitarios, el del rechazo al otro. Parece que estemos atrapados entre esos dos extremismos, negar lo identitario o concederle cualquier pretensión.

En este sentido, esta eterna compartimentación, ¿perjudica los avances o progresos políticos? Es decir, ¿permite una acción colectiva un mundo de individuos cada vez más fragmentados o la perjudica gravemente?

Sí, sin duda los perjudica. El libro comienza relatando una anécdota personal de 2005, una de las veces que me invitaron al Líbano, un país que me gusta mucho, pero que, pese a su aparente apertura, pese a que parece un país libre, no lo es. Lo comunitario es absoluto, prevalece en cualquier caso sobre lo individual, todo depende de la comunidad religiosa a la que pertenezcas, ella marca tu vida, no hay laicismo en el país. En esa visita, una mujer me dijo, cuando nos presentaron, que estaba encantada de conocer a una rumana. Le expliqué que no soy rumana. Ella pareció no escucharme y me dijo que, por supuesto, puesto que era rumana, sería también ortodoxa. Empezó a enumerar todo lo que yo no era, así que terminé diciéndola, entre risas, que era francesa. Ella me respondió: «Yo soy libanesa». Pero me di cuenta de que para ella ser libanesa no era nada; para mí decir que era francesa me identificaba mucho mejor que los adjetivos que me endilgó. Entendí la tragedia de ese país, que si no eres miembro de una comunidad religiosa no hay posibilidad de identidad alguna.

De hecho, asegura que se ha perdido un poco esa noción de «yo soy yo y todo lo demás»; es decir, una subjetividad en cierto modo universal, como si todo individuo hubiera de ser clasificado según criterios como el sexo, la raza, el género o hechos como el de comer carne. Al ser identidades forzosamente excluyentes, ¿cómo afecta esta situación a las relaciones humanas?

De esa pérdida ha dado buena cuenta el psicoanálisis, también pensadores como Derrida, Aime Cesaire, Foucault y otros que criticaron, con razón, el universalismo de la Luces, porque en el nombre de los derechos humanos se justificaron la esclavitud, la colonización, una especie de rechazo al otro, a la alteridad, y hacía falta reestablecer las cosas. El psicoanálisis ha desempeñado una función importante porque reemplazó la pregunta general por una personal, una pregunta sobre uno mismo; esa es, en el fondo, la ideología psicoanalista, del freudismo clásico, la tensión entre el uno, el yo, y la sociedad, el otro. En el postfreudismo, sobre todo en Estados Unidos, con tanta autopsicología, esta cuestión ha pasado a ser la tensión entre el yo y uno mismo. En la clínica psicoanalista, a finales del XX, las preguntas narcisistas empezaron a ser más importantes que las cuestiones que llevan a la resolución de los conflictos, las importantes. Eso significa que, en sociedades emancipadas y libres, donde los derechos más importantes ya existen, sigue habiendo muchas neurosis. Freud pensaba que en una sociedad libre se liberaría de la neurosis, una sociedad con más derechos y libertades, con una sexualidad menos reprimida, no tendría cabida para las neurosis. Han desaparecido algunas, pero han surgido otras distintas, especialmente neurosis narcisistas que se centra en la autodestrucción, la victimización y la incapacidad de superar los traumas infantiles.

Hoy nos encontramos en sociedades occidentales donde uno se siente víctima del otro y la cuestión es que, en cierto modo, es cierto. Hemos visto cómo ha habido persecuciones y acoso a las mujeres, los homosexuales o los negros, que es normal que hayan surgido movimientos como el #MeToo, que ponen de manifiesto verdades que estaban ocultas. Hay algo de positivo en estos movimientos, pero al tiempo demuestran que uno no puede ser tributario y esclavo de sus propios traumas, porque la reivindicación identitaria llevada al extremo, desemboca en un sentimiento de discriminación, maltrato e indignación que provoca la confrontación con los demás y se recurre a la venganza, al boicot. Si hay personas que delinquen, juzguémoslas con la ley, pero evitemos boicotear obras de arte, grupos o personas, quitar estatuas, por ejemplo, la de Colón. Eso es llegar al anacronismo. Hay que quitar de los espacios públicos figuras de dictadores, pero no boicotear las obras de Picasso porque consideramos que era un malvado machista, cuando además no es cierto. Lo mismo ocurre cuando se pide que rindan cuentas los descendientes de vaya usted a saber qué. En mi caso, siempre he sido anticolonialista. ¿Acaso soy responsable de las políticas colonialistas que pudieron hacer ancestros míos? Además, la identidad también se hace a partir de rupturas, con la familia, por ejemplo, no somos responsables de lo que hayan hecho otros, no podemos razonar en términos de venganza o castigo. Y mucho menos en sociedades democráticas, porque si no aplicamos las reglas y los derechos, la ley, la democracia corre en riesgo de acabar en dictaduras votadas por el pueblo al sentir que no hay orden. Es lo que acaba de suceder en Turquía, donde Erdogan es un dictador y no.


domingo, 28 de mayo de 2023

"TRIUNFAR A COSTA DE DESTRUIR". Un artículo de Elvira Lindo publicado en El País el 28 de mayo de 2023

Esta estrategia de acabamiento del adversario en la que todo vale, tanto la mentira como la siembra de la sospecha, no sale del todo gratis a quien se acoge a ella

Los dichos, paradojas, refranes suelen definir lo más mezquino del ser humano. Cuando me siento optimista los detesto porque pienso que nacieron de una mente cruel, cuando estoy pesimista me deprimen porque percibo que nos sientan como un guante. Hay uno en inglés que en justicia debería haberse inventado en España, por lo rigurosamente que enmarca un comportamiento político machacón: cutting off one’s nose to spite one’s face, reza a modo de advertencia. Cortarte la nariz para dañarte la cara. Aunque no nos falta nuestra versión española, que en este caso sería, tirar piedras contra tu propio tejado. La cuestión es que en la política española hay casi un nulo sentido de las proporciones, de tal forma que cualquier resbalón del adversario se considera una oportunidad golosa para hacer sangre. Lo que ocurre con esos ataques hiperbólicos al partido de en frente es que en ocasiones no dañan solo al enemigo, por nombrarlo así, sino que acaban por ser devastadores para la convivencia y promueven la desconfianza de los ciudadanos hacia el sistema político que los ampara. Estas elecciones han estado repletas de ejemplos que ilustran el viejo dicho, desde el uso insensible y demagógico de las víctimas del terrorismo para cargar contra el Gobierno, hasta la utilización de los casos de compra de votos en algunos municipios con el objetivo de sembrar la sospecha de que la mano negra de la ilegalidad infecta cualquier acto del contrincante. No importa que el sistema de detección de irregularidades en el proceso electoral funcione bastante bien, ni que en estas elecciones y en anteriores se haya apartado y detenido al delincuente. Da igual que se retire de inmediato del frutero la manzana podrida; el dichoso asunto será paladeado en los mítines con tono airado y patriotero para que la multitud, ya de hecho enardecida y entregada a la causa, vea reforzada su idea de que hay una parte de la población, la mitad en concreto, a la que no hay que dejar gobernar para que no hunda España.

