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viernes, 24 de enero de 2025

"EL ORO EN LA BASURA". Antonio Muñoz Molina, El País 18 ENE 2025


Cada año se producen 2.000 millones de toneladas de residuos, con una desproporción escandalosa entre los países privilegiados y los otros

Ni la alta tecnología, ni la inteligencia artificial, ni el petróleo, ni las tierras raras, ni los diamantes y metales preciosos que desde hace milenios han deslumbrado los ojos humanos: la gran riqueza contemporánea es la basura. Cualquier otro bien sostiene su valor en la escasez: el reino de la basura es el de la desmedida abundancia, la proliferación tumoral, los sáharas y los himalayas de basura, los ríos que la arrastran, los lagos en los que se acumula estancada, las corrientes oceánicas que la hacen girar en lentas espirales como galaxias de basura, y que la arrojan a las playas de las islas más recónditas, a las lagunas interiores de esos atolones con palmeras y arrecifes de coral en los que varios siglos de mitologías coloniales situaron el paraíso terrenal.

La basura visible, incluso desde el espacio, es solo una parte del territorio universal de la basura, porque hay residuos líquidos que se filtran en los acuíferos y emergen en bocas de torrentes que parecen diáfanos, y trozos de plástico o tapones o cepillos de dientes que acaban en el estómago de los animales marinos haciéndolos morir poco a poco de hambre, con los vientres hinchados y los picos o las bocas incapaces de engullir alimento verdadero. La isla de Midway, que es la más alejada de cualquier otra tierra en todo el planeta, solía ser el lugar de reposo, de apareo y de cría de los albatros, las aves de mayor envergadura que existen, que pasan casi toda su vida en un vuelo infatigable. Los albatros se alimentan de especies que nadan o flotan muy cerca de la superficie del mar, pequeños calamares sobre todo. Pero hace años se observó una mortandad exagerada entre ellos, y sobre todo entre sus crías, que esperaban en las orillas de Midway a que los padres les trajeran el alimento en sus picos. La causa era que los albatros, en vez de calamares o peces, recogían mecheros desechables y otras baratijas de plástico que flotaban en el mar, y ese era el alimento que llevaban a sus crías.

La ballena que se tragó a Jonás o la que alojó tan confortablemente a Geppetto y Pinocho en su gran estómago fueron criaturas afortunadas. Ahora los estómagos de esas criaturas de inmensa majestad, que se comunican entre sí con cantos misteriosos a distancias de miles de kilómetros, son contenedores ambulantes de basura. Navegando por los océanos se cruzan con los buques de contenedores que las atruenan y las amenazan con sus hélices y que transportan igual toneladas de productos industriales que toneladas de basura. Unos y otros llevan en su carga los mismos materiales básicos, solo que en un caso van dirigidos a los escaparates y a los domicilios de los compradores y en otro, ya de vuelta, viajan hacia los vertederos del mundo. Las corrientes de la producción y de la basura son tan regulares como las del mar o las de la atmósfera: la infinidad de los artículos comerciales que se fabrican en el mundo de la pobreza van en dirección al mundo de la prosperidad, en el cual se transforman rápidamente en basura; y completada esa transformación de lo valioso en lo inútil, de lo deseado en desechable, del oro en desperdicio, empieza el viaje inverso, ahora desde el mundo de la riqueza al de la pobreza, del resplandor de los centros comerciales con suelo brillante, aire acondicionado y música ambiental, al hedor y los humos tóxicos de los vertederos que se levantan como cordilleras en las periferias de esas ciudades gigantes de África y Asia en las que millones de seres humanos llevan existencias de miseria rebuscando en la basura, viviendo y enfermando y muriendo en ella.

Oliver Franklin-Wallis ha viajado durante años a esos lugares en los que acaba acumulándose cada una de esas cosas que nosotros hemos tirado al poco tiempo de comprarlas, las que desaparecen con una especie de servilismo mágico cuando ya no las queremos, los envoltorios inútiles y tan difíciles de quitar, todo lo que insensatamente está pensado y hecho para ser usado unos minutos y durar mil años como desperdicio, el teléfono que ayer era una irresistible novedad y hoy es una antigualla obsoleta, la botella de agua, la lata de refresco, cualquiera de las cosas necesarias o superfluas o ínfimas que llevas en el bolsillo o las que miras en este mismo momento a tu alrededor. Nada desaparece. La bolsa de plástico que has tirado sin reparar en ella asfixiará dentro de 20 años a una tortuga en el Pacífico.

