domingo, 30 de abril de 2023

"LA CULTURA DE LA MEMORIA". Un artículo de Joseba Eceolaza publicado en Noticias de Navarra el 26 de abril de 2023

En España la Ley de Amnistía consolidó la idea de que el olvido, aunque sea parcial, es necesario para superar la violencia. Se abanderó la desmemoria y se impuso la idea del pasar página cuanto antes como base para la armonía social. El olvido tuvo prestigio y se elevó a actitud generalizada.

Uno de los peores efectos que dejó aquel modelo de transición es que se instaló la idea, a la fuerza, en la opinión pública de que el olvido es un costo asumible, si a cambio los avances son sustanciales. El precio de la Transición fueron las víctimas de la violencia política, la de ETA, la de grupos ultras y la del franquismo, que nunca fueron tenidas en cuenta ni protagonizaron el debate político. Tomás Dorronsoro, que luchó por la memoria socialista de su padre, su hermano y su tío, asesinados en 1936 hasta perder el aliento y la esperanza, decía que “eso no se olvida, eso está dentro para siempre”.

Ese dolor incrustado y no abordado oficialmente es uno de los motivos que explican que la Transición española sea una obra inacabada. Tal vez una de las reflexiones que se nos ha quedado grabada de este tiempo es que el progreso sin cerrar o ajustar las cuentas de las víctimas y la sociedad tarde o temprano se desgarra por la grieta de la memoria. Porque el olvido no es duradero. Siempre habrá alguien que pregunte qué pasó y qué hicimos.

Se suele decir que la verdad es un derecho, pero en realidad la verdad es una cualidad de la convivencia. La verdad, como actitud institucional, ha estado ausente en nuestro sistema político. Tanto es así que 42 años después de la muerte de Franco, España ha tenido que aprobar una ley, la de Memoria Democrática, que corrigiera los olvidos de la Transición.

Así la elaboración de una verdad pública, compartida socialmente e interiozada por las nuevas generaciones estaba en manos de asociaciones y víctimas. La memoria democrática, como base para la construcción de nuestro sistema político, pero también como transmisor de valores, queda así relegada a una memoria íntima o particular. Así ha sido hasta ahora. Y cuando esto pasa la memoria colectiva del pasado, de los luchadores por la democracia, se abandona a merced del relativismo.

Esto explica, entre otras razones, que dos de los grandes mitos franquistas hayan llegado hasta nuestros días. El primero, el mito de los dos bandos igualmente responsables e igualmente mortíferos parece instalado en buena parte de la opinión pública. El segundo, el abuso de la figura del fusilado por envidia, que también ha tenido poca contestación desde las instituciones públicas. Como si el golpe de Estado, la Guerra Civil o los cuarenta años de dictadura hubieran sido producto de las rencillas entre hermanos o las envidias o las disputas por los terrenos y las lindes.

La reconstrucción de los hechos, ya sea jurídica o histórica, hace que las víctimas obtengan respuestas o se planteen preguntas que las persiguen durante toda la vida. De hecho, la verdad del testimonio consiste en dejar hablar y escuchar a la víctima, implica adentrarse en pasajes de la historia que solo ella puede contar. Dar testimonio y tenerlo en cuenta, darle importancia pública, puede llegar a suplir a la justicia como instrumento de reparación cuando ha pasado mucho tiempo desde el delito y ha prescrito o cuando los crímenes se quedan sin esclarecer. Por eso, reconocer y reparar oficialmente a las víctimas también implica dar veracidad a los testimonios.

El olvido institucionalizado ha consolidado en España una cultura de la impunidad y de la ausencia de verdad que en parte seguimos arrastrando, por ejemplo para el caso de los crímenes no esclarecidos de ETA. Por eso la verdad del testimonio necesita asentarse en una cultura de la memoria que nos ayude a cerrar las heridas de la mejor manera, sin atajos, sin correr, sin dejar tareas pendientes. “Me dirijo a todos ellos para decirles que es la hora de la verdad, que digan dónde están los cadáveres de Humberto, Fernando y Jorge. Que sepan que nunca dejaremos de exigirles que reconozcan la verdad”, les dijo Coral Rodríguez a los dirigentes de Sortu hace pocas semanas ante el caso de estos tres jóvenes gallegos que fueron asesinados y hechos desaparecer por ETA en 1973. Uno de ellos, Humberto, era su tío.

Uno de los retos de la cultura de la memoria es el de evitar las cegueras cruzadas. Romper con la sensación social de que recordar a las víctimas de ETA es de derechas y hacerlo con las republicanas, de izquierdas nos ayudará a reforzar los mecanismos de prevención ante la violencia.

Hoy, ante el final de ETA, seguimos arrastrando una cultura de la impunidad y el relativismo que protagonizó nuestro modelo de transición. Por eso, en esta era del testimonio necesitamos construir una cultura de la memoria que nos ayude a cerrar las heridas del terrorismo de la mejor manera, sin atajos, sin correr, sin dejar tareas pendientes, sin caer en la tentación de la compensación de daños, sin poner en marcha un relato para neutralizar otro, sin caer en la trampa de la teoría del empate.

Para que las enseñanzas de la memoria sean universales, para que la impunidad o la ausencia de verdad se resuelvan en todos los casos y para todas las víctimas, independientemente de la época en la que fueron agredidas, tenemos que darle prestigio a la memoria, aunque a veces nos coloque delante de nuestro propio espejo y la imagen que nos devuelva cuestione nuestros comportamientos más esenciales ante el terrorismo y sus justificaciones. Porque solidarizarnos solo con aquellas víctimas que están cerca ideológicamente no supone un acto de empatía ante el dolor, sino de refuerzo político poco útil en el cierre de heridas.

Como Reyes Mate recoge en su libro El tiempo, tribunal de la historia, el filósofo Theodor Adorno antes de morir le susurró a Habermas: “¿Sabes? Ya sé donde se originan nuestros juicios de valor más básicos: en la compasión, en nuestro sentido del sufrimiento de los demás”.

sábado, 29 de abril de 2023

"EL SUICIDIIO DE LOS ADOLESCENTES". Un artículo de Guido Stein publicado en elDiario.es el 26 de abril de 2023

“Su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”.

Mujer de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes

“Tenía sensaciones internas muy dolorosas que quieres darles salida con las autolesiones. Sabes que han venido para quedarse siempre, y que no hay manera de mejorar, sino de empeorarlo. Todo va a peor. Adelantas la realidad a la que te lleva esa tensión. En cualquier caso, la muerte es la salida”. Así me describía su procesión interior Yasmina, una niña de 16 años que lo tenía todo, menos la no comprada gracia de vivir. Tras repetidos episodios severos de autolesiones y acariciar y acariciar la idea de suicidarse, recibió el tratamiento clínico y médico adecuado. Aunque Yasmina sí va a mejor, sus padres siguen alerta, con miedo.

Escribir esta tribuna me resulta profundamente inquietante, pero me veo impulsado a hacerlo tras constatar que se trata de una realidad incontrovertible, sobre la que demasiadas personas hemos pasado de puntillas durante demasiado tiempo. Pocos son los médicos, y menos aún los políticos y responsables de la cosa pública o privada, que ponen el dedo en una llaga tan sangrante, de la que hay una abundancia empírica brutal y sobre la que se han publicado tantos estudios de excelente calidad científica.

La primera causa de muerte en España en 2019 entre los 15 y 49 años ha sido el suicidio, según fuentes del Instituto Nacional de Estadística: uno de cada diez fallecidos. Un 30% más que las muertes debido a patologías coronarias o accidentes. Es una cifra sustancialmente menor de la real, ya que no contabiliza los casos clasificados bajo otros epígrafes de los que hay sospechas fundadas que se trata de personas que se han quitado la vida.

Es la primera causa de muerte entre mujeres de 15 y 19 años, siendo los accidentes de tráfico la segunda; mientras que entre varones de esa franja de edad se invierte el orden. A partir de los 20 y hasta los 49, en los varones pasa a primer lugar; entre las mujeres permanece en triste cabeza hasta los 30 años, para después competir con el cáncer de mama.

El recién galardonado Premio Nacional Gregorio Marañón de Medicina, Dr. Miguel Ángel Martínez, catedrático de Salud Pública y Epidemiología de la Universidad de Navarra, apunta en su libro Salmones, hormonas y pantallas (2022) que los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de USA estimaron que en junio de 2020 (la época más dura de la pandemia), de una muestra representativa, el 25% de los jóvenes entre 18 y 24 años mostraron ideación suicida. La situación en España es similar.

La catarata de datos adversos no debe, según el Dr. Martínez, desviar la atención que ha de dirigirse aguas arriba, upstream, hacia las causas de esta pandemia social. Según los mejores estudios epidemiológicos, los factores de riesgo identificados apuntan al alcohol, botellón, enganche a las pantallas (influencers que propalan la autolesión y hacen propaganda explícita del suicidio), la adicción a la pornografía, o la cultura del “enrollarse” (me desvelaba uno de mis alumnos más jóvenes: “puedo conocer todos los lunares del cuerpo de otra persona sin haberle dicho ni una vez te quiero”), entre otros.

El 89% de los adolescentes según una encuesta del Pew Research Center que admiten que se conectan varias veces al día o lo están constantemente, de modo que Instagram está omnipresente en sus vidas, cuanto más la utilizan empeoran su estado de ánimo y su satisfacción vital.