Pero esta estrategia de acabamiento del adversario en la que todo vale, tanto la mentira como la siembra de la sospecha, no sale del todo gratis a quien se acoge a ella. Y ahí está la consecuencia latiendo siempre: los ciudadanos españoles tenemos un juicio sobre nuestro país pesimista y distorsionado. Tendemos a creer, antes de que lo señale The Economist, que no somos una democracia plena, pero en vez de atribuir nuestras carencias a cuestiones esenciales y concretas, como la politización del sistema judicial, por ejemplo, nos dejamos arrastrar por el convencimiento de que las elecciones no se ejercen con limpieza, y por tanto necesitamos a alguien de fiar, de los de siempre, para poner orden en el caos. Sembrada queda la idea de desastre, de ineficacia, de democracia fallida, de personas que no defienden la nación, que se dejan querer por delincuentes para mantenerse en el poder. Este abono con el que se cultiva un amor a la patria equivocado y excluyente, que campa hoy a sus anchas por el mundo, tiene su peligrosa base ideológica en la desconfianza a las democracias.

Recuerdo un cuento viejo, de los narrados a la luz de la lumbre, que me dejaba triste y pensativa. Trata de un matrimonio al que se le aparece un genio que promete concederles tres deseos. La pareja comienza a discutir y al calor de los insultos va gastando los deseos en venganzas miserables: él desea que la nariz de ella se convierta en una morcilla, ella lo deja con la sartén pegada a la cabeza. Al final, castigados por su propia codicia, han de pedirle al genio como último deseo que los deje como estaban. Mi mente infantil no podía entender esa incapacidad para ponerse de acuerdo. Así nos deja la campaña, con la sensación de que, desperdiciado tanto tiempo desprestigiando al adversario, se ha evitado la molestia de seducir a través de las propuestas políticas. Pero ese afán destructivo nos daña a todos.

ESTO ES LO QUE SUELE SUCEDER Y LO QUE PUEDE VOLVER A PASAR EN LAS PRÓXIMAS ELECCIONES

 

viernes, 26 de mayo de 2023

"EL TOTALITARISMO POSITIVO". Un artículo de Carlos Javier González Serrano publicado en Ethic el 23 de mayo de 2023

Los gurús de la autoayuda nos enseñan a aceptar tan solo la felicidad, dejando de lado cualquier tipo de molestia. No obstante, ¿no esconde este totalitario régimen emocional la imposibilidad de cambiar las injusticias creadas por el sistema?

Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.

Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.

Con la introducción y establecimiento de las políticas económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el PIB: una mayor renta per cápita, nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades. Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de explicar y comprender el bienestar de los sujetos. En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro. Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la esfera de lo económico, lo que ha introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y un larguísimo etcétera).

No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico. En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.

En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.

Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).

Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes cartas de Simone Weil en La condición obrera: «Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano […]. Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana».

No se trata de romantizar el sufrimiento, sino –como escribió Weil– de «reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última instancia, intentar mitigarlo.

jueves, 25 de mayo de 2023

"DIOS LOS CRÍA, ¿ELLOS SE JUNTAN?". Un artículo de Iñaki Domínguez publicado en Ethic el 11 de abril de 2023

La teoría del capital social de Pierre Bourdieu invita a reflexionar sobre los ‘otros’ privilegios sociales, como el valor de las redes de contactos y conexiones que se desarrollan por en qué familia se ha nacido.

El principio de capital social del sociólogo Pierre Bourdieu es un concepto que permite comprender muchos fenómenos y privilegios sociales que no se sustentan exclusivamente en el hecho económico o la acumulación de capital financiero. El capital social mide la colaboración entre diferentes grupos humanos y el aprovechamiento individual de estas formas de asociación. Este capital se sustenta en cuatro fuentes: el afecto, la confianza mutua, las normas eficientes y las redes sociales (no necesariamente digitales, como el lector deducirá). Estas formas de relación entre individuos son esenciales para el éxito o fracaso de la carrera de toda persona.

Hay que entender que las relaciones entre personas son fundamentales para comprender tanto el funcionamiento de una sociedad, como sus valores, ideologías y percepción de la realidad que tienen los integrantes de la misma. Las relaciones humanas, y en particular medida las económicas, han de estabilizarse y canalizarse de tal modo que permitan cristalizar una cosmovisión y una forma de entender e interpretar la realidad. Nuestra imagen del mundo es fruto de estas relaciones, pues ellas son quienes establecen cómo debemos conducirnos y valorar los hechos.

En este sentido, por otro lado, estas relaciones establecen unas canalizaciones y redes muy concretas a las que uno ha de acceder si quiere tener éxito social y económico. Naturalmente, es difícil para alguien ajeno a dichas estructuras relacionales acceder a las mismas y a los privilegios que proporcionan; no ocurriendo lo mismo con alguien que nace en su mismo seno, pues pertenece a una familia o entorno integrado en las mismas.

Pongamos por ejemplo la carrera musical de Antonio Flores, hijo de Lola Flores. Se trata de un músico con mucho talento, qué duda cabe, pero que recibió la oferta de grabar su primer disco por parte de un importante productor musical que era amigo de su madre y le invitó a grabar su primer álbum en una fiesta en el chalet familiar, básicamente, sin haber oído sus canciones y cuando el artista tenía tan solo 18 años. Naturalmente, si Antonio Flores no hubiese pertenecido a la familia del Pescaílla y Lola su trayecto de acceso a dicho mundo discográfico habría sido mucho más dificultoso, existiendo una altísima probabilidad de que ni siquiera hubiese llegado penetrar en su interior. Podemos decir que Antonio Flores contaba con un amplio capital social de nacimiento.

Hay que decir, a su vez, que la solidaridad entre personas integradas en tales estructuras privilegiadas, detentadoras de un elevado capital social y simbólico, es mucho mayor que la existente entre estratos más bajos y amplios de la sociedad. Los más favorecidos son menos y velan por el beneficio mutuo para no perder sus privilegios (que no son pocos) y, así, se apoyan unos a otros de modo intenso (esto ocurre también entre gente pobre de solemnidad que sale adelante por medios de redes de solidaridad). Por poner un ejemplo, en el mundo muy pijo, la llamada de uno de sus miembros para lograr cierto apoyo (asistir a un concierto en el que toca un miembro privilegiado de la sociedad, un desfile, un proyecto necesitado de amigos y clientes, etc) habrá de atraer números ingentes de «iguales» solidarios que, luego, habrán de ser recompensados del mismo modo cuando ellos lleven a cabo un determinado proyecto. En tales entornos, el hecho de participar del referido capital social es la base de la propia identidad. Las personas que integran tales estructuras saben muy bien quiénes pertenecen al grupo y quiénes no.

