En las últimas décadas se han impuesto un tipo de intelectuales que se dedican a contarnos lo que ya no puede ser, lo que ya no podemos seguir pensando, haciendo o deseando. Son los predicadores del fin de la historia, del fin de las ideologías, del fin del pensamiento crítico... Son los intelectuales “cierra-puertas”, verdaderos policías del pensamiento que tienen como función precintar aquellos caminos que ellos mismos declaran intransitables ya para siempre. Con este gesto soberbio, evitan tener que buscar esos otros caminos que están aún por descubrir, esas sendas peligrosas que algunos ya han empezado a abrir o simplemente se libran de tener que pelearse con lo emboscado y con los callejones sin salida de nuestro tiempo.
Uno de ellos es Byul Chul-Han, ensayista de éxito, porque con sus críticas mordaces contribuye a dejar aún más impotentes a quienes se lamentan pero no quieren incomodarse intentando cambiar nada. Hace poco tiempo, concretamente el 3 de octubre de este mismo año, publicó en este periódico un artículo titulado ¿Por qué hoy no es posible la revolución? En él partía literalmente de una escena, la del Berliner Schaubühne, en la que él y Antonio Negri se habían dado cita para hablar de la vigencia de la idea de revolución. Frente a la ingenuidad del comunista revolucionario que aún es Negri, Chul-Han se había propuesto la tarea iluminadora de intentar hacerle y hacernos entender por qué hoy no es posible la revolución. Los precintadores del cambio radical siempre se presentan con las credenciales de la lucidez frente ingenuos, inmaduros y románticos.
Los argumentos de Chul-Han se reducían básicamente a uno solo: el régimen de poder neoliberal es incontestable porque seduce, estabiliza y lo mercantiliza todo, incluso el comunismo. Me pregunto desde dónde escribe alguien que habla del poder de seducción y de estabilización de un régimen de dominación que precariza y destruye la vida natural, social, cultural y personal al nivel que lo ha hecho y lo sigue haciendo, cada vez con más intensidad, el capitalismo. ¿Es que los niños-esclavos indios, o los hombres y mujeres que cada día trepan la valla de Ceuta o Melilla son seres libremente seducidos por el discurso de la emprendiduría? ¿Es que las multitudes que madrugan para ir a trabajar cada mañana o que llenan las listas del paro de este país y de tantos otros son usuarios complacidos de un sistema en el que desean libremente ingresar?
Me pregunto, también, qué experiencia social tiene alguien que ve en toda respuesta colectiva o cooperativa a la precariedad actual un nuevo producto del mercado capitalista. Pero contestar uno por uno los diferentes aspectos de su argumentación desbordaría el espacio de este artículo. Analizaré solamente la tesis que se recoge en el título de su artículo, no porque la sostenga Chul-Han, sino porque es un lugar común de la actual ideología con la que el poder mantiene su propia legitimidad.
Que “la revolución ya no es posible” es una tesis que sólo puede sostenerse desde la mirada del poder. Tener poder es precisamente pretender dominar un determinado espacio de lo posible: de lo que puede ser o no ser, de lo que puede pasar o no pasar. En este caso, el “ya no” de la sentencia encierra la revolución entre una posibilidad pasada y una imposibilidad futura. La neutraliza presentándola como una experiencia histórica caducada. Pero para los sin-poder, lo posible siempre es una cárcel, un espacio de dominación. La revolución, por tanto, nunca ha sido posible ni imposible. Revolucionaria es, precisamente, esa acción colectiva que hace emerger una posibilidad imprevista, una novedad radical que no estaba contenida en el abanico de lo que podía pasar.
¿En qué consiste esa posibilidad con la que el poder, ya sea neoliberal o disciplinario, nunca cuenta como realmente posible? El mismo Marx la describe en La ideología alemana con unas palabras muy claras: la revolución consiste en “la apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por parte de los individuos asociados (…) que adquieren, al mismo tiempo su libertad asociándose y por medio de la asociación”.
En el capitalismo actual, las fuerzas productivas ya no son solamente los medios de producción industrial. Son todos los medios que reproducen la vida, material y simbólicamente. La revolución es reapropiarse de ellos colectivamente, es decir, por medio de esta capacidad de asociación y de cooperación que nos hace libres. Me pregunto: ¿no es esto, precisamente, algo que está pasando? Los movimientos sociales y los emprendimientos cooperativos que, en tantas partes del mundo hoy, autonomizan su capacidad de gestión y de creación de formas de vida, ¿qué hacen sino proponer y plantear concretamente formas de reapropiación colectiva de la vida?
¿Y si la revolución, más que “no ser ya posible”, es algo que está continuamente pasando? La revolución sería entonces la posibilidad más permanente, más insistente y más inminente del sistema capitalista. No es que ya no sea posible, sino que está siempre ahí, teniendo lugar y siendo combatida, reconducida, neutralizada. Lo que ha cambiado no es la posibilidad de la revolución sino su forma y concepción histórica. En un mundo posthistórico, la revolución ya no será un acontecimiento histórico, único, que cambiará para siempre el curso de la historia. Y en un mundo postpolítico, la revolución ya no será una mera toma del poder político. Más allá de la historia política de las revoluciones, hoy se impone la intempestividad de las revoluciones que ya están teniendo lugar. Si el poder no quiere verlas, nosotros sí.
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