Una causa de la epidemia de depresión, tristeza, vacío existencial y patologías relativas al suicidio podría ser haber tenido siempre la satisfacción de los deseos tan fácil y sólo al alcance de un click. De hecho, el 14 de septiembre de 2021 Wall Street Journal denunció que los directivos de Facebook disponían de documentos e investigaciones internas (que habían ocultado) y demostraban que Instagram propiciaba tendencias suicidas.

Todo parece apuntar a que la búsqueda constante de sensaciones con gratificación momentánea hace crecer un vacío interior, que opera como un agujero negro que se apodera de nuestra vida, un vacío que conduce de manera inevitable a rupturas psicológicas o comportamientos destructivos. Cuando se cobra conciencia y el daño ya está hecho remontar se presenta como superior a las fuerzas de uno.

El científico galardonado sostiene que la tesis “quien se suicida quiere morir” es un mito. “Nadie desea matarse. Lo que esa persona quería era dejar de sufrir. Quien es feliz nunca se suicidará”.

El escritor británico George Orwell, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, advirtió en su libro de ensayos Facing Unpleasent Facts que, cuando se ha caído tan profundamente, restablecer lo obvio era la primera obligación de una persona inteligente. “Si libertad significa algo en absoluto, significa el derecho a decirle a la gente lo que no quieren oír. En tiempos de un engaño universal, decir la verdad se ha convertido en un acto revolucionario”.

¿Quedarán tantos revolucionarios como viejos rockeros?

jueves, 27 de abril de 2023

"POR QUÉ LA PRESENCIA (FÍSICA) SEGUIRÁ SIENDO NECESARIA. Un artículo de José R. Ubieto publicado en elDiario.es el 8 de abril de 2023

La fantasía de la virtualidad es eliminar el misterio y la sorpresa prometiendo un espacio seguro e incontaminado mientras que apostar por preservar la presencia, por el contrario, es confiar en que los encuentros y la conversación que los vehicula permitan dar un lugar a cada soledad sin aislarse en esas burbujas de odio

Un grupo de estudiantes universitarios, participantes en un estudio promovido por las Universidades de Harvard y Virginia (EEUU), reciben la consigna de permanecer solos, sentados delante de una mesa en la que únicamente hay un botón. Si no aguantan los 15 minutos que dura el experimento, pueden apretarlo y recibirán una descarga eléctrica -que ya conocen- muy desagradable.

El 67% de los hombres y el 25% de las mujeres eligieron aplicarse la descarga a pesar que previamente habían dicho que “pagarían” por evitar ese shock. Los autores de la investigación concluyen que ese porcentaje que prefiere el sufrimiento al aburrimiento elige administrarse una descarga eléctrica antes que quedarse solo con sus pensamientos. La mayoría de la gente prefiere, a juzgar por este experimento, hacer algo en lugar de nada, incluso si ese algo es negativo.

Quedarse solos con sus pensamientos, especialmente en la adolescencia y primera juventud, no siempre resulta fácil ni agradable. Muchos y muchas se angustian y terminan cortándose, consumiendo drogas, dándose atracones antes de vomitar o simplemente huyendo de la habitación a algún mundo virtual o a la calle con los amigos. Una realidad que ha aumentado mucho a raíz de la pandemia.

Prefieren prestar atención a esos estímulos externos que a los más íntimos que se les revelan inquietantes por lo que tienen, en ocasiones, de incomprensible, de sinsentido o de desagrado por la comparativa que hacen con otras vidas paralelas de su entorno. La atención deviene (es su origen etimológico) en tensión interna y en la evasión a cualquier metaverso, una solución pasajera.

Distraerse con los gadgets puede ser un modo de conectarse a otro mundo percibido como menos hostil. La paradoja es que a más conexiones virtuales (que son, al tiempo, desconexiones de lo más real de sí mismo) más se reactiva el sentimiento de soledad y angustia, una vez pasado el efecto de euforia inicial.

Una paciente joven me explica que puede estar buena parte de la noche atrapada y concentrada en un scroll infinito deslizando sus dedos en Instagram o Tik Tok, antes de irse a YouTube para continuar el atracón. No es nada inusual: muchos otros lo hacen hasta que se hartan y les viene la náusea del vacío en el que se quedan, muy parecida al desasosiego que los llevó hasta allí.

Son los nuevos desatentos, los más precoces diagnosticados -con frecuencia- de hiperactivos. Legiones de sujetos que tienen una relación con el tiempo y la espera propia de la nueva realidad híbrida y figital (física + digital) en la que habitan. Una realidad en la que la atención (la nuestra) se ha convertido en un negocio y todos somos mineros voluntariosos de esa épica tecnológica.

Como señala Amador Fernández-Savater, en su reciente libro 'El eclipse de la atención' (NED, 2023), nunca estamos a lo que estamos porque siempre estamos más allá. Como en el nuevo nombre de Facebook, Meta.

El éxito de esta propuesta neoliberal no sólo radica en la eficacia de su marketing y sus algoritmos, sino sobre todo en la necesidad humana de evitar el dolor, aumentar la potencia y controlar las constantes vitales. La servidumbre que nos genera la aceptamos con gusto por sus beneficios secundarios: invertimos nuestro tiempo y dinero en gadgets inteligentes y conexiones non stop con la ilusión que esos mundos virtuales gobernados por inteligencias artificiales nos protejan de aquello que el psicoanalista Jacques Lacan llamaba lo real: lo que siempre vuelve al mismo lugar porque no se puede virtualizar.

La angustia, afecto presente hoy en muchas de las consultas, toma formas diversas (autolesiones, suicidios, cuadros depresivos) y es un índice de ese 'real' para el que no existe ningún gemelo digital que pueda velarlo. Lo mismo ocurre con otras manifestaciones ‘reales’ como las amenazas climáticas, los desastres naturales, las guerras y las violencias de todo tipo (de género, xenofobia…), que no tienen inmersión posible en ningún metaverso. Seguirán allí cuando despertemos.

Por eso, conviene recuperar la atención -secuestrada por la llamada economía de la atención en su afán por monetizarla- y vincularla a la presencia física, sin renunciar por ello al uso de lo digital como complemento. Una conexión es un modo de interacción muy de acorde a la época: inmediata y -muchas veces- superficial y efímera.

Un vínculo, en cambio, implica un compromiso, algo que nos liga al otro, sea en las relaciones amorosas, profesionales o sociales. Requiere, por tanto, un tiempo y supone una verdadera confrontación con la alteridad, con aquello del otro que no se reduce a su imagen o su voz proyectadas en una pantalla. El vínculo sólo se genera a través de experiencias reales que comprometen al cuerpo, no sustituible por su avatar.

Los datos recientes de ideas y actitudes misóginas y racistas en un 20% de los adolescentes y jóvenes españoles indican que sólo en el encuentro real y físico con la alteridad (mujer, inmigrante) será posible alojar eso extranjero que cada uno de nosotros rechazamos a pesar de ser tan íntimo: la fragilidad, la pobreza, el miedo, la diferencia.

Lo rechazamos proyectándolo en el otro como si no fuera con nosotros. Realizamos así una operación de exclusión interna: segregar de nosotros mismos lo que no nos gusta e imputárselo al otro que, en su condición extranjera, es designado como portador de la peste, tan familiar, sin embargo, y de la que no queremos saber nada.

Esta lógica segregativa encuentra un soporte eficaz en lo virtual -de allí el interés creciente de los populismos xenófobos en las redes sociales- porque al estandarizar a los sujetos (homogeneización de perfiles) borra lo singular de cada uno. Todo el mundo está en su mundo y en lo virtual las burbujas de odio -que reúnen a personas muy diversas pero unidas en su ‘odio al otro’- son ya un refugio y una base de operaciones que fragmenta el nosotros y deteriora la convivencia social.

La presencia siempre incluye el misterio puesto que hay algo del otro presente que no podemos saber ni controlar. Por eso, nos resulta inquietante compartir el reducido espacio de un ascensor con un extraño o que alguien nos sostenga la mirada en un transporte público. La fantasía de la virtualidad es eliminar el misterio y la sorpresa prometiendo un espacio seguro e incontaminado.

Apostar por preservar la presencia, por el contrario, es confiar en que los encuentros -y la conversación que los vehicula- permitan dar un lugar a cada soledad sin aislarse en esas burbujas de odio. Que esas soledades juntas se contaminen, generen proyectos y lazos colectivos diversos a partir del deseo y la presencia atenta.

miércoles, 19 de abril de 2023

«LA CONCENTRACIÓN DE LOS AHORROS EN UNA ÉLITE PROVOCA UN AUMENTO DE LA DEUDA O DEL DESEMPLEO». Un artículo de Patricia Simón publicado en Ethic el 22 de marzo de 2023

 Las guerras comerciales que mantienen Estados Unidos, China y la Unión Europea no responden a sus intereses nacionales, sino a la de sus élites económicas. Y esa concentración de la riqueza está comprometiendo la seguridad mundial. Esa es la tesis que sostienen los analistas Mathew C. Klein y Michael Pettis en su libro Las guerras comerciales son guerras de clase (Capitán Swing), ganador en 2021 del Lionel Gelber Prize, el galardón más prestigioso otorgado a los libros sobre política exterior. Conversamos con Pettis, profesor de Finanzas en la Escuela de Administración Guanghua de la Universidad de Pekín, sobre este turbulento horizonte.