Aun así, hay sociedades que varían entre sí a la hora de determinar quién se relaciona con quién. España, por ejemplo, es una sociedad, generalmente, mucho más horizontal que las latinoamericanas, donde el estatus y las jerarquías son mucho más definidas. Las diferencias en el propio interior de nuestro país también se dejan notar: en Madrid se ha dicho, tradicionalmente, que las relaciones entre clases sociales (aunque sea solo a nivel superficial) ha sido siempre mayor que en otras comunidades autónomas, más cerradas en ese sentido.

Hay que decir, además, que el factor económico no es el único. Las sociedades modernas son complejas y se ven atravesadas de innumerables canalizaciones: nos relacionamos, mayormente, con gente de nuestra misma edad, entorno socioeconómico, raza, etc. Dicho cual, estos canales de socialización no son, ni mucho menos, herméticos. De hecho, una forma de trascender estos invisibles recintos de socialización es el propio trabajo a realizar. Un profesor puede dar clases a personas de diferentes edades y establecer relaciones con ellas; un escritor puede investigar ciertos entornos marginales y relacionarse con personas que pertenecen a ellos; en una oficina puede hallarse gente con diversas características, etc. No ocurre tanto lo mismo en nuestro tiempo de ocio, cuando las personas suelen interactuar con personas de su misma condición.

Curiosamente, ese trascender los caminos de socialización (relacionarse con gente con la que asiduamente no nos relacionamos) tiende a generar en la persona (siempre que sea sociable) una sensación de bienestar y liberación, una sensación de verdadero placer por vía de la interacción social; una interacción no determinada por las estructuras más o menos rígidas de una sociedad que aspira a establecer de modo particularmente rígido quién ha de beneficiarse de uno u otro capital social o relación socialmente retributiva.

lunes, 22 de mayo de 2023

«NUESTRA SOCIEDAD DESPRECIA LOS SABERES QUE NO PRODUCEN BENEFICIO ECONÓMICO» Entrevista a Nuccio Ordine realizada por David Lorenzo Cardiel y publicada en Ethic el 13 de enero de 2023

El reconocido ensayista, profesor y filósofo italiano Nuccio Ordine (Diamante, Calabria, 1958) atiende a Ethic esta entrevista en exclusiva para explorar su pensamiento y su obra. Acaba de publicar en España su libro más reciente, ‘Los hombres no son islas’ (Acantilado), obra que fue durante varios días el libro más vendido en la categoría de No Ficción en Amazon en todo el mundo y que cierra el bello canto de amor hacia la cultura universal que inició con ‘La utilidad de lo inútil’, traducido a 24 lenguas y editado en 33 países.


domingo, 21 de mayo de 2023

"LA TORTUGA QUE CRUZÓ LA FRONTERA Y NOS HIZO PENSAR". Un artículo de Lea Ypi publicado en elDiario.es el 26 de diciembre de 2022

Se nos ha enseñado a considerar el mero acto de desplazarse a través de una frontera artificial como un tipo de delito, porque hemos aceptado como naturales convenciones políticas profundamente antinaturales, escribe la politóloga y escritora albanesa

A esta tortuga indocumentada la vimos cruzar la frontera terrestre entre Albania y Grecia una madrugada de agosto, poco después de salir de una larga cola para que nos sellaran los pasaportes.

“Aquí donde veis la bandera roja con el águila, está Albania”, les explicaba a mis hijos. “Y allí”, añadí señalando la otra bandera, azul con rayas blancas, a unos cientos de metros, “está Grecia”.

“Pero, ¿dónde estamos ahora?”, preguntó mi hijo de seis años. La tortuga se arrastraba lentamente detrás de nosotros, por lo que a veces se denomina terra nullius, una porción de territorio que no pertenece a ningún Estado y que suele delimitar dos jurisdicciones limítrofes.

Durante los 45 años de régimen comunista en Albania, cualquier ciudadano que hubiera sido sorprendido haciendo lo mismo que esta tortuga habría sido fusilado. El tramo de tierra divisoria estaba custodiado por soldados a ambos lados, y eran pocos los vehículos que cruzaban la frontera. Ahora, el paisaje ofrece una extraña mezcla de vida salvaje y civilización, una síntesis de naturaleza y artificialidad. El sonido de los grillos se ve interrumpido por los coches que frenan bruscamente en los respectivos puestos de control. Fuera de los caminos marcados, la tierra es estéril y nadie cuida la vegetación. Estamos rodeados de montañas, que tienen nombres distintos a cada lado de la frontera.

En el pensamiento político moderno, el concepto de terra nullius, es decir, una porción de tierra que no tiene propietario legal, fue crucial para la defensa del colonialismo. La soberanía territorial se justificaba invocando la necesidad de un uso eficiente de la tierra que presumiblemente no había sido reclamada previamente por nadie. “Si en el territorio de un pueblo hay alguna tierra desierta o improductiva”, escribió Hugo Grocio, el padre fundador holandés del derecho internacional del siglo XVII, “es un derecho de los extranjeros tomar posesión de esa tierra”. Reflexionando sobre los orígenes de la propiedad privada, el filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau escribió que la primera persona que cercó una parcela de tierra y dijo “esto es mío” -y que encontró personas lo suficientemente “simples” como para creer esta ficción- fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Algo parecido podría decirse del territorio estatal.

“¿Pero de dónde viene la tortuga?”, preguntó mi hijo de seis años. “¿Adónde va? ¿Es griega o albanesa?”. “Las tortugas no tienen país”, le contesté. “Viven en el estado de naturaleza”.   CONTINUAR LEYENDO

sábado, 20 de mayo de 2023

"JORDAN NEELY, el náufrago en un vagón del metro". Un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado en El País el 13 de mayo de 2023

Aprendí en Nueva York que el trastornado sin hogar que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza

En medio del ruido y de la multitud hay personas trastornadas que viven en Nueva York como en una isla desierta en la que llevaran muchos años sin ningún trato humano. Hay quien se cubre la cabeza con un capuchón tan grande, y tan caído sobre los ojos, que no llegan a distinguirse sus rasgos. El capuchón es una cueva y ellos viven agazapados en lo más hondo, en una oscuridad a la que no llega la luz del día, ni tal vez el sonido de las voces. Cada vez que yo leía La isla misteriosa, el personaje que me impresionaba más, aparte del redivivo capitán Nemo, era un marino llamado Ayrton, al que dejaron solo en una isla deshabitada durante cinco años, al cabo de los cuales había perdido la razón y hasta el uso del habla, reducido por la falta de compañía humana a una animalidad de gruñidos roncos y gritos como ladridos. Casi todos los náufragos que rondan las calles y las estaciones y los trenes del metro de Nueva York son enfermos mentales de los que no cuida nadie, pero su condición clínica sin duda está exagerada por la dureza de la vida a la intemperie en una ciudad de inviernos muy crueles, y por una forma particular de soledad que es la de aquellos que estando rodeados de gente no reciben nunca la mirada de nadie, ni tienen respuesta si alzan la voz.