Nada se incorpora a los ciclos inmemoriales de la materia orgánica. Ese rastro que para nosotros se pierde en el momento en que olvidamos y desechamos algo, Franklin-Wallis lo sigue como un detective empeñado en investigar un delito monstruoso que todo el mundo encubre. Franklin-Wallis escribe de los continentes, las montañas, los ríos y mares de la basura mundial con la curiosidad y el entusiasmo de esos exploradores británicos que resultaron ser también narradores magníficos. A diferencia de ellos, en su mirada no prevalece la arrogancia del viajero colonial, sino la lucidez y la tenacidad del reportero, y el remordimiento crítico del privilegiado que ve con sus propios ojos las consecuencias que el sistema económico y la forma de vida de la que él participa tienen sobre la gente más pobre, sobre el agua que beben, el aire que respiran, los alimentos con los que se nutren. En los vertederos de las periferias de Acra o de Nueva Delhi, hombres, mujeres y niños pasan entre las basuras sus vidas enteras, como los indígenas esclavizados en las minas de plata del virreinato del Perú. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 1 de enero de 2024

"CONSUMIR O MORIR". Un artículo de Najat El Hachmi publicado en El País 29 DIC 2023

Hay que comprar y comprar aunque no se tenga dinero porque esa es nuestra principal distracción, válvula de escape de la masa

Con la inflación haciendo estragos y un panorama económico lleno de incertidumbre, los ejes comerciales de las ciudades están abarrotados. Hay que comprar y comprar aunque no se tenga dinero porque esa es nuestra principal distracción, válvula de escape de la masa. Solo se resisten a comprar por comprar los zumbados iluminados por alguna religión oriental. Consumo, luego existo, aunque me falten la casa y el pan, el presente y el futuro.

La estratificación social está hoy en las cadenas de productos y el que no adquiere el suyo es porque no ha visitado portales chinos que ya copian a las firmas low cost que copian a diseñadores de moda. A mí el modo en que se van llenando las casas de trastos y objetos me provoca una angustia existencial, lo opuesto al horror vacui. Por eso un signo de distinción y riqueza es no tener nada en enormes espacios diáfanos. Como mucho habrá algún mueble blanco. A mi madre le daría un patatús ver el sofá níveo de Kim Kardashian. El blanco es el color prohibido para las madres con muchos hijos, se ensucia rápido y hay que estar siempre quitando las manchas. Algo por lo que la Kardashian no parece muy preocupada.

Lo que no sé es si en casa de los ricos los niños tienen tantos cachivaches como en la de los pobres. Si los tienen se notarán menos porque igual son todos Montessori, de madera eco sostenible y toxic free. Los chavales pobres se harán más fuertes chupando el petróleo de sus juguetes 100% plástico, unos juguetes que parecen invadir el poco espacio del que disponen muchos hogares porque a los niños también les educamos antes para ser compradores que ciudadanos.

En su primera infancia, incluso en las familias más afectadas por la falta de recursos, los peques reciben cada año un alud de regalos: amigo invisible, tió, Olentzero, papá Noel y Reyes Magos, cumpleaños y santo. Me lo pido para tal, dicen, como si nadie tuviera que pagar el regalo y sus deseos fueran órdenes para los adultos. Si les sugieres que pongan calcetines o pijamas en la lista, como se hacía antes, te miran ofendidos. Para que el regalo sea regalo tiene que carecer de utilidad. Y si a los padres les supone un esfuerzo sobrehumano costear los presentes, que disimulen o sus hijos tendrán un trauma de por vida que ríete tú de las infancias dickensianas. El trauma de tener conciencia de la realidad y asumir que los recursos son finitos.

martes, 15 de febrero de 2022

"CASAS REPLETAS DE COSAS". Por Irene Vallejo. Milenio. 05.02.2022

Estamos cambiando la orografía del mundo con auténticas cordilleras de desperdicios. ¿Acaso nos encontramos ante las temibles consecuencias de nuestra espiral del despilfarro?

La primera montaña de basura, objetos comunes que no hemos sabido aprovechar, se remonta a la Antigua Roma. (Ilustración: Román)


Esta es una historia de hogares conquistados por acumulación, día a día, sin tregua: espacios invadidos despacio. Un habitante de un país rico puede poseer hoy miles de objetos a lo largo de su vida, desde móviles hasta pañales, ropa de todos los colores y grosores, botecitos de champú birlados en hoteles de varios continentes, regalos arrinconados, deportivas supervivientes de buenos propósitos pretéritos, souvenirs de guardia en estantes abarrotados o ubicuos envases de comida. Cuando nos mudamos, tomamos conciencia de la apabullante cantidad de cosas que amontonamos. Como escribió Baudrillard, los objetos cotidianos proliferan, las necesidades se multiplican, la producción acelera su nacimiento y su muerte. Un tranvía de deseos con fin de trayecto en la basura.

