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Mikel Jaso |
En el aniversario del 23-F, la ciudadanía debe estar alerta, porque futuros golpes de Estado no se harán de una forma tan burda
El 27 de febrero de 1981, todos los partidos políticos con representación parlamentaria convocaron conjuntamente una manifestación “por la libertad, la democracia y la Constitución”. Ese era el lema de la pancarta sostenida por todos los líderes, Marcelino Camacho caminó junto a Fraga y los diputados de UCD, mientras que Felipe González anduvo al lado de Santiago Carrillo y Nicolás Redondo… Al día siguiente, EL PAÍS tituló: “La manifestación más grande de la historia de España desfiló ayer por las calles de Madrid”.
El ataque a la democracia del 23-F fue tan grave y evidente —Tejero pistola en mano en el Congreso, tanques en las calles de Valencia…— que los políticos y los ciudadanos tuvieron una clara percepción del golpe de Estado que pretendía acabar con la incipiente democracia española y se echaron a la calle para defenderla. Vieron las orejas al lobo, que llegó a aullar en la sede de la soberanía nacional.
Hoy vemos esa fecha lejana y de improbable repetición. Conocemos básicamente la “anatomía de aquel instante”, pero deberíamos reflexionar acerca de cómo son ahora los ataques a la democracia porque nos estamos acostumbrando a ellos. Podemos aplicar la fábula de la rana y el agua hirviendo: la rana salta inmediatamente y sale del agua cuando la arrojan de golpe, pero si se encuentra previamente dentro del puchero y el agua se va calentando poco a poco, la rana se mantendrá tranquila hasta que, imperceptiblemente, muere cocida. En el 23-F los partidos y la ciudadanía reaccionaron como un resorte al ataque evidente a la democracia; sin embargo, ahora hay un caldero en el que se está calentando la política y la sociedad. Convendría enfriarlo antes de que sea demasiado tarde. La enseñanza de la fábula consiste en avisar del peligro de aguantar situaciones límite durante demasiado tiempo. De ahí la importancia de hacer mucha pedagogía política y de predicar con el ejemplo de las prácticas democráticas.
Dos investigadores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, nos enseñaron Cómo mueren las democracias. Sabemos que ya no terminan con un golpe militar o una revolución, sino “con un leve quejido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales”, como son el sistema jurídico, la prensa, el parlamento, los partidos políticos… Hoy la democracia se socava desde dentro de la democracia, utilizándola incluso para desprestigiarla. Estos autores expusieron su tesis en 2018, anticipándose a acontecimientos en EE UU y en Europa que avalan sus planteamientos.
Ha pasado casi medio siglo desde aquel golpe con estética del siglo XIX y, como es obvio, muchas cosas han cambiado. La digitalización y la globalización han modificado las reglas del juego y la sociedad es muy distinta. Sin embargo, seguimos prisioneros de otra época, aferrados a una concepción del mundo y de la vida que en gran medida ha quedado obsoleta, sin capacidad para ofrecer respuestas intelectuales y materiales a los nuevos problemas.
La célebre reflexión de Gramsci tiene toda su vigencia: “La crisis consiste en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer; en este interregno, aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos”. Uno de los “síntomas mórbidos” actuales, es decir, una de las patologías que afectan a la democracia liberal y por ende a la socialdemocracia, son las ideas reaccionarias según las cuales sería posible, y deseable, la libertad sin democracia. CONTINUAR LEYENDO
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