Incluso en los años de menos inseguridad, en Nueva York uno aprendía rápido a observar de soslayo, a mirar sin que pareciera que uno estaba mirando, para detectar así anticipadamente no ya un peligro posible, sino una simple incomodidad. De ese modo, cuando unos metros por delante, en mitad de una de esas aceras generosas de la ciudad, había un pedigüeño agitando su vaso de papel, o alguien de un aspecto alarmante, uno se desviaba a tiempo y aceleraba el paso, sin que pareciera que lo hacía para evitar al otro, como si en realidad no lo hubiera visto. En el andén del metro bastaba ladear la cabeza para saber si había alguien inquietante por detrás, porque de vez en cuando se publicaba la noticia o se corría el rumor de que había personas malévolas o dementes que empujaban a algún incauto contra las vías en el momento en que llegaba el tren, con ese estruendo metálico que parece anunciar siempre el advenimiento de un desastre.

Pero la supervisión instantánea y como distraída que uno aprendía antes era la del vagón del metro en el momento de entrar. Podía suceder que en un tren lleno de gente uno descubría toda una fila de asientos libres, y se apresuraba a sentarse en uno de ellos. Y solo al estar sentado se daba cuenta de la trampa de novato en la que había caído, al ver, y con frecuencia oler también, al viajero que era la causa de todo aquel espacio libre: un hombre, casi siempre un hombre, y casi siempre negro, forrado de harapos y bolsas de basura, durmiendo con las piernas abiertas contra una esquina, o tirado sobre varios asientos, rodeado de sus pertenencias inmundas, despidiendo un olor no ya de establo ni de vertedero, sino de pozo negro, de orines y sudor y mierda humana acumulada. El hedor marcaba de manera tajante el ámbito de la isla de soledad en la que ese hombre habitaba. Dedos de largas uñas sucias surgían de guantes invernales improvisados con trapos. La cara siempre estaba escondida bajo el capuchón, en el fondo de una cueva de misantropía y de locura.

Criaturas sociales, nuestra identidad está hecha en gran parte por el trato con los otros. Si no nos hablan ni nos escuchan perdemos poco a poco el uso del habla. Si no nos miran nos volvemos invisibles. Un fantasma es alguien a quien los demás se han puesto de acuerdo para no ver. En el código social implícito de Nueva York, y en las recomendaciones oficiales sobre seguridad, una cautela cardinal es eludir la mirada de quien parece amenazante. Cuando se generalizaron los móviles, los únicos usuarios de las cabinas telefónicas muchas veces destripadas de Nueva York eran los mendigos y los enfermos mentales que escarbaban los cajetines en busca de alguna moneda y usaban los auriculares inútiles para enredarse en largas diatribas con interlocutores invisibles. En Nueva York, como en Madrid, las personas cuerdas van por la calle hablando a voces por los móviles con gesticulaciones de dementes antiguos. Cuando yo volvía a Madrid, algo que me sorprendía siempre era la ausencia de esa población de náufragos mentales a los que me había acostumbrado en mi otra ciudad. Algunos va habiendo, igual que hay ya también ese tipo de personas de aspecto común que rebuscan furtivamente en los contenedores de basura, indigentes avergonzados con su carrito de la compra buscando comida cuando ya es de noche y no queda gente en la calle.

El trastornado que guarda silencio en su burbuja de invisibilidad puede ser ignorado sin molestia. El que rompe a hablar y grita se vuelve una amenaza, aunque no esté dirigiéndose a nadie. He visto muchas veces en Nueva York a hombres negros que hablan solos, moviéndose muy rápido, con gestos de ira, haciéndole reproches a alguien que no ven, apilando interjecciones una tras otra, en una pelea feroz en la que no hay adversario, con una furia impotente que se agota en sí misma. Por eso no me cuesta nada imaginar a ese hombre sin techo, Jordan Neely, en un vagón de la línea F, de pie entre la gente que finge no verlo, que se aparta de él poco a poco, se contrae en el asiento, la cara inexpresiva, los ojos ausentes, mientras él alza la voz por encima del ruido del tren y se va encendiendo al oírse a sí mismo, aunque sus palabras parece que suenan en el interior de una campana de cristal. Tiene 30 años y lleva media vida viviendo en la calle. Ganaba calderilla haciendo imitaciones de Michael Jackson en las aceras llenas de turistas de Times Square. Cuando tenía 14, a su madre la asesinó un amante que dejó el cuerpo descuartizado en una maleta, en el arcén de una carretera del Bronx. Testigos que parecían no oir ni ver nada han contado lo que repetía gritando: “No tengo nada que comer. Quiero agua. No me importa que me encierren en la cárcel para toda la vida. Estoy dispuesto a morir”.

Su destino podía haber sido el de tantos enfermos mentales: la policía los detiene por cualquier motivo, los llevan a la terrible prisión preventiva de Rikers Island, y como no pueden pagar una fianza los dejan encerrados, lo cual agrava su trastorno y suscita, por lo tanto, nuevos castigos, entre ellos el del túnel sin fin de las celdas de aislamiento, desde donde ya no hay regreso hacia la cordura.

A Jordan Neely le calló la boca para siempre un pasajero del mismo vagón que en lugar de hacerse el distraído se sintió un héroe y lo tiró contra el suelo inmovilizándolo con una palanca muscular contra el cuello, con toda la solvencia técnica de un exmarine vigoroso de veinticuatro años. Como Neely se resistía y pataleaba, enseguida se unieron unos cuantos voluntarios a la hazaña. Cuando el tren se detuvo, Neely tenía la boca abierta y los ojos en blanco. Quizás no le dio tiempo a comprender que la invisibilidad de fantasma y de náufrago contra la que quiso alzar la voz era también su único refugio.

viernes, 19 de mayo de 2023

"LA CONJURA DE LOS PELMAS". Un arrtículo de Irene Vallejo publicado en El País el 13 de mayo de 2023

Zenón de Citio, considerado el fundador de la escuela del estoicismo

 Quizás la auténtica sabiduría consista en escuchar mejor antes de hablar. Nos encanta acaparar la conversación

Cada cierto tiempo sufres una invasión de ladrones de mentes. Las canciones infantiles de tu hijo se apoderan de tu cabeza e incordian en bucle. Este fenómeno, llamado “gusano musical”, ha intrigado a los científicos: una tonada se adhiere a nuestros pensamientos y suena una y otra vez, durante días, sin que podamos detenerla. A veces la canción ni siquiera nos gusta, o incluso nos saca de quicio. Cuando nos inunda el cansancio —con niños alrededor, suele ocurrir—, somos más vulnerables. Resulta dificilísimo silenciar la melodía invasora, pero, al conseguirlo, el alivio es inmenso. No en vano, en los mitos y tradiciones —la piedra de Sísifo, las vísceras de Prometeo, los tormentos del infierno—, el castigo toma la forma de repetición estéril.