En el libro evidencian que la creciente concentración de los ingresos por parte de las minorías más ricas ha provocado una ralentización en la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la población de Estados Unidos, de la Unión Europea y China. Al mismo tiempo, cada vez son más los trabajadores que tienen que endeudarse por sus bajos salarios y que no pueden consumir lo que producen. ¿Cuáles son las consecuencias de este empobrecimiento masivo?

Tradicionalmente se ha creído que cuantos más ahorros tiene una sociedad, mayores son las inversiones. Y lo que comprobamos nosotros es que no siempre es así, como ya apuntaron, en el siglo XIX, el economista inglés John Hobson y el periodista estadounidense Charles Arthur Conant. De hecho, a menudo provoca todo lo contrario: la desigualdad en los ingresos fomenta la acumulación de riqueza entre los ricos y es negativa para el crecimiento porque, en muchos casos, reduce la inversión. Esta es la parte del libro que más ha sorprendido a economistas y analistas. Y es exactamente lo que está ocurriendo en las avanzadas economías modernas. Por ejemplo, para un español era difícil conseguir una tarjeta de crédito antes del año 2000: tenía que gozar de una situación bastante estable y acomodada para que se la concediesen. Con el inicio del nuevo siglo, sin embargo, los ricos de Alemania y de otros países comenzaron a invertir sus ahorros en sistemas bancarios del sur de Europa, como el español. Y estos, para convertirlos en préstamos, redujeron a mínimos las condiciones para concederlos. Así fue como muchos españoles se endeudaron, mientras los ahorros de los ricos crecían. Las fábricas españolas empezaron a producir menos porque las clases medias y bajas consumían menos, por lo que despidieron a muchos de sus trabajadores. A partir de la crisis de 2008, cuando la deuda ya se había disparado y no se podía acceder a dinero prestado, se disparó el desempleo. La concentración de los ahorros en una élite, por tanto, provoca un aumento de la deuda o el desempleo.

Klein y usted lanzan una advertencia: las sociedades cometen las peores atrocidades cuando creen que el futuro será peor que el pasado, como en los años treinta del siglo anterior. Para evitarlo, proponen la aplicación de políticas redistributivas de corte socialdemócrata, como las que se pusieron en marcha tras la II Guerra Mundial. ¿Cómo deberían ser esas medidas para responder a los desafíos del siglo XXI?

Hemos evitado entrar en discusiones muy politizadas. Sí hacemos hincapié en lo que propuso Hobson hace más de un siglo: en la importancia de redistribuir los ingresos. Hay muchas formas de hacerlo. Sabemos que en los años setenta, en Estados Unidos, los sindicatos sufrieron unos ataques terribles que debilitaron enormemente la organización de la clase obrera. Desde entonces, no ha parado de crecer su capacidad productiva a la vez que, proporcionalmente, se reducían sus salarios. A la vez, las élites económicas han ido pagando menos impuestos, lo que ha aumentado la deuda en todo el país por la transferencia de los ingresos de la mayoría de la población a los más ricos. Así que nuestra recomendación es que se restablezcan y aumenten los impuestos a los ricos, que se fortalezca la Seguridad Social y que se transfiera dinero a la gente común a través de las pensiones y del aumento del presupuesto destinado a la educación.

En la última cumbre de la OTAN, celebrada en Madrid en junio de 2022, Estados Unidos y la Unión Europea declararon a China, uno de sus socios comerciales más importantes, el gran desafío para sus intereses. ¿Cuál es el rol del gigante asiático en estas relaciones políticas y económicas?

No se puede hablar de la Unión Europea como un ente unitario porque hay enormes diferencias entre sus países miembros. Alemania y Países Bajos tienen tasas muy altas de ahorros, y aunque hay quienes siguen sosteniendo que es porque tienen una gran cultura del trabajo y del ahorro, lo cierto es que esta afirmación, como señalamos en el libro, no tiene ningún sentido. Por ejemplo, la razón de que Alemania tenga esa acumulación de ahorros es resultado de las reformas implantadas a partir de 2003, que iban dirigidas a aumentar la productividad de los trabajadores. Los salarios se estancaron y la gente normal perdió capacidad de consumo mientras los ricos enviaban su dinero a la banca del sur de Europa, que fue la que colapsó. Un dinero que, a menudo, terminó convertido en inversiones de poco valor, como esos edificios de viviendas vacías que siguen abundando por el centro de España. Así que fueron los países del sur europeo los que pagaron el problema de Alemania. Ocurre lo mismo entre China y Estados Unidos. Y los desequilibrios comerciales agudizan las tensiones geopolíticas. Corregirlos es una cuestión de seguridad global.

También exponen cómo las empresas chinas se niegan a subir los salarios y los costes de la Seguridad Social, mientras el Gobierno de Xi Jinping se resiste a modificar el modelo económico porque acarrearía cambios en el sistema político. ¿Es posible un cambio en el régimen chino sin renunciar a un modelo económico basado en la exportación?

China lleva intentando cambiar su modelo desde que en 2007 anunciase que aprobaría medidas para equilibrar su economía. No es sorprendente que no lo haya hecho. Alemania y Japón llevan mucho tiempo declarando que van a fortalecer su demanda interna sin que ocurra nada en ese sentido. Así que la pregunta es: ¿por qué es tan difícil? China tiene problemas políticos, pero su incapacidad para equilibrar el consumo es el mismo que el de los otros países. Redistribuir los ingresos es muy difícil porque implica cambios importantes en las instituciones políticas, empresariales y financieras. Alemania, Japón, Corea del Sur, Países Bajos y China son países muy competitivos en el ámbito de las exportaciones internacionales porque tienen salarios bajos. Hay quien puede pensar que son altos en comparación con los españoles, pero no lo son atendiendo a su productividad: los trabajadores alemanes cobran lo mismo que los ingleses cuando los primeros son un 20% más productivos. Y equilibrar esta situación, aunque sería beneficioso a medio y largo plazo, en el corto supondría perder competitividad en la exportación.

Usted nació y pasó una parte de su infancia en España, a donde sigue viajando regularmente. ¿Qué opina sobre el aumento del salario mínimo interprofesional que ha aprobado su gobierno?

Vivimos en un mundo globalizado en el que muchos países compiten a través de los salarios bajos de sus trabajadores. Al subirlos, se corre el peligro de que parte de la industria huya. Es muy bueno que España aumente los sueldos, como debería hacer todo el mundo, pero en una economía globalizada debemos presionar para que lo hagan las principales economías de manera conjunta. Necesitamos respuestas globales.

martes, 18 de abril de 2023

"CULPABLES DE LOS CRÍMENES DE LOS DEMÁS". Un artículo de Sergio del Molino publicado en Ethic el 3 de abril de 2023

La culpabilidad proclamada hoy por ciertos individuos tiene el mismo efecto que la inocencia, incitando la sospecha de la ‘excusatio non petita, accusatio manifesta’: tanta confesión de crímenes generales, ¿no será una forma de encubrir crímenes concretos?

[...] Lo novedoso e interesante de los tiempos que vivimos es que ahora se adopta el melodrama para expresar la culpabilidad. Uno no toma la palabra para declarar su inocencia, sino para asumir pecados y fustigarse por ellos. Hay, por ejemplo, una corriente de hombres autoproclamados aliados que se declaran reos de machismo y declaran su deseo de deconstrucción. No piden perdón por nada en concreto, sino por todo en general. Se disculpan en nombre de conceptos antropológicos, como el patriarcado, y se proponen humildemente aprender de las mujeres, en un proceso de escucha muy parecido al de Yolanda Díaz, donde vemos hablar mucho rato al que supuestamente escucha, pero nunca le vemos escuchar a nadie. Hay quien se disculpa por Cristóbal Colón, por los poemas de Kipling, por el esclavismo y por las tetas de los cuadros del Museo del Prado. Su culpabilidad proclamada tiene el mismo efecto que la inocencia, incitando la sospecha de la excusatio non petita: tanta confesión de crímenes generales, ¿no será una forma de encubrir crímenes concretos?

Hannah Arendt ya identificó este fenómeno en los años sesenta del siglo XX, cuando la generación de jóvenes alemanes que no habían vivido el nazismo se declaraba culpable de él: «Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que no ha hecho nada malo», escribió al final de Eichmann en Jerusalén. Y seguía: «Esos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando –en ocasiones tales como la publicación del Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmann– nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres. En realidad, parece que no pretenden más que huir de las presiones de los problemas absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en el sentimentalismo barato».

Parece que Arendt habla de hoy, de quienes se refugian en el sentimentalismo barato, en un gesto de dolor por el mundo que recibe aplausos emocionados. Mientras uno se acusa por las violaciones que no ha cometido o se autoinculpa por los genocidios de sus tatarabuelos, elude con comodidad los conflictos del aquí y el ahora y rehúye el enfrentamiento con el poder. Así tenemos en España a valientes antifranquistas que nacieron diez años después de 1975. Al combatir con bravura a un dictador de otra época, adquieren el certificado de nobleza rebelde sin la incomodidad y el riesgo que comporta rebelarse contra un poder vivo y con capacidad de hacer daño. Qué decir de los presidentes mexicanos que alzan la voz contra los Reyes Católicos, o de todos esos jacobinos de la igualdad que entablan combate contra óleos sobre lienzo del siglo XVII. La sabiduría popular llamaba a eso dar lanzadas a moro muerto. Era una sabiduría fea y racista, qué se le va a hacer, pero no menos sabia que la políticamente presentable.

