El recurso a la justificación histórica suele ser inversamente proporcional a la legitimidad o la justicia de las decisiones políticas que lo reclaman. Cuanto más dudosa es su licitud (hasta el extremo de ser a veces nula), tanto mayores serán la carga discursiva y la ristra de motivaciones supuestamente ancladas en la historia que se ofrecen como aval del atropello. La retórica que envuelve la agresión de Rusia a Ucrania, decretada por el presidente ruso Vladímir Putin el 24 de febrero de 2022, el año en que se cumple el centenario de la creación de la Unión Soviética, es un ejemplo trágicamente paradigmático de la manipulación falaz de la historia para justificar, cara a la galería (a su galería), una iniciativa bélica que viola la legalidad internacional (sin ir más lejos, el artículo 2 de la Carta de las Naciones Unidas) y que es, por encima de todo, un infame atentado contra la libertad de la sociedad ucraniana, contra la débil democracia aún incipiente del país y contra la dignidad humana.
Los argumentos que ha esgrimido el régimen autocrático de Rusia para lanzar el ataque a Ucrania son esencialmente geopolíticos, pero conformarse con la idea de que el Kremlin solo exige un cinturón de seguridad para sus ciudadanos frente a la tendencia expansiva de la OTAN supone menospreciar la megalomanía sovietizante de Putin (aparte de caer en la trampa de su marco mental). Imbuido de espíritu revanchista y neoimperial, el presidente ruso aspira a refundar un orden internacional que ha mermado notablemente el peso de Rusia en el mundo desde el hundimiento de la Unión Soviética, la gran catástrofe de la historia moderna, según Putin, y causa de un resentimiento que explica su visión y buena parte de sus actos. Lo suyo es, en el fondo, una rebelión en toda regla ante al fin de la historia anunciado en 1989 por Francis Fukuyama, esa clausura que entrañaba la generalización definitiva de las democracias y el declive irremediable de las tiranías (pronóstico que vino a ser, sin duda, prematuro). El fin liberal de la historia, así lo han entendido Putin y el Rasputin de Putin (el filósofo-estratega Alexander Duguin), representa su propio fin. Pero ellos calculan que aún están a tiempo de conjurar la amenaza.
La reinvención del pasado
El paso que ha dado Rusia en Ucrania es el más dramático desde la anexión de Crimea, aquel primer episodio de la recuperación a plazos de su área de influencia en los territorios eslavos orientales (sin los cuales no hay imperio que valga). Putin no ha dejado de repetir que los rusos y los ucranianos forman un mismo pueblo y deben compartir destino, con independencia, por supuesto, de lo que piensen y deseen estos últimos. A los bielorrusos (o rusos blancos, los del oeste) ni los menciona, los tiene bien atados por ahora. La ficción de la Gran Rusia imaginada por Putin arranca en la Rus de Kiev, primera configuración estatal de pueblos eslavos orientales, que data del siglo IX y cuyos príncipes fueron, al principio, de estirpe varega (es decir, germanos, no eslavos), como atestiguan sus nombres (Riúrik, Oleg, Olga, Igor), todos ellos de ascendencia germánica. Dentro de esa dinastía, Vladímir I el Grande (luego el Santo) convirtió la Rus de Kiev al cristianismo en el año 988 y su hijo Yarosláv I, apodado el Sabio, amplió sus territorios, inicialmente restringidos a parte de la Ucrania actual, hasta llegar, hacia 1054, a zonas septentrionales de lo que hoy es la Rusia europea.
Para Putin esa comunidad de partida resulta suficiente. Pero, por si fuera poco, niega la existencia de Ucrania al margen de Rusia, contra toda verdad histórica, hasta que –dice– Lenin crea su estado en 1922; antes no habría sido más que ‘Malorossiya’, la Rusia Pequeña o Menor, mero apéndice de la Madre Rusia. Silencia convenientemente la época en que Ucrania (o parte de ella, la antigua Rutenia) formó parte del Ducado Lituano (siglos XIV-XVI) y el hecho de que no fue hasta finales del siglo XVIII cuando el imperio ruso la engulló definitivamente. Ni una palabra, desde luego, de la hambruna de 1933, el ‘Holodomor’ (literalmente “muerte por hambre”) que se llevó por delante la vida de más de 3 millones de ucranianos. Tampoco de los procesos forzados de rusificación. Aunque Putin siga a rajatabla el principio orwelliano según el cual quien controla el presente controla también el pasado, la historia no puede ocultarse todo el tiempo, por más que se prohíban actividades como las de ‘Memorial’, asociación que investigaba la represión totalitaria de los tiempos soviéticos. ¿Es posible a estas alturas que el presidente ruso aún se pregunte por qué una mayoría de ucranianos rechaza a toda costa el abrazo aniquilante de su “hermano mayor”?
Una de las falsedades más indecentes que propala el líder ruso es la de que Ucrania está gobernada por nazis o neonazis desde 2014, año en que la sociedad ucraniana consiguió derrocar a Víktor Yanukóvich, la marioneta corrupta de Putin en Kiev. De cara a su público, la “desnazificación” de Ucrania es otro de los motivos que sustentan la agresión a un país soberano (en su jerga, “operación militar especial”; en plata, una ‘Blitzkrieg’ fallida) y la pretensión de derribar un gobierno libremente elegido bajo el pretexto, ominoso si no fuera delirante, de liberar a la población ucraniana de un régimen opresor, responsable de “genocidios”. La calumnia llega a extremos ultrajantes cuando la dirige al actual presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, hoy símbolo de la heroica resistencia de Ucrania, que es judío y varios de cuyos familiares fueron asesinados en el Holocausto. El gran historiador británico Antony Beevor ha manifestado estos días que el único que se está comportando como Hitler es Putin. La última vez que Kiev sufrió un bombardeo fue precisamente en 1941.
Un resentimiento histórico
El desprecio por la verdad de lo sucedido que suele acompañar al enmascaramiento de las iniquidades actuales tiende a coaligarse con una extraña necesidad de fundamentación historicista, cuando en realidad quien comete la tropelía o, como en este caso, el crimen los ejecuta tanto si hay como si no hay razones históricas para ello. Es en ese medio donde toma cuerpo la tentación de instrumentalizar el pasado falseándolo a conciencia, donde campa impune la insoportable –a menudo burda– tergiversación de la historia. El régimen ruso la practica a espuertas, sin pudor alguno, como corresponde a un fiel heredero de las épocas más terribles y oscuras de Rusia.
El resentimiento es una palanca nociva de acción política (y seguramente de cualquier clase de actividad), como se ha advertido desde Nietzsche y Scheler. El colapso de la Unión Soviética y sus efectos, de los que Putin hizo responsable también a Occidente, han sido fuente de un rencor duradero que, transformado en hostilidad hacia el supuesto causante de la ofensa, se cierne ahora como una sombra siniestra sobre Europa y la convivencia en el mundo. Ucrania, un país en el que Putin no ve patria sino patrimonio, es la primera víctima. Las consecuencias de la invasión son impredecibles. “No hay nada más peligroso en política que un resentido con talento”, dijo una vez Unamuno. En especial cuando ese talento despliega su inmenso arsenal destructivo y lo hace, además, amenazando al conjunto de la humanidad libre.
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