Con demasiada frecuencia los políticos practican la insistencia obsesiva, olvidando que, en el debate público, se intenta agotar los temas, pero no a la ciudadanía. Desde hace milenios recurren a frases trilladas, argumentarios que calcan y recalcan en cada comparecencia. Catón el censor, un senador romano del siglo II a. C., acababa todos sus discursos parlamentarios, tratasen de lo que tratasen, con las mismas palabras: Carthago delenda est (hay que destruir Cartago). Esa ciudad, capital de un imperio situado en el territorio del actual Túnez, pertenecía al eje del mal de los romanos. Cuando Catón insistía en que era necesario borrar del mapa la ciudad, no se trataba de una mera forma de hablar ni de inofensiva belicosidad. Al final, Roma forzó la guerra: esas consignas engendran consecuencias. Catón se ha convertido en el símbolo de los líderes que martillean con sus eslóganes, como si la reiteración implicase tener razón, como si pudieran persuadirnos a fuerza de aburrirnos. Recuerdan a los policías gemelos de los tebeos de Tintín, Hernández y Fernández. Cuando uno habla, el otro añade: “Yo aún diría más”. Y repite lo anterior, como el zumbido de un insecto empedernido. Existe una misteriosa tendencia a asaltar al prójimo con discursos moscardones. El ataque de las bocas sin cerrojo.

En su libro Caracteres, el filósofo griego Teofrasto retrató a los antepasados de nuestros modernos doctorandos en sabelotodismo. Al parecer, ya en tiempos de Aristóteles pontificaban sobre el mismo repertorio reite­rativo de temas: la avalancha de inmigrantes, teorías macroeconómicas, los mejores locales para tapear y la decadencia del presente. “El locuaz es de este modo: sentándose muy arrimado junto a otro, le encaja, uno por uno, los platos que cenó, y cebado ya en la conversación, añadirá que los hombres de estos tiempos son mucho peores que los antiguos; se quejará del precio del trigo y de cómo la ciudad se va llenando de extranjeros. El que se vea junto a hombres semejantes debe desprenderse y escapar, si no quiere contraer fiebres”.

Teofrasto también describe la subespecie omnisciente, aquellos que siempre saben cómo habría que hacer las cosas. Desde la barra de cualquier bar, serían los mejores presidentes de gobierno, seleccionadores de fútbol e incluso dirigirían bancos centrales. Como aquel personaje de la mítica Amanece, que no es poco, que afirma: “Yo podría haber sido una leyenda, o una epopeya si nos juntamos varios”. El modus operandi de esta tipología de pelmazos es muy predecible. Conocen mejor que nadie cualquier asunto que surja en la conversación y se ofrecen generosamente a explicártelo. Cuando acuden a la escuela o palestra de sus hijos —continúa Teofrasto—, raudos se dirigen a los entrenadores y maestros para darles lecciones. El plasta siempre está presto a taparte la boca y abrirte los ojos.

Otro filósofo, Zenón de Citio, dijo: “Tenemos dos orejas y una lengua, para oír mucho y hablar poco”. No es casualidad que Zenón fundase el estoicismo, tal vez tras soportar impasible la conjura de los pelmas. Quizás la auténtica sabiduría consista en escuchar mejor antes de lanzarnos a hablar, porque nadie parece darse cuenta de cuándo resulta pesado. Sin ser conscientes, podríamos repetirnos cual gusano musical, como una canción inmisericorde. Cada loco con su tema y yo con el mío: nos encanta acaparar la conversación, a propósito y a despropósito.

lunes, 15 de mayo de 2023

"INSTRUCCIONES PARA APRENDER A CALLARSE". Un artículo de publicado en El País el de mayo de 2023

Cada vez hablamos más y lo peor de todo es que de lo que más hablamos es de nosotros mismos, según varios estudios. Tras años de verborrea propulsada por todo tipo de plataformas y redes sociales, ha llegado la hora de saber cerrar la boca. Ya existen cursos para lograrlo.

Terapia para hacernos callar. Libros para convencernos de que el silencio es un valor en alza. Gurús que prometen curarnos el impulso de contarlo todo en todas partes. Después de una década de entrenamiento y aprendizaje para hacer ruido en internet, nos dicen, en 2023, que hablando menos se consigue mucho más. Un libro sobre el asunto ha sido uno de los últimos best sellers de The New York Times y el tema ha sido portada de la revista Time.

A inicios de este año se contaban más de dos millones de podcasts con 40 millones de episodios producidos, más de 3.000 eventos de charlas TED, decenas de miles de reels en Instagram, 7.000 millones de audios diarios en Whats­App e incontables vídeos de autoficción, o llámele X, donde cada uno cuenta su verdad. Vivimos una crisis de incontinencia verbal global.

¿Y de qué hablamos cuando hablamos demasiado? Pues casi siempre de nosotros mismos. Y nos gusta. Lo disfrutamos sobre todo cuando tenemos público. Según una investigación de la Universidad Rutgers, en una conversación solemos pasar, como promedio, el 60% del tiempo contando nuestras cosas, y esta cifra puede llegar al 80% en una red social. La razón por la que lo hacemos es simple: cuando somos el centro de la conversación (y la controlamos), estamos encantados. Un equipo del laboratorio de Neurociencia Social Cognitiva y Afectiva de la Universidad de Harvard observó mediante imágenes de resonancia magnética cómo, cuando hablábamos de nosotros mismos, se activaban en el cerebro los circuitos de recompensa y motivación, los mismos que se iluminan con el sexo, las drogas y la buena comida.

El placer engancha y algunas personas no pueden dosificar su discurso y son auténticos yonquis de la charla insustancial que casi siempre termina, ¡oh sorpresa!, en su persona. Según cuenta el escritor estadounidense Dan Lyons, él era uno de esos. En su libro superventas STFU: The Power of Keeping Your Mouth Shut in an Endlessly Noisy World, confiesa que él era un talkaholic (contracción de las palabras talk y aholic, hablar y adicto) y, como buen yonqui, no era capaz de dejarlo. “Yo hacía mansplainig, maninterrumpting y soltaba manmonólogos”, cuenta en su libro recién publicado en Estados Unidos.