La historia se reescribe y se cuestiona constantemente, eso es innegable y está en la naturaleza de la discusión intelectual, pero cuando la historia y los conceptos abstractos antropológicos son tu único campo de batalla, cabe deducir que, en realidad, no quieres plantear batalla alguna, que tu pretensión es ocupar el escenario para llenarlo de melodrama, en lo que Edu Galán llama «la máscara moral». La sospecha que induce esta versión de la excusatio non petita es que no te importan ninguno de los males contra los que te golpeas el pecho. Solo quieres que admiremos la forma en que te fustigas, como los cofrades que salen descalzos en procesión, tu acto mortificante, tu bondad, tu sacrificio en la cruz. Te declaras culpable para demostrar tu inocencia.

lunes, 17 de abril de 2023

"EL GOLPE ÉTICO". Un artículo de Luis García Montero publicado en Inforlibre.es el 15 de abril de 2023

La convivencia democrática no sólo se pone en peligro cuando un ejército da un golpe militar. También existen los peligros de los golpes éticos de Estado si las dinámicas impuestas en la sociedad degradan las realidades e imponen una violencia palabrera de mentiras y calumnias. Los golpes militares asaltan el poder a punta de bayoneta, con cadáveres por las calles y ruido de ametralladoras en las noticias. Los golpes éticos llenan las conversaciones y los domicilios de muertos vivientes, posibilitando que la podredumbre no se materialice en los sepulcros, sino en las instituciones y en los ámbitos de la comunicación.

En las democracias consolidadas, ya que no es posible la conspiración de un golpe de Estado, hay movimientos interesados en los golpes éticos que desacreditan los espacios públicos. Quien quiera entender los programas que intentan desacreditar la autoridad de la política, para dejar las manos libres al neoliberalismo depredador o instaurar una fanática propaganda autoritaria, tiene ante sus ojos y entre sus dedos la posibilidad de curiosear en el barro de Twitter. Sus movimientos son muy ilustrativos.

Twitter puede ser un buen espacio. Como red social, facilita la comunicación, permite destacar los artículos que uno considera interesantes, anuncia actividades culturales, convoca citas, enriquece las vías de la convivencia. Pero el espacio público es una incomodidad para los que quieren imponer su dogma sobre el bien común o el egoísmo individual sobre la convivencia justa. Por eso Twitter se ha convertido en un suburbio del fango en el que el insulto, la calumnia, la ocurrencia sucia y la desinformación interesada llevan la voz gritante.

Imponer un tono de sospecha generalizada, crear la atmósfera del todos son iguales y no se puede creer en nada, es una dinámica directa contra la autoridad de la política y la democracia. Así que convendrá tener en cuenta una primera paradoja: el cultivo del dogmatismo en la actualidad de la comunicación no responde a las mentalidades que están convencidas de una verdad, sino a los intereses que consideran útil no creer en nada. Si yo grito A, y tú B y tú C de manera obsesionada, no provocamos una elección entre las letras del abecedario, sino la idea de que cualquier letra es una estafa. Y este cinismo es el mejor aliado para el que quiere tener las manos libres en busca de la estafa o del vivir al margen de cualquier regulación.

La otra paradoja interesante de Twitter tiene que ver con la verdad. La democracia invita a no considerarse nunca en posesión de la verdad y a buscar puntos de vista, debates y acuerdos que logren definir los marcos de convivencia. Pero buena parte de la gente que tuitea se desentiende desde el principio de la verdad, porque lo que considera importante es estar en posesión de la mentira. Cuando leemos un disparate en Twitter, una calumnia o una afirmación desquiciada, y tenemos la curiosidad de entrar en la cuenta del opinador, comprobamos con mucha frecuencia que responde a una cuenta de nombre inventado, con poquísimos seguidores y poquísimo tiempo de permanencia. Hay despachos creados para multiplicar la mentira y la desesperación.

Así que los partidarios del fanatismo cultivan su ira de forma fría para hacer irrespirable la voluntad de respeto y de diálogo en la que se funda la convivencia democrática. No entrar en el juego, no responder en el mismo fango, negarse a la crispación y al odio, es tan necesario como denunciar las estrategias que quieren dinamitar la información, los espacios públicos y la autoridad de la política.

Resulta imprescindible oponerse a los golpes éticos que hoy sufre la democracia, y no sólo en las cuentas feroces de Twitter, sino también en algún estercolero que se disfraza de periódico en manos de algunos personajes indecentes que se disfrazan de periodistas.


sábado, 15 de abril de 2023

"TOMARLO EN SERIO, HABLARLO EN SERIO". Un artículo Juan Mata publicado en Granada Hoy el 13 de abril de 2023.

Durante una conversación literaria mantenida con adolescentes en la biblioteca de un colegio de Granada una alumna de 14 años afirmó con naturalidad que la vida no tenía sentido. No había en sus palabras ningún atisbo de impostura o provocación. Lo creía firmemente. Es cierto que su biografía, ensombrecida por el desamparo, el fracaso escolar y el acoso, la empujaba a ese pensamiento, pero eso no explicaba del todo su convicción. Añadió además que a su edad todo lo que tenía que vivir ya lo había vivido. Lo inquietante es que los otros adolescentes presentes no se mostraron especialmente sorprendidos ni contrarios. Días más tarde, y a propósito de otro asunto, reiteró su convicción, que fue apoyada además por otros compañeros.

Me sentí descorazonado.

Suele argumentarse que esas declaraciones tremendas son propias de la edad, que los adolescentes son, por naturaleza, melodramáticos y les gusta mostrarse extravagantes y descreídos. Muchos adultos se consuelan pensando que finalmente no pasará nada, que esas exageraciones son modos de llamar la atención, simples aspavientos. Me parece, sin embargo, que no deberíamos ignorar esas afirmaciones, más habituales de lo que quisiéramos creer.

Las conversaciones a la que aludo coinciden en el tiempo con las manifestaciones de jóvenes en las calles reclamando más preocupación por la salud mental, el aumento significativo de las llamadas a los teléfonos de prevención del suicidio y la alarma expresada por psicólogos y personal sanitario. Por lo que se va sabiendo, la pandemia de la COVID-19 ha incrementado los problemas de salud mental entre niños y adolescentes, de modo que subestimar esas señales es una temeridad. Resulta abrumador el hecho de que el suicidio, junto a los accidentes de tráfico, sea en España la primera causa de mortalidad externa entre los jóvenes de 10 a 19 años. Y no basta con lamentar los suicidios consumados, de los que estos días hemos tenido ejemplos desoladores. Las tentativas, la mera ideación o las autolesiones son igualmente turbadoras.

Bien sabemos que las causas del suicidio no son inequívocas ni universales. Podemos hablar de inmadurez, malestar emocional, depresión, trastornos psicológicos, coacción del grupo, altas expectativas no cumplidas, acoso, menosprecio de sí mismos, soledad..., pero cada caso es único. Y afecta por igual a chicas o chicos vulnerables y desubicados y a otros que son responsables, extrovertidos e integrados. Algo, sin embargo, se quiebra de repente en ellos y la vida deja de tener valor. La percepción del sinsentido de la vida no conduce inexorablemente al suicido, pero en todo suicidio hay siempre un sentimiento previo de ausencia de sentido.

Puedo entender, incluso justificar (a pesar de ser hijo de un suicida), la muerte voluntaria de personas adultas, atosigadas por problemas económicos, remordimientos morales o dolencias físicas insoportables. Son actos conscientes, meditados la mayor parte de las veces. Me resulta, en cambio, incomprensible el suicidio de los jóvenes, el hecho de que se quiebre, apenas comenzada, una vida.Y aunque en todos los casos está presente la desesperación, me parece más desoladora la desesperación adolescente, más injusta también.

Los argumentos que desde la filosofía o la literatura se han esgrimido a favor del suicidio -libertad, derecho, autonomía, legitimidad...- resultan insustanciales ante el suicidio de los jóvenes. Cuando un adolescente toma esa desgarradora decisión es porque se siente abrumado por un sufrimiento emocional insoportable y se considera incapaz de afrontar por sí solo su situación. No importa si las causas son graves o leves, antiguas o recientes. Entienden que la vida en esas circunstancias no tiene sentido y optan por desistir. Más que un acto de liberación se trata en esos casos de un acto de rendición.

A diferencia del suicidio de los adultos, considero que el de los jóvenes no es un acto privado, exclusivamente personal. Nos concierne a todos. Una vida adolescente que se pierde es una vida que se nos pierde. La responsabilidad es, en última instancia, individual, pero de un modo u otro todos participamos en esa tragedia. Lo son desde luego quienes con sus actos pueden convertir a otros en víctimas, pero lo son también quienes se desentienden o piensan que los adolescentes de hoy son blandengues y consentidos o consideran que la vida es miserable y no tiene remedio. Con la indiferencia o el mutismo también se participa.

