domingo, 30 de abril de 2023

"LA CULTURA DE LA MEMORIA". Un artículo de Joseba Eceolaza publicado en Noticias de Navarra el 26 de abril de 2023

En España la Ley de Amnistía consolidó la idea de que el olvido, aunque sea parcial, es necesario para superar la violencia. Se abanderó la desmemoria y se impuso la idea del pasar página cuanto antes como base para la armonía social. El olvido tuvo prestigio y se elevó a actitud generalizada.

Uno de los peores efectos que dejó aquel modelo de transición es que se instaló la idea, a la fuerza, en la opinión pública de que el olvido es un costo asumible, si a cambio los avances son sustanciales. El precio de la Transición fueron las víctimas de la violencia política, la de ETA, la de grupos ultras y la del franquismo, que nunca fueron tenidas en cuenta ni protagonizaron el debate político. Tomás Dorronsoro, que luchó por la memoria socialista de su padre, su hermano y su tío, asesinados en 1936 hasta perder el aliento y la esperanza, decía que “eso no se olvida, eso está dentro para siempre”.

Ese dolor incrustado y no abordado oficialmente es uno de los motivos que explican que la Transición española sea una obra inacabada. Tal vez una de las reflexiones que se nos ha quedado grabada de este tiempo es que el progreso sin cerrar o ajustar las cuentas de las víctimas y la sociedad tarde o temprano se desgarra por la grieta de la memoria. Porque el olvido no es duradero. Siempre habrá alguien que pregunte qué pasó y qué hicimos.

Se suele decir que la verdad es un derecho, pero en realidad la verdad es una cualidad de la convivencia. La verdad, como actitud institucional, ha estado ausente en nuestro sistema político. Tanto es así que 42 años después de la muerte de Franco, España ha tenido que aprobar una ley, la de Memoria Democrática, que corrigiera los olvidos de la Transición.

Así la elaboración de una verdad pública, compartida socialmente e interiozada por las nuevas generaciones estaba en manos de asociaciones y víctimas. La memoria democrática, como base para la construcción de nuestro sistema político, pero también como transmisor de valores, queda así relegada a una memoria íntima o particular. Así ha sido hasta ahora. Y cuando esto pasa la memoria colectiva del pasado, de los luchadores por la democracia, se abandona a merced del relativismo.

Esto explica, entre otras razones, que dos de los grandes mitos franquistas hayan llegado hasta nuestros días. El primero, el mito de los dos bandos igualmente responsables e igualmente mortíferos parece instalado en buena parte de la opinión pública. El segundo, el abuso de la figura del fusilado por envidia, que también ha tenido poca contestación desde las instituciones públicas. Como si el golpe de Estado, la Guerra Civil o los cuarenta años de dictadura hubieran sido producto de las rencillas entre hermanos o las envidias o las disputas por los terrenos y las lindes.

La reconstrucción de los hechos, ya sea jurídica o histórica, hace que las víctimas obtengan respuestas o se planteen preguntas que las persiguen durante toda la vida. De hecho, la verdad del testimonio consiste en dejar hablar y escuchar a la víctima, implica adentrarse en pasajes de la historia que solo ella puede contar. Dar testimonio y tenerlo en cuenta, darle importancia pública, puede llegar a suplir a la justicia como instrumento de reparación cuando ha pasado mucho tiempo desde el delito y ha prescrito o cuando los crímenes se quedan sin esclarecer. Por eso, reconocer y reparar oficialmente a las víctimas también implica dar veracidad a los testimonios.

El olvido institucionalizado ha consolidado en España una cultura de la impunidad y de la ausencia de verdad que en parte seguimos arrastrando, por ejemplo para el caso de los crímenes no esclarecidos de ETA. Por eso la verdad del testimonio necesita asentarse en una cultura de la memoria que nos ayude a cerrar las heridas de la mejor manera, sin atajos, sin correr, sin dejar tareas pendientes. “Me dirijo a todos ellos para decirles que es la hora de la verdad, que digan dónde están los cadáveres de Humberto, Fernando y Jorge. Que sepan que nunca dejaremos de exigirles que reconozcan la verdad”, les dijo Coral Rodríguez a los dirigentes de Sortu hace pocas semanas ante el caso de estos tres jóvenes gallegos que fueron asesinados y hechos desaparecer por ETA en 1973. Uno de ellos, Humberto, era su tío.

Uno de los retos de la cultura de la memoria es el de evitar las cegueras cruzadas. Romper con la sensación social de que recordar a las víctimas de ETA es de derechas y hacerlo con las republicanas, de izquierdas nos ayudará a reforzar los mecanismos de prevención ante la violencia.

Hoy, ante el final de ETA, seguimos arrastrando una cultura de la impunidad y el relativismo que protagonizó nuestro modelo de transición. Por eso, en esta era del testimonio necesitamos construir una cultura de la memoria que nos ayude a cerrar las heridas del terrorismo de la mejor manera, sin atajos, sin correr, sin dejar tareas pendientes, sin caer en la tentación de la compensación de daños, sin poner en marcha un relato para neutralizar otro, sin caer en la trampa de la teoría del empate.

Para que las enseñanzas de la memoria sean universales, para que la impunidad o la ausencia de verdad se resuelvan en todos los casos y para todas las víctimas, independientemente de la época en la que fueron agredidas, tenemos que darle prestigio a la memoria, aunque a veces nos coloque delante de nuestro propio espejo y la imagen que nos devuelva cuestione nuestros comportamientos más esenciales ante el terrorismo y sus justificaciones. Porque solidarizarnos solo con aquellas víctimas que están cerca ideológicamente no supone un acto de empatía ante el dolor, sino de refuerzo político poco útil en el cierre de heridas.

Como Reyes Mate recoge en su libro El tiempo, tribunal de la historia, el filósofo Theodor Adorno antes de morir le susurró a Habermas: “¿Sabes? Ya sé donde se originan nuestros juicios de valor más básicos: en la compasión, en nuestro sentido del sufrimiento de los demás”.

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