En 1993 los investigadores de la Universidad de Alabama James McCroskey y Virginia P. Richmond acuñaron el término talkaholism para describir la adicción a la charla compulsiva. También crearon un test diagnóstico para calcular la incontinencia verbal en el que Lyons llegó, por cierto, a los 50 puntos. McCroskey y Richmond describieron el talkaholism como una adicción. “No se pueden despertar un día y decidir hablar menos. Tampoco hablan un poco más que el resto, sino muchísimo más y en cualquier escenario o contexto. Y lo peor, lo continúan haciendo aun cuando saben que lo próximo que van a decir los hundirá. Simplemente no pueden parar”, describen los investigadores. En 2010, Michael Beatty, profesor de la Universidad de Miami, descubrió que el origen de esta compulsión estaba en un desequilibrio en las ondas de ambos hemisferios cerebrales que afectaba al control de los impulsos.

Entre los rasgos que caracterizan a los talkaholics está saltarse una de las primeras reglas de convivencia que se aprenden en la infancia: esperar su turno (en general, y para hablar, en particular). Según los expertos, ponen en marcha una táctica conocida como respuesta de cambio que consiste en desviar constantemente el foco de cualquier conversación hasta conseguir que la charla vuelva hacia ellos. La mayoría se considera buenos conversadores. Están encantados, sin embargo, carecen de la habilidad de editar sus historias que suelen ser interminables y están llenas de detalles nimios, digresiones e interrupciones.

Cualquiera, siendo una persona normal casi siempre, podría ser también un adicto a la charla narcisista e insustancial en internet. Hablamos y contamos tanto que, a veces, la culpa nos corroe. Casi el 40% de los usuarios de internet de entre 18 y 35 años se ha arrepentido al menos una vez de alguna información publicada sobre sí mismo, y el 35%, de haber hablado más de la cuenta de un amigo o de un familiar, dice el estudio Digital Life de la agencia Havas Creative.

Aguantar la presión social y no intervenir o salirse del parloteo global requiere entrenamiento. La gente que ha decidido aprender a callar se apunta a cursos de escucha, que empiezan a ser abundantes en internet. Daniel Lyons aprendió con una psicóloga de California las técnicas que enseñan a los presos para mantener la boca cerrada durante las audiencias para conseguir la libertad condicional.

Cuesta superar el horror vacui de nuestra época: esa urgencia por llenar cada silencio que se nos cruza en el camino. El resultado es un ruido atronador y una cháchara infinita. Si al menos pudiéramos limitarnos a opinar solo de lo que sabemos —y eso no incluye hablar de uno mismo porque es la materia que menos dominamos—, ya sería un gran alivio. Aprender a estar callado, aguantando con dignidad la presión de contar cosas es el oro del siglo XXI, el nuevo Google, la criptomoneda que no se esfuma. Un símbolo de estatus que en los best sellers de The New York Times llaman superpoder.

domingo, 14 de mayo de 2023

"LA PALABRA CANCELAR". Un artículo de Martín Caparrós publicado en El País el 6 de mayo de 2023

Solíamos pensar que lo que alguien decía lo definía; ahora creemos que lo que dice define al mundo

Un fantasma recorre el mundo: la amenaza de la cancelación. ¿Se acuerdan de cuando cancelábamos una reserva para comer, un vuelo a Barcelona, una deuda en el banco? Ahora, en cambio, cancelar es ejercer todo el poder del lugar común para conseguir que los que no lo respetan se callen la boca.

La palabra cancelar viene, por supuesto, del latín: cancellare era encerrar entre rejas, enrejar. A veces las etimologías son discretas: esta es un grito. De allí mismo viene, por ejemplo, la palabra cárcel.

Ya todos, por desgracia, lo sabemos: la cancel culture, la cultura de la cancelación, es un aporte de ciertos ámbitos “progres” —woke— norteamericanos que decidieron que la libertad consistía en que ellos decidieran qué se podía decir y qué no, qué hacer y qué no, porque suya era la moral y la superioridad. Y que, entonces, todos los que dijeran o hicieran lo otro merecían su castigo. Coinciden, en eso, con sus vecinos cristianos, que consiguen eliminar miles de libros de las bibliotecas públicas so pretexto de que son “obscenos” o “blasfemos” o esas cosas.

Es curioso: hacía mucho que muchos habíamos dejado de creer en la palabra eficaz. La palabra eficaz es aquella que —supuestamente— produce efectos en la realidad, y nada fue tan decisivo en la construcción de esas magias que, según su éxito, a veces llamamos religiones. Desde siempre los brujos dijeron palabras que debían sanar enfermos, atraer lluvias, derrotar enemigos. Y aquel dios de nosotros los judíos no necesitó más que su palabra eficaz para crear el mundo: “Hágase la luz, dijo, y la luz se hizo”. O su hijastro, para dar la vida: “Levántate y anda”. Desde entonces, sus creyentes creyeron que sus palabras también producían hechos y las cuidaron, se cuidaron: las temían.

Pero hace pocos siglos empezamos a entender que las palabras armaban relatos y conceptos que podían tener ciertos efectos pero no producían la realidad inmediata. Una de las bases de la famosa libertad de expresión fue esta conciencia de que decir, al fin y al cabo, no es tan peligroso. Fue una época de cierta racionalidad, en que se podía hablar, debatir, disentir, mofarse, desdeñar, ser desdeñado. Y las palabras fuera de lugar eran incluso celebradas: mostraban que había un lugar y que no siempre era bueno y que se podía tratar de cambiarlo.

Pero llegó la era de la víctima, y todo eso terminó. Ahora que no sabemos qué queremos pero sabemos muy bien qué no queremos, nuestr@s héro@s son es@s que sufren lo que querríamos evitar: la violencia, la discriminación, más modos de la desigualdad. No hay nada más prestigioso, en nuestros tiempos, que ser víctima. Planea la sospecha de que si alguien no fuera víctima de nada sería cómplice de los victimarios, entonces todos quieren ser víctimas de algo —con lo cual la lista de las ofensas se estira como un chicle viejo. Y se han armado grandes estructuras alrededor de la idea de proteger a las posibles o supuestas víctimas. Lo cual incluye rechazar y perseguir cualquier palabra que no las trate como tales: negro, gorda, puto, sudaca, moro, boba, etcétera —etcétera también, pero menos.

Entonces, la masa amasada y aglutinada por la felicidad del lugar común ejerce su poder y cancela: silencia al que dice cosas que no le parecen “correctas”. Igual que cualquier comunidad religiosa que excomulga al blasfemo, prohíbe palabras como si callarlas cambiara algo más allá de sus oídos. Como si no decir “nigger” lograra que los negros norteamericanos no murieran, en promedio, cuatro años antes que sus vecinos blancos. Como si no decir “gordo” impidiera que la industria alimentaria llenara sus envases de porquerías grasientas. Como si no decir “sudaca” nos consiguiera los papeles.