Esos finales abruptos de la vida joven nos interpelan, nos hieren, aunque ocurran lejos de nuestro entorno. Nos exigen una respuesta. Los adultos tenemos la obligación de preservar la vida que nos reemplaza. Es un compromiso ético con los recién llegados al mundo. Somos herederos de la mucha vida que nos precedió. Y aunque no seamos los únicos responsables de su perduración, y aunque la humana no sea más que una mínima muestra de la vida planetaria, estamos obligados a protegerla y prolongarla.

El suicidio es una manera dramática y silente de hablar. Más todavía en el caso de los adolescentes. Son voces que nos reclaman, que deberíamos escuchar atentamente cuando todavía son verbales y audibles, cuando aún pueden ser parte de un diálogo. Muchas personas se sienten, sin embargo, intimidadas por esa cuestión. La consideran inabordable. ¿Cómo hablar sin angustia con un hijo o una alumna sobre el fin voluntario de la vida? Temen poder inducirlos a fantasear con esa posibilidad o incluso intentarlo. Me parece, sin embargo, que el silencio o la desatención son peores opciones. Entre otras razones porque ignorar las señales que nos envían supone dejar a los adolescentes en manos de los delirios y los bulos que se expanden abiertamente por las redes sociales. Significa desterrar un asunto tan grave a los dominios del obscurantismo y los tabúes.

Es necesario hablar seriamente del suicidio y hacerlo sin apremios ni conmociones causadas por alguno especialmente dramático. No podemos hablar en función de las noticias, muchas veces rodeadas de espectáculo y trivialidad. Hay que hacerlo asiduamente, sin temor ni imposturas, con seriedad, porque el suicidio es un asunto serio, el más serio de la filosofía a juicio de Albert Camus: «Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía». De eso se trata, de plantear en serio el valor de la vida.

Hablar seriamente sobre el suicidio no incumbe solo a los padres o a los docentes, ni se trata exclusivamente de dar charlas esporádicas en aulas o salones de actos atestados de adolescentes. Se trata de algo más profundo y comprometido. Requiere ante todo disponer de tiempos y espacios para la seriedad. Mantener a los adolescentes en el territorio de la frivolidad y la insignificancia es una inicua actitud ética. Para hablar seriamente no es necesario recurrir al tremendismo, la solemnidad o la reprimenda. Menos aún al miedo o la culpa. Implica hacerlo con veracidad y esperanza, con palabras de aliento y comprensión, haciendo ver la desdicha de convertir las frustraciones o las adversidades de sus incipientes vidas en abatimiento y renuncia. Supone hablar del suicidio no solo con la intención de prevenirlo sino de hacerlo inconcebible.

El reverso del derecho a morir de modo voluntario, que se esgrime en el caso del suicidio de los adultos, es el derecho a vivir para quienes apenas han comenzado a hacerlo. Es una sinrazón dar fin a una vida antes de saber si merece ser vivida. Y es responsabilidad de los adultos alentar esa confianza, pero sobre todo hacerla creíble. Muchos adolescentes, lamentablemente, no lo ven así. Y no solo por su inmadurez, como se quiere creer, sino porque lo que les ofrecemos como vida, como porvenir, está plagado de injusticias, desigualdades, mentiras, incoherencias, mezquindades.

En el caso de los adolescentes, hablar seriamente del suicidio supone sobre todo sostener la «voluntad de vivir», tal como la concebía Arthur Schopenhauer. Corresponde a los adultos tratar de evitar que esa fuerza primaria que nos empuja a todos a conservar y reproducir la vida se deteriore o se extinga. Hablar en serio del suicidio es hablar de la vida, no solo entendida como simple fenómeno biológico, sino de la vida buena, tal como se ha venido definiendo a lo largo de los siglos, es decir, una vida satisfactoria, digna, gobernada por uno mismo, no dañada gravemente, vinculada armoniosamente con otras vidas, esperanzada... Una vida, en fin, con sentido.

Juan Mata ha sido profesor de la UGR y es autor del libro 'Al otro lado del bosque'.

viernes, 14 de abril de 2023

"PROHIBIDO REIRSE". Un artículo de Joaquín Urías publicado en blico.es el 11 de abril de 2023

La pasada Semana Santa en un programa satírico de la televisión pública catalana emitieron un sketch en donde unos humoristas bromeaban con la devoción popular mariana andaluza, imitando de manera forzada el acento andaluz y con una de ellos disfrazada de la Virgen del Rocío llegando incluso a hacer bromas sexuales sobre su virginidad. A la emisión le siguió una oleada de protestas en Andalucía. Una de las primeras indignadas fue la líder de la marca andaluza de los anticapitalistas, Teresa Rodríguez, que vio en ello un episodio más de andaluzofobia, señalando que no era humor porque no iba de abajo hacia arriba. Pronto se le sumaron voces de la derecha, incluidos obispos, alcaldes populares y el mismísimo Presidente de la Junta de Andalucía que exigió públicamente una rectificación. Al final, hasta la hermandad matriz del Rocío anunció acciones legales contra la televisión.

Hay quien dice que este episodio ha vuelto a poner de actualidad el debate sobre los límites del humor. En realidad, lo que pone de manifiesto es lo difícil que resulta ejercer libremente la libertad de expresión en nuestra sociedad cuando se usa contra las ideas mayoritarias de un grupo amplio.

Ciertamente, los andaluces estamos cansados de ser objeto de burlas por nuestro acento. Superados antiguos complejos de superioridad, la mayoría de la gente en Andalucía reivindica una forma de hablar el castellano propia y enriquecedora. Los tópicos del andaluz vago e ignorante hacen aún daño a nuestra sociedad seguramente de un modo más intenso -por su componente clasista- que otros tópicos igualmente dañinos como el del catalán tacaño, el vasco bruto o el gallego sin personalidad. Sin embargo, eso no significa que cada vez que alguien, con mayor o menor acierto, imite nuestro acento estemos ante un caso de odio a lo andaluz. El sketch se ríe de la religión católica y de la devoción popular en Andalucía. Sin duda. Pero no deja de ser un ejercicio de crítica que, guste más o menos, apena se diferencia de otras.

¿Los que se quejan del sketch de la televisión catalana nunca han hecho bromas imitando el acento galleguiño? Lo dudo. Apuesto también a que la mayoría de ellos alguna vez han llamado gordo a Buda, se han reído de que los musulmanes no puedan disfrutar del jamón o han ironizado con que los judíos no puedan entender una luz en sábado. Normalmente, los mismos que se burlan de la bajada del ángel en el misterio de Elche o del ayuno durante el Ramadán montan en cólera cuando es otro el que hace humor a partir de sus tradiciones y religión. Es la maldición de la libertad de expresión: todos la quieren para sí, pero nadie la entiende en los otros.

Quienes ahora se indignan con ese sketch, adoptan la postura contraria cuando se trata del derecho de ellos o su gente a reírse de otros. Teresa Rodríguez, por supuesto, defiende que en el carnaval de Cádiz se rían de Ortega Lara haciendo bromas sobre el tiempo que pasó a la sombra. Y evidentemente, Juanma Moreno defiende sin dudar el derecho de los vecinos de Coripe de quemar monigotes con la esfinge de Carles Puigdemont y otros líderes independentistas. Esto último, por cierto, muy criticado por algunos de los catalanes que ahora defienden a muerte el derecho de los humoristas de TV3. CONTINUAR LEYENDO


miércoles, 12 de abril de 2023

"ANA OBREGÓN, PRESIDENTA". Un artículo de Luis García Montero publicado en Infolibre.es el de abril de 2023

Ana Obregón sería una buena candidata para presidir la Comunidad de Madrid. Un rostro hermoso, delicado, tierno, capaz de decir y hacer con apariencia inocente todo lo que le viene en gana. Tiene el arte de conseguir el efecto sentimental necesario para que la gente olvide el mundo que habita y para identificar la bondad o la maldad con los desahogos de un sermón evangelista. En las tradiciones duras del sermón católico, con tantos años de historia española, el populismo original de la fe evangélica convierte la realidad en una revista del corazón y añade gotas latinas a las inquietudes sobre el futuro. Lo que se cultivó en Hispanoamérica para combatir la teología de la liberación, puede utilizarse ahora en Europa para que las grandes fortunas se olviden de la justicia social. Hacer despacho y telenovela con las últimas voluntades de un hijo se parece mucho al impudor del neoliberalismo que transforma el dolor en un cuento de hadas madrinas.

La base ideológica fundamental es la sustitución de la vida de carne y hueso por una fábula rosa en la que los deseos pueden convertirse en derechos. No deseos colectivos, sino individuales. Si yo deseo tener un hijo o un nieto, pero no puedo, me considero con el derecho de comprar un cuerpo, un vientre, una vida, aprovechándome de la necesidad ajena. La conversión de un ser humano en una mercancía de usar y tirar es el resultado lógico de entender la libertad como la ley del más fuerte. Frente al viejo sueño ilustrado en el que la libertad, la igualdad y la fraternidad configuraban el marco de una convivencia justa, se trata de justificar que puedo comprarlo todo sin ningún tipo de mala conciencia.