Nuestros ancestros tenían —y tiraban— pocas posesiones. Los pobres vivían hacinados y los poderosos hacían patente su riqueza con otros códigos: tejidos suntuosos, colores caros, perfumes, tiempo libre. Exhibían el precio y la rareza de sus propiedades, no su abundancia. Sin embargo, a los antiguos romanos —la primera sociedad de consumo de la historia— ya se les hizo una montaña el problema de los desechos. Literalmente. El monte Testaccio, con cuarenta y nueve metros de altura, es un cerro artificial situado en la Urbe formado por más de treinta millones de vasijas rotas que, durante siglos, fueron abandonadas allí. La mayoría eran grandes ánforas de aceite de oliva elaborado en la Bética, en Hispania; el contenido se trasvasaba a otros recipientes más pequeños y, como no era rentable lavarlas y reutilizarlas, las rompían en pedazos y las cubrían con cal para evitar malos olores. Aquella colina romana que viajó desde España fue una temprana advertencia de la peligrosa escalada de lo sobrante.

En nuestros tiempos, cuando cada europeo se deshace de un promedio de quinientos kilos al año y cada estadunidense tres veces más, estamos cambiando la orografía del mundo con auténticas cordilleras de desperdicios: aquí unos Urales de basurales, allá un Everest de vertederos. El consumismo ha creado sorprendentes consignas. “Vida desechable” fue el título de un artículo publicado en la revista Time en 1955, donde una familia sonriente atiborraba el cubo de su cocina con platos de papel y cubiertos de plástico que “nos robarían más de 40 horas para limpiarlos”. Por aquel entonces las grandes potencias empezaron a enviar sus desechos a países suficientemente pobres como para aceptar un desembarco de despojos. En Los Soprano la mafia se reciclaba en el tráfico ilegal de residuos, la droga que producimos pero no queremos ver. Y, en las sucesivas crisis, nos colonizó la metáfora: trabajo basura, bonos basura, comida basura, televisión basura.

Hace dos décadas, Agnès Varda partió en busca de los disidentes de la vida desechable, y los retrató en su documental Los espigadores y la espigadora. Siguió las huellas de la antiquísima tradición del espigueo, el derecho de niños y mujeres humildes a recoger las espigas de trigo caídas al suelo tras la cosecha. Con su cámara de vídeo, acompañó a quienes recolectan patatas abandonadas en los campos porque son demasiado pequeñas para comercializarlas, o quienes rebuscan entre las sobras caducadas de los supermercados de las ciudades. Gentes que escarban por pobreza, pero también por resistencia a derrochar o por amor al arte. La propia cineasta se revela como una espigadora poética que colecciona retazos de experiencias humanas. Una y otra vez nos muestra tomas de sus manos arrugadas, amarillentas y nudosas como tubérculos rechazados. Quizá crear siempre consistió en hurgar entre los desperdicios, es decir, habitar y recuperar lo antiguo: una historia de segundas vidas.

En este mundo que dilapida en nombre del tanto tienes —y tiras— tanto vales, nada sale más caro que lo barato desechable. De la Montaña Basura de Fraggle Rock a las montañas de basura de la distópica Wall-E, los cuentos contemporáneos han profetizado las temibles consecuencias de nuestra espiral del despilfarro. Aún es posible frenar la alocada carrera desde el escaparate al vertedero: un sinsentido consentido.

domingo, 7 de noviembre de 2021

ES EL CONSUMISMO, ESTÚPIDOS. Un artículo de Iñaki Iriarte Goñi publicado en elDiario.es el 6.11.2021

 

Escaparate de una tienda de la marca de moda H&M, en el que se indica que hay
rebajas de hasta el 50%. Archivo. 
Eduardo Parra / Europa Press

Una de las principales claves explicativas de la actual crisis climática que padecemos es que hemos convertido en normal un modelo económico en el que los países ricos consumimos muy por encima de nuestras necesidades, utilizando para ello unos sistemas de producción que generan emisiones y residuos muy por encima de las posibilidades de la naturaleza para asimilarlos


Desde que Bill Clinton lo utilizara en su campaña contra George Bush padre en las elecciones presidenciales de 1992, el slogan "es la economía estúpido" y sus variantes, han hecho fortuna como expresión para resaltar lo que, pese a ser evidente, no es percibido como tal por algunos de los afectados. Por eso, viendo las declaraciones y las decisiones que los líderes mundiales están barajando en el marco de la COP26, dan ganas de gritarles: "es el consumismo, estúpidos". Y no con ánimo de insultar, sino simplemente de advertir algo que resulta obvio, pero que ni ellos ni, en general, la mayor parte de la ciudadanía reconocemos. Tenemos un elefante llamado consumo desmesurado dentro de la habitación, pero no queremos verlo.