Lo más curioso, más allá de tanta tontería, es que hayamos recuperado esa vieja creencia de que la palabra crea la realidad. Solíamos pensar que lo que alguien decía lo definía; ahora creemos que lo que dice define al mundo. Si un energúmeno o un cómico o mi tía Porota dice negro puto está describiéndose a sí mismo como alguien que, por razones muy variadas, quiere decir esas palabras —y lo podemos despreciar porque las diga. Si no puede decirlas nunca sabremos qué pensaba realmente: es solo un cobarde que prefiere no meterse en líos. Pero, sobre todo, el mundo no cambia porque alguien hable; cambia, si acaso, la idea que su mundo se hace de ella o él, como cambia —levemente— cada vez que alguien dice algo.

Cancelar, en síntesis, es cancelar dos o tres siglos de laicismo: volver a aquella vieja idea mágica/religiosa de la palabra eficaz. Justo cuando empezábamos a creer —oh gordos cholos bobos locos— que ya podíamos hablar.

sábado, 13 de mayo de 2023

"LIBRE. El desafío de crecer en el fin de la historia". Un libro de Lea Ypi

Un deslumbrante retrato personal, histórico y político del derrumbe del estalinismo en Albania y la turbulenta llegada de la democracia.

Cuando era una niña, con apenas once años, Lea Ypi fue testigo del fin del mundo. Al menos del fin de un mundo. En 1990 el régimen comunista de Albania, el último bastión del estalinismo en Europa, se desplomó.

Ella, adoctrinada en la escuela, no entendía por qué se derribaban las estatuas de Stalin y Hoxha, pero con los monumentos cayeron también los secretos y los silencios: se desvelaron los mecanismos de control de la población, los asesinatos de la policía secreta...

El cambio de sistema político dio paso a la democracia, pero no todo fue color de rosa. La transición hacia el liberalismo supuso la reestructuración de la economía, la pérdida masiva de empleos, la oleada migratoria hacia Italia, la corrupción y la quiebra del país.

En el entorno familiar, ese período trajo sorpresas inauditas para Lea: descubrió qué eran las «universidades» en las que supuestamente habían «estudiado» sus padres y por qué estos hablaban en clave o en susurros; supo que un antepasado había formado parte de un gobierno anterior al comunismo y que a la familia le habían expropiado sus bienes.

Mezcla de memorias, ensayo histórico y reflexión sociopolítica, con el añadido de una prosa de soberbia factura literaria y pinceladas de un humor tendente al absurdo–como no podía ser de otra manera, dado el lugar y tiempo que se retrata–, Libre es de una lucidez deslumbrante: refleja, desde la experiencia personal, un momento convulso de transformación política que no necesariamente desembocó en justicia y libertad.

viernes, 12 de mayo de 2023

"LEA YPI, AURORA DE "LIBRE": “La libertad a veces es sólo propaganda sobre la libertad”. Una entrevista de María Ramírez publicada en elDiario.es el 7 de mayo de 2023

La escritora y profesora de Teoría Política en la London School of Economics acaba de publicar en España sus aclamadas memorias de adolescencia sobre la caída del comunismo en Albania, el efecto de la propaganda y el concepto de libertad

“Nunca me pregunté lo que significaba la libertad hasta el día en que abracé a Stalin”. Esta es la poderosa frase con la que arranca Libre, el libro de memorias de Lea Ypi, que retrata la caída del comunismo en Albania en 1990. Lo cuenta con la perspectiva de una niña y adolescente que va descubriendo la realidad de su país y su familia desde ese día de diciembre en que abraza una estatua de Stalin en un jardín mientras manifestantes gritan “libertad, democracia”.

Ypi, que nació en Tirana hace 43 años y estudió Filosofía y Literatura en la universidad de La Sapienza en Roma después de emigrar de su país, da ahora clase de Teoría Política en la London Schools of Economics (LSE), donde recibe a elDiario.es. La mayoría de su trabajo se compone de estudios académicos sobre Marx, Kant, el nacionalismo y las fronteras, pero su primera incursión en la literatura ha sido un éxito de premios, buenas críticas y lectores en todo el mundo. Libre: El desafío de crecer en el fin de la historia, publicado en España por Anagrama en abril, ya se ha traducido en 27 idiomas.

La edición en español está en uno de los últimos montoncitos en la estantería del despacho donde la escritora tiene Libre en multitud de idiomas y casi siempre con la misma portada, la que muestra una rosa dentro de una lata de Coca-Cola, diseñada para la edición en inglés por una artista polaca y que refleja una historia clave del libro.

Ypi sigue con sus clases, pero ahora está escribiendo otro libro, esta vez sobre su abuela, que incluye sus recuerdos y también investigación en los archivos policiales del régimen comunista que la tenía fichada. El título provisional es Indignidad.

Ésta es una versión editada y reducida de nuestra conversación.

¿Por qué cree que ‘Libre’ ha conectado con lectores de países tan diferentes en este momento?

Lo escribí durante la pandemia. La pregunta fundamental que plantea el libro es qué es la libertad y cómo podemos diferenciar entre la libertad como ideal y la libertad como ideología y también a veces un conjunto de eslóganes propagandísticos. Después de la pandemia, pero también en general en los últimos años en todos los países, la gente se ha estado preguntando sobre la relación entre el ideal de sociedad del que les han hablado y la realidad de las sociedades en las que viven, que van de una crisis a la otra. Primero la crisis financiera, luego la crisis pandémica y ahora la guerra y la inflación. Estamos en un momento de ruptura en términos de las expectativas de la gente sobre sus gobiernos y también en el sentido de tratar de ver a través de qué promete el gobierno y por qué. Durante la pandemia había sensibilidad a estas cuestiones por las discusiones sobre la libertad individual versus la responsabilidad social. Pero el libro también ha tenido eco porque ha salido en un momento en el que hay menos fe en el tipo de historia triunfalista liberal que nos habían contado después de la Guerra Fría, del fin del mundo socialista y el triunfo del mundo liberal.

¿Falta conocimiento sobre Albania bajo la sombra de la perspectiva rusa, como le ha sucedido a Ucrania? 