Es la banalidad del mal, si le pedimos prestado el concepto a otra Ana, es decir, a Hanna Arendt. Una banalidad simpática en este caso, no comparable al exterminio del pueblo judío, sino a la borradura de la conciencia humana a la hora de comprar el dolor ajeno. Una banalidad entretenida. Cuando uno lee filosofía o literatura, se ve invitado a reconocer lo que hay dentro de cada vida, detrás de un recuerdo, en medio de una incertidumbre o en el interior de una noche. La vida nos reclama con un sentido inevitable de pertenencia. La portada de una revista como Hola invita a pasar el rato en la peluquería, a entretenerse desde fuera con la fábula de un mundo que no es de nadie y en el que los deseos son derechos. La ley del más fuerte borra el sudor y las lágrimas con un vestido de noche y una sonrisa. La sustitución paulatina de la cultura por el entretenimiento es otra de las dinámicas que permiten que, en nombre de la maternidad y la familia, una mujer compre el vientre de otra mujer.

Las posibilidades de negocio definen la vida. Creo que en este orden de cosas, y asumido que Ana Obregón sería una buena Presidenta de la Comunidad de Madrid, podemos proponer que el hoy casi abandonado Hospital Enfermera Isabel Zendal, buque insignia de la medicina sin quirófanos, se convierta en una gran vaquería de vientres de alquiler. Se puede reunir allí a la población femenina migrante para explicarle que tienen ocasión de prestar un buen servicio a la sociedad. Alimentadas con rigor, cuidadas por servicios médicos de primera calidad, pueden alquilarse para traer hijos al mundo según la ley de la oferta y la demanda.

Se trata de una reclamación sanitaria con posibilidades de éxito. Son ya muy cansinos los profesionales madrileños que piden condiciones dignas para la sanidad pública, algo llamado a desaparecer. Más futuro tiene la propuesta de una gran vaquería de vientres alquilados.

sábado, 8 de abril de 2023

Eduardo Infante, filósofo: «Un influencer es un modelo de éxito sin esfuerzo y de felicidad reducida al mero consumo». Un artículo de Olivia Alonso publicado en La Voz de Asturias el 7 de abril de 2023

Profesor de instituto en Gijón, reivindica en su último libro, «Aquiles en Tiktok», el retorno a una escuela que prepare para ejercer la ciudadanía. «Antes la relevancia era por lo que se hacía en la vida pública y ahora por hacer pública la vida privada», señala.

Los «tiktokers» e «influencers» -«campañas publicitarias de carne y hueso»- se han convertido en modelos de los jóvenes ante la falta de referentes, según lamenta el filósofo y profesor en un instituto de Gijón Eduardo Infante, que reivindica el retorno a una escuela que prepare para ejercer la ciudadanía y deje de ser una agencia de colocación futura. Son algunos de los mensajes que Infante (Huelva, 1977) transmite en su último libro Aquiles en Tiktok (Ariel), en el que acude a los grandes filósofos del mundo clásico para reivindicar una vida basada en la virtud.

«No se trata de demonizar a las redes sociales, sino de analizar el modelo de virtud y excelencia que representan», comenta Infante en una entrevista con EFE en la que asegura que «son el ejemplo del estado de mediocridad en el que está nuestro concepto de lo bueno y de lo mejor».

«Un influencer es una campaña publicitaria de carne y hueso, y un modelo de éxito sin esfuerzo, de virtud desvirtuada y de felicidad reducida al mero consumo», asegura el filósofo y también divulgador en redes donde tiene más de 34.000 seguidores en su cuenta de Twitter. Además, expresa su preocupación por el hecho de los jóvenes empiecen a normalizar ciertos modelos, como «un youtuber defraudador, un futbolista violador o un tiktoker que gana mucho dinero haciendo el imbécil». Ante esta situación, cree imprescindible enseñar a los jóvenes «a mirar y admirar de nuevo» que existe «un mundo mas bello, humano y honesto, y una cultura que les va a desarrollar todas sus capacidades, intelectuales, físicas, morales y espirituales»

El suicidio, uno de los temas que más preocupan en el aula

Infante recuerda que estaba explicando La Metafísica de Aristóteles en 2º de Bachillerato cuando se fijó en una alumna que no atendía y solo miraba por la ventana. Se acercó a ella y le preguntó qué había tan interesante al otro lado de la ventana. «La vida, me contestó. Y me di cuenta de que había convertido mi aula en una caverna. Desde ese día invito a los alumnos a cerrar los libros, les pregunto qué problemas les preocupan, y sacan las cuestiones eternas que nos han ido persiguiendo toda la vida», subraya.

Asegura que en el aula practican la filosofía porque dialogan y estudian lo que los grandes pensadores de la historia se atrevieron a pensar. Según el filósofo, la falta de sentido y de relevancia, además de la soledad, son algunas de las causas que puedan llevar a los jóvenes al suicidio; un tema que les preocupa mucho y sobre el que Infante dialoga con frecuencia con los alumnos.

«Vivimos juntos en una gran muchedumbre solitaria y esto genera malestar psíquico», destaca el profesor, que alerta también de que las redes sociales funcionan como una «especie de pomadita: cuando nos sentimos solos buscamos unas comunidades virtuales que nos hagan creer parte de algo y que somos relevantes».

Además, critica que los jóvenes busquen en las redes esa relevancia «ficticia y horrible», que antes se conseguía por el bien que aportabas a los otros y a la comunidad. «Pero ahora se ha dado la vuelta a la tortilla, antes la relevancia era por lo que se hacía en la vida pública y ahora justo lo contrario, por hacer pública la vida privada. Tenemos ese miedo tremendo a ser irrelevante para los demás», señala.

Sin dudarlo, Infante asegura que «el gobierno nos engaña cuando nos dice que los contenidos de filosofía han quedado como estaban (en la Ley Celaá) y no es cierto».

«En el Bachillerato, enseñanza no obligatoria, sí queda como estaba, pero en la ESO (obligatoria) se elimina la ética y se incorpora una nueva asignatura que no tiene contenido filosófico y que es un catecismo laico». Se refiere Infante a la asignatura de Valores Cívicos y Éticos, incorporada por la Lomloe, que califica como «dogmática porque dice lo que hay que pensar», a diferencia de la ética que «enseña a pensar y a dialogar».

Según el docente, con el cambio legislativo quienes estudien una FP o abandonen los estudios tras la ESO abandonarán la escuela sin una formación en Filosofía: «un griego se haría el harakiri si nos viera, porque la formación filosófica es la formación ciudadana. Te enseña a comprender las razones del otro y a refutarlas con argumentos y no con sentimientos, como hacemos hoy en día».

«Nos quejamos de la falta de virtudes en el Congreso, de que no saben negociar ni hablar, de que no tienen altura de miras, de la crispación, de la polarización, etc, pero es que la sociedad está igual», se lamenta Infante.

Critica también que las leyes educativas estén diseñadas por la OCDE -un organismo económico-, así como que todas las supuestas innovaciones que se incorporan en las aulas coincidan con los planes estratégicos de las empresas de innovación tecnológica. «¿A quién está sirviendo esta educación?», se pregunta el filósofo, mientras insiste en resaltar los valores de lo eterno, «de lo que perdura más allá de su tiempo», de lo que da «sentido y felicidad», como sucede con la filosofía».

jueves, 6 de abril de 2023

"CARTA A UN JOVEN POSMODERNO". Un artículo de Diego S. Garrocho Salcedo, profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

El autor denuncia cómo la sociedad actual ha desactivado las armas intelectuales de la crítica.

Querido amigo:

Estás mal. Como todos. Como toda tu generación, a la que algunos decidimos condenar a un consumismo también inmaterial. Dicen que la Filosofía no sirve para nada, pero tú y yo sabemos que son libros de Filosofía los que han legitimado parte de lo que te pasa. Hay todavía quien se atreve a sublimar tu tristeza, pero para ti ha dejado de ser un juego.

Te prometieron que podrías vivir una vida en el absurdo, sin sentido y sin arraigo, pero tú ya estás cansado de sufrir. Creciste educado en un mundo en el que te dijeron que la verdad no existía. Pero, qué demonios, tu dolor actual es absolutamente cierto. Demasiado cierto.
Todo empezó en el instituto. Como buen adolescente, creciste leyendo a Nietzsche y te fascinó el nervio indómito de su escritura. Aquella Filosofía decía lo contrario de lo que advertían tus padres. Que todo fueran interpretaciones y que no existieran los hechos era, en aquellos días, una buena noticia.
En cualquier caso, aquella lectura simplista era casi un imperativo biológico. Porque lo que de verdad te abrió los ojos, así te gusta contarlo, fue Foucault, en el primer año de carrera.

Aún recuerdas a aquella profesora carismática que os enseñó unos libros en los que se comparaba el poder disciplinario de un hospital, de una escuela y de una cárcel. Entonces lo viste clarísimo. Esa opresión silente e invisible de las instituciones era la culpable de tu malestar y de la censura que te impedía expresar tu autenticidad.

Tu narcisismo y tú sabíais que no eras como los demás y empezaste a tirar del hilo. Creíste leer en aquellas páginas que la locura era una simple convención social y que cualquier ordenación de la realidad no era más que un trampantojo de normas ilegítimas.

Había en aquellos textos palabras que te fascinaban: microfísica, biopoder, procesos de subjetivación... Con aquellos nuevos conceptos creíste que por fin podrías interpretar tu realidad, igualmente compleja y sutil, casi tan sublime como tú. Mientras pudieras repetir aquellas fórmulas (fatigar a fondo esa bibliografía era demasiado duro) pensaste que estarías a salvo.

