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Eulogia Merle |
La etnógrafa Anna Lowenhaupt Tsing escribió en 2004 su ensayo Fricción. Una etnografía de la conectividad global. En él cuenta sus investigaciones en las selvas de Indonesia, cuando las comunidades locales se vieron invadidas por empresas que buscaban explotar el caucho, y el conflicto entre los campesinos, los ingenieros, los ecologistas y el Gobierno creó lo que llama zonas fronterizas que, afirma, provocan salvajismo, entremezclan visiones, hiedras y violencia. Sin embargo, Tsing señala cómo esas zonas de fricción son también un territorio rico para que aparezca lo nuevo, algo que habrá que aprender a regular juntos.
Una rueda, observa, gira debido a su roce con la superficie de la carretera; si girara en el aire no iría a ninguna parte. La fricción es indispensable para su movimiento.
Exportando el concepto a las relaciones entre sujetos, toda interrelación humana, individual o grupal, incluye una fricción de la que surge una zona fronteriza, una zona de compromiso incómodo, siguiendo a Tsing en su trabajo, donde aparecen lo salvaje, el inconsciente, los fantasmas de cada uno de los implicados, la explosión de un conflicto que puede acabar con esa relación o producir algo nuevo. En definitiva, el inevitable choque con los otros no tiene por qué ser destructivo, sino creativo y fecundo.
Sin embargo, ya en 1976, Nils Christie, sociólogo y criminólogo noruego, en su famoso artículo Los conflictos como pertenencia subrayaba cómo la criminología ha arrebatado la gestión de los conflictos a las personas directamente afectadas por ellos para desplazarlos a los tribunales, a distancia incluso del lugar donde se produjeron los hechos objeto de controversia. Para Christie, los conflictos deben ser usados por quienes se vieron envueltos en ellos, ya que, de no ser así, perdemos las oportunidades pedagógicas que nos aporta su abordaje conjunto.
El neoliberalismo trajo de la mano un individualismo feroz cuya consecuencia, entre otras, ha sido que los seres humanos signifiquemos cada vez menos los unos para los otros. Los rituales de duelo, más rápidos que nunca, son un ejemplo de cómo la muerte de un semejante no se convierte apenas en un acontecimiento, y queda rápidamente zanjada y engullida por la aceleración de la vida, con sus múltiples y urgentes ocupaciones. El semejante se ha convertido en un otro funcional; hemos mercantilizado y ludificado (gamificado) las relaciones humanas, de modo que el otro es valioso si encaja en mis expectativas, y puedo borrarlo y olvidarlo si no las cumple. Entrar en la fricción supondría, sin embargo, un reconocimiento intersubjetivo que implica que el semejante me importa, que estoy dispuesto a invertir mi tiempo en él, a dialogar con él a pesar de nuestras diferencias. Pero hoy pedaleamos en el aire ensimismados, sin avanzar, o corremos de acá para allá como pollo sin cabeza. El anhelo de no fricción, exportado de las formas de funcionamiento de las aplicaciones digitales, orgánicas, intuitivas, sin fricción, se ha encarnado en nuestras expectativas sobre la comunicación humana, y nos aleja de los otros.
La irrelevancia en que hemos quedado reducidos para el capitalismo extractivista, que nos toma, cual minerales, como materia prima para extraer nuestros datos hasta vaciarnos de singularidad, conduce a un devenir indigno del mundo, pues el valor de la vida humana se ha devaluado, y las instituciones que deberían protegerla se disuelven en un tecnocapitalismo que ha visto en la ultraderecha su perfecto aliado. El devenir negro del mundo, en palabras de Achille Mbembe, que apunta a que “la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie —negros, blancos, mujeres, hombres— pueda escapar de ello”, se impone, y tratados como cosas nos desvitalizamos, nos cansamos, mientras crece la desafección política. CONTINUAR LEYENDO
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