Sin duda. La Guerra Fría fue vista como blanco o negro desde Occidente. La gente no distinguía entre la RDA y la Unión Soviética o la Unión Soviética y Albania o incluso Albania y Yugoslavia, que eran países vecinos. Pero tenían modelos de socialismo muy diferentes. Para Occidente, la guerra era entre el socialismo y el capitalismo, y no había diferencias internas en el bloque socialista. Una de las cosas que el libro trata de mostrar es cómo en realidad todos estos fueron experimentos diferentes y, a menudo, en tensión entre sí. Cuando yo era niña, en Albania, la Unión Soviética se percibía como un enemigo tanto como Estados Unidos. Todas estas historias específicas de países más pequeños se perdieron en un relato que era muy de blanco y negro. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 11 de mayo de 2023

"MÁSCAR MORAL. Po rqué la impostura se ha convertido en un valor de mercado". Un libro de Edu Galán



La impostura moral define nuestra epoca. No pasa un segundo sin que veamos en nuestras pantallas a alguien (un político, un periodista, un influencer, un ser anónimo) exhibiendo sus cualidades personales o criticando las de otros. Y para ello vale cualquier artimaña: su propio cuerpo, su alimentación, sus causas beneficas, sus mascotas, sus hijos o sus mayores.

La máscara moral. Por que la impostura se ha convertido en un valor de mercado trata de explicar cómo el neoliberalismo y la masificación de las nuevas tecnologías han redefinido nuestra forma de relacionarnos basándose en el control moral del otro, han esterilizado nuestra cultura y han trastocado la función evolutiva de la moral: desde la cohesión grupal hasta la actual exhibición individualista e hipócrita en un teatro con miles de máscaras donde todos los personajes quieren ser el protagonista.

miércoles, 10 de mayo de 2023

«NUNCA UNA GENERACIÓN QUE SE DIJO TAN COMPROMETIDA MOLESTÓ MENOS A LOS VERDADEROS PODERES». Una entrevista de Iñaki Domínguez a Edu Galán publicada en Ethic el 19 de diciembre de 2022

«No podemos dejar la portavocía de lo social a las multinacionales», explica Edu Galán (Oviedo, 1980). Es contundente: hay una falsa forma de contestación en el activismo social del presente. Y no sorprende, para alguien acostumbrado a hablar de las numerosas imposturas que hoy tejen la realidad. En su último libro, ‘La máscara moral’ (Debate), desgrana estas nuevas formas de relacionarnos (y señalarnos) impulsadas por un mercado que, en última instancia, ha hecho al individuo la medida de todas las cosas.

¿De dónde surge tu interés por indagar en estos temas, actualmente asociados a la izquierda identitaria?

Porque vivo en el mundo. Yo estudié psicología y me interesa la sociología, y creo que la irrupción de las redes sociales y de un sistema de mercado que creo es diferente al de hace 30 ó 40 años ha cambiado ambas disciplinas. Al analizar algo que está pasando ahora mismo a lo mejor se te escapan cosas, pero es un problema que a mí no me preocupa: quisiera ofrecer diagnósticos para que mis lectores dediquen, de esas cinco horas que dedicamos diariamente a internet, al menos cinco minutos a pensar, y no a andar como hámsters en una rueda dentro de una jaula.

¿Has recibido críticas por tus posiciones frente a la cultura de la cancelación?

Yo creo que la cultura de la cancelación existe y se dirige siempre contra personas que son emocionalmente cercanas; es decir, personas públicas o famosas. A Sánchez Galán, de Iberdrola, no lo van a cancelar por muchas burradas que diga porque nadie lo conoce. Irán contra Pablo Motos o contra gente conocida. En España, dicha cultura es menor que en Estados Unidos porque la industria cultural en España es menor. Aquí la cancelación consiste en dar un disgusto a uno y, bueno, que no cobre una factura. ¿Está menos presente? Vale, pero hay gente –que son mis detractores en ese sentido– que dicen que no existe, que todo esto es un lloriqueo de señoros. Pero es tan fácil como enseñarles ejemplos como el de María Frisa, la escritora infantil, y decirles que si eso es una crítica legítima dentro de la libertad de expresión. Esto va de querer que alguien deje de trabajar, de asociar a uno a los peores males del mundo. Y a mí me la suda (sic) con lo que me asocien, pero hay gente que lo pasa muy mal. Por eso hay que rebelarse contra eso y contra estos papanatas que niegan su existencia y que minimizan el impacto psicológico de la cultura de la cancelación.

Carl Jung decía en la primera mitad del siglo XX que vivimos tiempos en los que la gente imposta las emociones. ¿Crees que esta situación ha empeorado?

Sí. Es muy interesante que en esta época la gente sienta mucho; está todo el rato sintiendo. Un ejemplo es que ya no se argumenta, sino que son todo historias personales. Sienten tanto que si yo siento que soy asexual y estoy oprimido, pues estoy oprimido, ¿no? Y el sentimiento sería definitivo ante la razón. La gente se siente feliz o se siente triste en internet, pero no saben lo que sienten. Es decir, las emociones deberían tener un sentido. Tiene que haber un correlato: que te vaya bien en el trabajo, que has recibido una buena noticia, que te ha tocado la lotería o lo que a cada cual le motive. Y al igual, estar triste no debería ser fabricado: tendrías que tener unos condicionantes de vida que tú afrontes y deriven en que tú estés triste. Y no pasa nada por estar triste, pero aquí la gente está triste porque iba a ir a la playa y llueve. La gente fabrica emociones que no tienen correlato y, claro, así andan las cabezas. Es como correr una maratón como si fuesen los cincuenta metros lisos: vas desencajado. Es un tema central en La máscara moral: qué significan las cosas y a qué comprometen. Y esto no es ser reaccionario ni nada, es que se ha convertido todo en un chau chau de la nada. Vivimos en un mundo de ecos en el que la gente utiliza las palabras como si fuesen papagayos, sin entender su significado y el compromiso que implican consigo mismo y para con los demás. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 6 de mayo de 2023

Doparse para vivir: más de dos millones de españoles toman ansiolíticos a diario

A Alfredo (nombre ficticio) le costaba dormir. La ansiedad que le provocaba el trabajo le tenía en un estado de tensión constante. Una breve visita al médico le bastó para conseguir la receta de una pastilla que se convertiría en su compañera de viaje durante años: un ansiolítico. Tan inseparables se hicieron que tardaron 5 años y un accidente de coche en terminar su relación. Supuso el fin de su idilio con las benzodiacepinas.

Puede que gran parte de la población no sepa identificar estos medicamentos, pero si hablamos de Valium, Orfidal, Lexatín o cualquiera de los numerosos acabados en -Zepam, como Diazepam o Lorazepam, muchos lo localicemos en casa. En España, según datos del Ministerio de Sanidad, una de cada diez personas toman estos fármacos a diario, siendo uno de los países de la Unión Europea que más consumen. CONTINUAR LEYENDO

"NECESITAMOS UN ÉXODO DEL SIONISMO". Naomi Klein (elDiario.es 3 MAY 2024)

Judíos y simpatizantes celebran un Séder de Pascua para protestar contra la guerra en Gaza, el pasado 23 de abril, en el distrito de Brookl...