En aquel tiempo, estabas tan atrapado que decidiste pasar a mayores. Droga dura, te decían metafóricamente los compas de cursos superiores. Fue entonces cuando decidiste leer a Deleuze y Derrida.

Tú no entendías nada, pero te aplicabas con un rigor masorético a entreverar algún sentido en aquellas palabras incomprensibles. Como el necio que ante un lienzo en blanco formula la hipótesis de lo que ahí podría haberse pintado, tú quisiste imaginar interpretaciones ocultas, sentidos velados o rumbos transitables en una escritura que, en el fondo de tu ánimo, te parecía un sinsentido.

Pero era eso, el sentido de las cosas, lo que había que combatir y revocar, por lo que no te importaba demasiado aquella sensación de extravío. Jamás entendiste nada, pero un profesor elegante y cómplice te propuso habitar en el desafío de la incomprensión y tú cometiste el error de creerle. Nunca podrás pasarle la factura.

Aquellas derivas teóricas, aunque fascinantes, seguían sin satisfacerte del todo, por lo que decidiste dar un paso más y vincular aquellas doctrinas con tu vida cotidiana. Hacer cuerpo de tus ideas, decías.

Por aquel entonces arrastrabas ya algunos fracasos amorosos y nunca fuiste demasiado seguro en la cama (como todo el mundo, vaya). Fue en ese momento cuando leíste, por recomendación de una amiga, a Judith Butler y a Paul B. Preciado.

De la primera no entendiste demasiado, pero intuías una sofisticación que volvía a resonar en ti con ecos de vanguardia liberadora. La prosa de Preciado, en su radicalidad explícita, te parecía más inteligible, más aplicable, y te tentaba la idea de convertir tu cuerpo en un laboratorio.

La causa que protegían era tan indudablemente legítima que fue entonces cuando decidiste, en lo que creías que era un ejercicio de liberación personal, experimentar con tu propio deseo, obligándote a sospechar de lo que siempre estuvo claro para ti.

Ante la duda decidiste seguir acelerando. Encomendar el gobierno de tus pasiones a autores que ni siquiera conocías, y que hoy ruedan anuncios para Gucci, te pareció, por absurdo que pueda demostrarse ahora, una buena idea.

El tiempo ha pasado y has dejado de leer. Para poder pagar el pequeño piso donde vives, de escasos 30m2, contrapeas dos trabajos mal pagados y apenas tienes tiempo para hacer otra cosa que no sea ver tu ordenador tirado en la cama.

Ahora es a través de YouTube y de artículos cortos como te aprovisionas de nuevos argumentos con los que intentar vertebrar una vida que cada vez te resulta más inhabitable.

Y comienzas a estar cansado porque ya no entiendes nada. Lo hiciste todo bien de niño, cuando te obligaron a estudiar y a ser ordenado. Y, sobre todo, lo hiciste todo bien de joven, cuando épicamente te invitaron a desafiar el relato normalizador que te habían impuesto.

Pasas tus días devorado por una incertidumbre y una ausencia de sentido sobre la que cabe poca hermenéutica. Para Baudrillard, la Guerra del Golfo pudo ser un simulacro pero, sin embargo, tu dolor es real, tan real como la caja de diazepam que llevas en la mochila.

Ya no te vale lo del hecho y la interpretación: la leas como la leas, tu vida es una mierda. Y es una mierda porque las cuentas no salen. Has pasado los últimos años creyendo que deconstruías cánones, convenciones, normas y sentidos, pero en el fondo ya no puedes engañar a nadie. Lo único que has destruido es tu propia vida.

Y hay otra mala noticia: quienes te invitaron a hacerlo sí que están a salvo.

Despreciaste la idea de normalidad, pero una vida normal, en el fondo, es a lo único a lo que ahora aspirarías. Empiezas a sospechar que esa normalidad podría haber existido, y que así debe exigirse.

Pero es quizá demasiado tarde. Una vida normal es aquella en la que con esfuerzos normales podría adquirirse una independencia económica también normal para tener, si te diera la gana, hijos a los 25, o a los 27. Lo normal, vaya.

Pero, ay, amigo, te han arrebatado el concepto e incluso te invitaron a hacer una apología de lo anormal, de lo monstruoso y de lo desviado, como si esa opción retadora pudiera hacerte más feliz.
No sólo te hemos arrojado a una vida desventurada, sino que, además, te hemos sustraído cualquier lucidez crítica que te permita enfrentar la miseria a la que te hemos condenado. No lo olvides nunca, el capital te ha hecho despreciar todo aquello que te ha arrebatado: una familia, un sentido para tu existencia y un catálogo de valores estables en torno a los cuales ordenar tus decisiones, que es tanto como ordenar tu vida.

Agotarás el catálogo de Netflix una y otra vez, comprarás infusores con forma de ballena en AliExpress para tomar el té orgánico que adquieres en la tienda de comercio justo y adoptarás un gato con glaucoma para que te haga compañía, hasta que un día se caiga por el patio interior de la casita en la que habitas (volverás de madrugada borracho, a tus años, y habrás olvidado cerrar la ventana).

Podrás, eso sí, anunciar tu tristeza en Instagram, pero seguirás, a pesar de los bellos filtros, irremediablemente solo.
Y mirarás a la biblioteca y no encontrarás un solo libro que te sirva de consuelo. No habrá ni una sola palabra que te asista para reconstruir una vida que hoy se exhibe demolida y llena de escombros.

No busques más: no hay nada que deconstruir, tu vida es ya una perfecta ruina.

Pero para que no desesperes, hemos convertido tu rabia en una moda monetizable, en un hashtag, en una absurda caricatura. Creciste afanado en la posibilidad de negociar significados, pero tu desesperación no admite ya otra interpretación posible que la más obvia y literal.

Te han roto, amigo, y lo han hecho por el eje. Como dijera Kipling, nuestros padres nos mintieron. Lo peor de todo es que nosotros hemos decidido engañarte también a ti.

Y no te resistas: las únicas armas conceptuales con las que podrías rebelarte han sido desactivadas.

"EL HISTORIADOR EN TIEMPOS DE REDES". Un artículo de publicado en elDiario.es el de marzo de 2023

Kellyanne Conway, consejera de Trump, en
una imagen de archivo, quien popularizó
la expresión "hechos alternativos".
EFE/Chip Somodevilla

Los “hechos alternativos” han llegado para quedarse, envueltos además en ropaje “seudocientífico”. Nunca ha sido más necesaria, en mi opinión, la buena historia que en los momentos actuales

Hubo una época, no tan lejana en el tiempo, en la que no existían dudas acerca de lo que era el pasado. Se reflejaba más o menos nítidamente en documentos, periódicos, memorias, monumentos etc. Era deber del historiador interpretar dicho pasado ateniéndose a evidencias. Algo que venía haciéndose desde la más remota antigüedad. ¿Cómo, si no, hubiese escrito Edward Gibbon su historia sobre la decadencia y caída del Imperio romano?

Sin embargo, si hay una cosa que no es estática es el pasado. La gran historiadora canadiense Margaret MacMillan lo explicaba con un viejo chiste de los tiempos soviéticos: “No hay cosa que cambie tanto como el pasado”. Hacía referencia a la costumbre de que, cuando ciertos protagonistas de este caían en desgracia, sus nombres desaparecían de fotos, de artículos e incluso de sesudos ensayos en la Enciclopedia Soviética. Luego, algunos volvieron a reaparecer como si no hubiera pasado nada.

Reconozco que, en tales condiciones, la tarea del historiador se hacía un poco más complicada de lo que es en realidad. 

Ahora las circunstancias son diferentes. Mucho de lo que se escribe sobre el pasado fluye de alguna manera hacia un repositorio, una biblioteca. Incluso se digitaliza y perenniza. Por lo menos mientras existan los instrumentos técnicos que permitan leer tales versiones. Sin embargo, la profesión de historiador, academizada a lo largo de los decenios positivistas y racionalistas del XIX cuando la historia aspiró a tener consistencia científica, se ha devaluado. Hoy, cualquier hijo de vecino con acceso a un ordenador se cree en el derecho de opinar y de difundir sus conocimientos, sea cual sea su procedencia, en el amplio mundo digital. Las redes han democratizado hasta límites insospechados la capacidad de intervenir en un debate con opiniones que otrora no hubieran salido del entorno de una tertulia de café.

Es vano quejarse de ello. Los avances tecnológicos son irreversibles e imparables. Continuarán y se acentuarán. Solo el cielo es el límite. Además, la acumulación y democratización del conocimiento no es de por sí algo negativo. Antes al contrario. Es -y en mi modesta opinión debe ser- una pieza fundamental de cualquier concepción acerca de los avances deseables en un sistema democrático. La educación para todos fue siempre una aspiración de los pensadores más razonables del pasado (aunque hubo excepciones). Es una conquista de la civilización a defender por todos los medios.

Con todo, parece evidente que esa difusión del conocimiento, pero también de lo que servidor se permitiría denominar “anticonocimiento”, no está exenta de riesgos o, por lo menos, de trampantojos. No todas las opiniones valen. A algunas se llega mediante procesos exigentes de investigación, reflexión y contrastación inter pares. Otras se lanzan alegremente a la red basándose en suposiciones, cuentos chinos (con perdón) o meras ganas de provocar. Las redes son también un instrumento de manipulación.