Una de las principales claves explicativas de la actual crisis climática que padecemos es que hemos convertido en normal un modelo económico en el que los países ricos consumimos muy por encima de nuestras necesidades, utilizando para ello unos sistemas de producción que generan emisiones y residuos muy por encima de las posibilidades de la naturaleza para asimilarlos. Consumir es necesario para sobrevivir y para alcanzar un grado suficiente de bienestar, pero caer en un consumismo irracional que convierte al propio consumo en objetivo vital prioritario, no solo no mejora nuestro bienestar, sino que nos perjudica al tiempo que deteriora el planeta y a las sociedades que lo habitan.

Aunque se empieza a hablar de una economía circular que debe potenciar entre otras cosas la reutilización y el reciclaje, de momento seguimos instalados en una economía lineal en la que producimos, consumimos y desechamos en grandes cantidades a un ritmo cada vez más rápido. Instalados en una cultura de la abundancia, a poco que podamos sustituimos los objetos antes de que acabe su vida útil, en un ejercicio inconsciente de despilfarro. Lo hacemos con la comida y con la ropa, con los móviles, los ordenadores y los televisores. Las empresas nos incitan a ello ofreciéndonos constantemente productos con pequeñas mejoras tecnológicas que a veces son más aparentes que reales, pero caemos en la trampa. Y no es raro que quienes pueden abusen también del consumo energético usando de forma excesiva la calefacción o el aire acondicionado incluso a costa de alcanzar temperaturas muy poco naturales. Lo peor es que no parece que estos comportamientos nos hagan más felices, porque también el consumo de ansiolíticos y antidepresivos está disparado.

Incluso la información que manejamos se ve afectada en parte por vicios consumistas. En este momento producimos y consumimos ingentes cantidades de mensajes y datos relacionados con la cumbre climática de Glasgow y con la necesidad de reducir emisiones para que la temperatura del planeta se mantenga dentro de unos límites razonables. Pero en unos pocos días habremos desechado la mayor parte de esa información y entraremos en la vorágine del marketing relacionado con el Black Friday, una de las bacanales consumistas a las que nos vemos empujados anualmente. ¿Alguien cree de verdad que este tipo de eventos son compatibles con una planificación seria de la reducción de emisiones?

Tiene mucha razón el secretario general de la ONU Antonio Guterres cuando dice que nuestra adicción a los combustibles fósiles nos está llevando al abismo, pero sería importante dar un paso más y reconocer que el modelo imperante de consumo es una de las principales causas que retroalimenta esa adicción. Esta muy bien que los líderes mundiales acuerden, como han hecho, acabar con la deforestación y reducir las emisiones de metano. Pero sabemos que ambos fenómenos están indisolublemente asociados a escala global al mantenimiento de una ganadería intensiva que seguirá estando ahí mientras no reduzcamos el voraz consumo actual de carne, totalmente ajeno a nuestras necesidades fisiológicas. Es obvio que los intereses para ocultarnos ese tipo de links son muchos y poderosos, pero si no los desvelamos no atacaremos la raíz del problema, y las declaraciones bienintencionadas quedarán seguramente solo en eso.

Y si hablamos de consumo tenemos que considerar, por supuesto, la desigualdad. Según datos del Banco Mundial, en 2020 cada habitante de los Estados Unidos de América consumió de media en una sola semana lo que un habitante de la India consume en 11 meses, o lo que un habitante de Mozambique consume en dos años. Esos datos se corresponden, por supuesto, con grandes diferencias en la huella de carbono asociada a cada nivel de consumo. La desigualdad se traslada también al interior de cada país con consumos muy distintos según los diferentes niveles de riqueza. Está comprobado además que conforme se incrementa el nivel de ingresos, crece también la propensión a consumir productos con mayor contenido y necesidades energéticas. Dicho de otra forma, la responsabilidad de ricos y pobres a la hora de generar emisiones ligadas al consumo es muy distinta, y distintos deberían ser los esfuerzos exigidos a unos y otros a la hora de reducir sus respectivas huellas.

Si queremos aminorar el incremento de las temperaturas debido a las emisiones de gases de efecto invernadero, debemos actuar en muchos frentes. Los acuerdos de la COP26 pueden ayudar en algo, pero será necesario mucho más. Pensar que las energías limpias y el cambio tecnológico unido a las ayudas de los donantes nos van a sacar del atolladero dejando intacto todo lo demás, es una quimera. La transición ecológica requiere cambios profundos en las formas de producir, pero también de consumir y de distribuir la riqueza. Renunciar en lo individual al consumismo irracional y actuar en lo colectivo para promocionar un consumo menor, más consciente y responsable y mejor repartido, puede ayudar y mucho. La buena noticia es, además, que si lo hiciéramos bien, no solo estaríamos ayudando a frenar el cambio climático, sino que estaríamos mejorando también nuestra calidad real de vida.

"EL DESEMBARCO DE ALUCEMAS". Najat El Hachmi, El País 12 SEPT 2025

Al pretender conmemorar la guerra del Rif, Vox borra tanto a los que murieron en aquel conflicto como a quienes en España estaban en contra ...