Este es el caso de uno de los países más tecnológicamente avanzados del mundo, Estados Unidos. Como es obvio, ha sufrido durante años. Tal vez sufra algunos más en el próximo futuro. Hemos visto las consecuencias de la manipulación de las redes desde la mismísima Casa Blanca. También desde un partido político otrora responsable. En todo caso, potenciados por una caterva de opinadores sin freno sobre todo lo divino y humano. Un expresidente consiguió la proeza de diseñar, mantener y propagar una realidad paralela, basada en no hechos, rebautizados como “hechos alternativos”. ¡Un hallazgo!

Servidor no tiene ni la varita mágica ni la bola de cristal necesarias para enseñar cómo abordar tales “hechos alternativos”. Sesudos tecnólogos, politólogos, sociólogos, periodistas, teóricos del conocimiento, etc. están en la tarea.

Mi experiencia es mucho más prosaica. El pasado ha quedado reflejado de diversas maneras en huellas materiales (documentos, monumentos, campos de batalla, fosas, residuos de campos de concentración y de exterminio). Si estas huellas pueden afrontar las inclemencias del tiempo y los efectos del cambio climático no todo está perdido.

A la “ciencia” de los hechos alternativos hay que oponer las ciencias de la realidad, tanto de cara al presente como de cara al pasado. Ciertamente, hoy no estamos como en los tiempos de Gibbon. Él se basó en historiadores romanos, estableció un método y una forma de crítica. Se trata de un clásico porque, aunque sus contenidos han quedado ampliamente superados, su enfoque respondía a un tipo de racionalidad que no se ha agotado.

Hoy incluso se habla de historia en casos en los que en el pasado no se hubiera utilizado. Historia de la tierra. Historia del tiempo. Historia del clima. Son, en mi modesta opinión, extrapolaciones sin base real.

La historia no es simplemente evolución. Exige la agencia humana. Hombres y mujeres que actúan, viven y mueren en condiciones dadas. No las crean conscientemente. Les vienen transmitidas desde el pasado y/o son productos de los esfuerzos de generaciones anteriores por modificarlo.

Para el investigador es una disciplina: una forma de pensar. No aleatoria. Se basa en una metodología, en un savoir faire. Las afirmaciones que hace el historiador genuino (no los cantamañanas) no son gratuitas. Deben tener una referencia íntima y directa a realidades pasadas, aprehendidas con toda la panoplia de instrumentos técnicos disponibles en una época y en un tiempo determinados.

Son de muy diversos tipos y sometidos a constante proceso de cambio. Los testimonios personales, si no están fijados en algún soporte material, se evaporan. Si están fijados, se convierten en “evidencia”. Compete al historiador enjuiciar su mayor o menor adecuación como materiales explicativos de alguna parcela de la realidad pasada.

Una forma de entrar en materia estriba, para mí, en leer y releer Montaillou. La historia y tragedia de una diminuta aldehuela occitana interpretada por el gran historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie. Con base en documentación de la Inquisición (Santa Inquisición habría, para algunos, que decir) reconstruyó una gran parte de la vida, amores, rencillas, pugnas y peleas de los habitantes del pueblecito. De no haberse conservado, no hubiera sido posible sacar aquel diminuto panel del pasado occitano a la luz de nuestra contemporaneidad.

O, en el otro extremo, leer y releer El queso y los gusanos, de Carlo Ginzburg. Microhistoria en estado puro, como eran las creencias de un molinero italiano, víctima también de la “Santa” Inquisición, sobre el origen del mundo, la relación del hombre con la divinidad en una especie de teogonía en trazo grueso.

¿Y para qué? No solo para explicar la sed de conocimiento inherente en el ser humano. También para indagar en nuestros orígenes. Ya remotos, ya más próximos. Porque los “hechos alternativos” han llegado para quedarse, envueltos además en ropaje “seudocientífico”. Nunca ha sido más necesaria, en mi opinión, la buena historia que en los momentos actuales.

lunes, 3 de abril de 2023

"LOS HUNOS (Y LOS HOTROS)". Un artículo de Pablo Blázquez publicado en Ethic el 13 de marzo de 2023

Aunque la polarización es un fenómeno global, inseparable de las pulsiones populistas, podría decirse que España tiene una tradición cainita con el certificado ultra-plus de Aenor. Ya lo advertía Julián Marías: la clave es «organizar el pluralismo».

La máxima latina divide et impera («divide y domina» o «divide y vencerás» en su versión más popular) es un clasicazo, todo un hit de esas estrategias de poder que van de Julio César a Maquiavelo y de Napoleón a Carl Schmitt. Este último subrayó una característica para él esencial y específica de la política, la distinción entre amigo y enemigo, que el liberalismo atenúa y sustituye por un espacio en principio reacio a la guerra, un espacio para la discusión, la deliberación y la competición de ideas. Una de las preocupaciones más latentes en las democracias liberales es cómo, crisis tras crisis, aumenta el voltaje de la polarización y se erosionan la convivencia y los principios de un sistema cuyo ilustre lema, iconografiado gracias al famoso cuadro de Delacroix, es «libertad, igualdad y fraternidad». Aunque la polarización es un fenómeno global, inseparable de las pulsiones populistas, podría decirse que España tiene una tradición cainita con el certificado ultra-plus de Aenor.

Julián Marías advertía en sus Meditaciones sobre la sociedad española escritas en pleno exilio interior que la clave, tras la muerte del dictador, sería «organizar el pluralismo». Posiblemente, y a pesar del éxito con que la democracia se consolidó en nuestro país –Sergio del Molino en su estupendo último libro reivindica con esa audacia tan suya que «quizá empecemos a apreciar ser hijos de la transición más que nietos de la guerra civil»–, la búsqueda de ese ideal de pluralidad sigue siendo el talón de Aquiles de España y de cualquier democracia moderna.

Ninguna conquista es para siempre, ni siquiera ya para quien se hace funcionario en el país del vuelva usted mañana. En cualquier caso, como advierte David Jiménez Torres en esta misma revista, conviene no confundir la polarización con la crítica y la oposición, sin las cuales, ya sabemos, los dispositivos de control democrático quedarían simplemente desactivados. No nos vaya a pasar como al tipo de esa genial viñeta de Daniel Gascón que protestaba: «Si todos pensarais como nosotros, no tendríamos este problema de polarización».

Paradójicamente, las redes sociales y plataformas tecnológicas como Twitter provocan también el alejamiento del otro y, si me permitís el tono grave, su deshumanización. Esta tendencia agudiza la atmósfera de crispación, seduciéndonos, atrapándonos, conduciéndonos al hartazgo. Hay, por otro lado, una inercia torcida en el nacimiento y desarrollo de los partidos políticos que Hannah Arendt explica en Los orígenes del totalitarismo. Estos surgen para defender los intereses de una determinada parte (ya sean los obreros metalúrgicos que velan por sus derechos más básicos o los propietarios de tierras que no quieren ser arbitrariamente expoliados). Sin embargo, a esos intereses parciales se les arropa pronto con una filosofía política que aspira a universalizarse y corre, por tanto, un riesgo muy elevado de convertirse en un dogma o sabotaje dirigido a las masas. Parece difícil en verdad que uno encuentre ahí, en unas ideologías que podríamos decir que son parciales y doctrinarias por naturaleza, la horma de su zapato. Y, sin embargo, qué papel tan acusado juegan éstas en la identidad de tantas y tantas personas. Cuánta soledad sienten algunos sin su enemigo.

Cómo entender, si no, el fenómeno de la posverdad y esas fábricas de noticias falsas, que se abastecen de una realidad delirante: la predisposición del individuo a aceptar una mentira siempre y cuando haya sido facturada por los suyos, por su bando, por los hunos y no por los hotros. Ortega dejó escrito que considerarse de derechas o de izquierdas es una muestra de hemiplejía moral. Tendríamos que certificar entonces, un siglo más tarde, que seguimos viviendo en sociedades afectadas por cierta parálisis corporativista. Los partidos que tradicionalmente ensanchaban el centro –aunque fuese para ganar las elecciones– cada vez parecen más contagiados o vulnerables ante el populismo, y cuando surge una propuesta política que combina ideas progresistas y liberales sus afiliados acaban militando en las filas del ostracismo (no sin antes sufrir los delirios dogmáticos de unos dirigentes que habían surgido de la reivindicación del consenso y del sentido común). En esto que Arias Maldonado llamó certeramente la democracia sentimental lo que nos pone como motos son los maximalismos, cuando no las pasiones bajas: «alerta antifascista», «comunismo o libertad». Un reciente estudio de la consultora LLYC incluso advierte que la crispación activa nuestra dopamina y acaba causando adicción. Los laboratorios demoscópicos, desde luego, tienen clara la fórmula: polariza y vencerás. ¿Será verdad al final eso de que solo hay dos Españas porque con tres la gente se hace un lío?

"NECESITAMOS UN ÉXODO DEL SIONISMO". Naomi Klein (elDiario.es 3 MAY 2024)

Judíos y simpatizantes celebran un Séder de Pascua para protestar contra la guerra en Gaza, el pasado 23 de abril, en el distrito de Brookl...