Julian Assange, en la embajada de Ecuador en Londres |
La decisión de la Justicia británica de extraditar a Julian Assange a Estados Unidos es un enorme golpe a la libertad de información y al derecho a conocer de la ciudadanía. Demuestra que cuando a una gran potencia como la estadounidense le tocan sus trapos sucios y sus crímenes de guerra, el maquillaje democrático se esfuma.
El caso Assange no es solo el caso sobre el fundador de Wikileaks. Es la oscura trama de una serie de acciones para desprestigiar, agotar físicamente y psicológicamente y castigar de por vida a alguien que retó al poder para divulgar información de interés público. Es el caso de los crímenes en la guerra de Afganistán, de los asesinatos de civiles por parte de EEUU en la ocupación de Irak o de los tejemanejes de la elite política en Washington desvelados por Wikileaks.
Para desviar el foco de las atrocidades cometidas por Estados Unidos, se vertieron sobre el divulgador acusaciones de delitos sexuales -finalmente archivadas-, estigmatizaciones en torno a su personalidad con detalles irrelevantes y denuncias por espionaje. Se le achacó también haber puesto en peligro la vida de soldados estadounidenses y de sus aliados. Es decir, ante las pruebas inequívocas de crímenes de guerra contra civiles la reacción de un Estado responsable de asesinatos de inocentes fue criminalizarlo a él, que nunca ha apretado el gatillo. Durante el Gobierno de Trump la CIA incluso barajó la posibilidad de secuestrarlo o matarlo mientras estaba refugiado en la embajada de Ecuador en Londres.
Dijo Assange en una ocasión que hay periodistas que participan “en la creación de guerras a través de su falta de cuestionamiento, su falta de integridad y su cobarde peloteo gubernamental”. La verdad es la primera víctima en los conflictos bélicos, con bandos enfrentados que se afanan por inocular propaganda en los informadores. En las sociedades libres y democráticas la ciudadanía tiene derecho a saber qué hacen sus países en territorios lejanos a los que acuden con la presunta misión de democratizar y liberar. Tenemos derecho a saberlo porque lo que ocurre en esos tableros repercute posteriormente en nosotros, en forma de nuevas amenazas, de nuevos pulsos geopolíticos y en la propia gestión económica del dinero público.
En las últimas décadas ha crecido el número de civiles que mueren en las guerras. En la Primera Guerra Mundial alrededor del cinco por ciento de las víctimas fueron civiles. En la Segunda, el porcentaje aumentó hasta el 66%. En la actualidad la proporción de víctimas civiles en la mayoría de los conflicto bélicos se sitúa entre el 80 y el 90%, según los datos proporcionados por el historiador británico Eric Hobsbawm en su libro Guerra y paz en el siglo XXI. Es paradójico porque nunca antes ha habido material armamentístico con más capacidad de precisión ni tecnología bélica más desarrollada. En los escenarios bélicos hay bandos implicados que juegan sucio, violan leyes, cometen crímenes, y pretenden que el periodismo se convierta en propaganda. El drama es que hay un periodismo sumiso que ha aceptado alegremente esa exigencia, creyéndose patriota.
Wikileaks desveló algunos capítulos muy oscuros de la actuación del ejército estadounidense en Afganistán e Irak: torturas y asesinatos de civiles. A través de la información a la que pudo acceder Assange -y que publicaron varios medios de comunicación- supimos que el Pentágono ocultó cifras de muertos de civiles y se confirmó que las tropas estadounidenses siguieron un modus operandi similar al practicado antes en otros países intervenidos: entrenaron a policía y fuerzas de seguridad iraquíes y permitieron que estas practicaran abusos y torturas hasta 2009. En realidad era la confirmación de lo que quienes trabajábamos como periodistas en Irak veíamos: hombres que salían de cárceles secretas estadounidenses destrozados por la tortura, gente que desaparecía y sus cadáveres eran encontrados con signos de maltrato, ataques con armas de fuego contra civiles, etc. John Negroponte como embajador de EEUU en Irak o el veterano de las guerras sucias centroamericanas James Steele como entrenador de los escuadrones paramilitares en Bagdad daban ya algunas pistas de por dónde se dirigía la ocupación estadounidense.
No fue fácil para los iraquíes que habían sufrido las consecuencias de esa ocupación militar observar cómo buena parte del mundo los olvidaba y miraba hacia otro lado mientras ellos denunciaban esos crímenes de guerra. Occidente necesitó comprobarlo con fotos y vídeos, porque las voces de miles de personas clamando contra el horror no les resultaban convincentes, quizá porque no se llamaban Michael o Liz ni tenían la piel blanca ni hablaban inglés. Hubo que esperar primero a la publicación de las fotos con las torturas de Abu Ghraib y después a vídeos como el que facilitó Wikileaks -que muestra la masacre de doce civiles, entre ellos dos periodistas, por parte del Ejército estadounidense- para comprobar que aquellas salvajadas sí eran reales.
Aún así, tras la publicación de aquella información no se organizaron cumbres internacionales para exigir explicaciones al Gobierno de Washington, ni se crearon tribunales especiales para investigar lo ocurrido ni se exigió públicamente reprogramar las conductas del ejército estadounidense. No se hizo gracias a, entre otras razones, la complicidad de medios de comunicación que optaron por asumir la campaña de criminalización contra el mensajero, en vez de ahondar en los horrores perpetrados por el ejército de una de las grandes potencias mundiales que había fabricado pruebas falsas para justificar una guerra ilegal.
Conté en el libro El hombre mojado no teme la lluvia un sueño recurrente que tiene un amigo iraquí al que conocí en 2003 en Bagdad y que posteriormente sería víctima de la represión estadounidense: en torno a una mesa repleta de manjares conversan animadamente gobernantes de grandes potencias, empresarios y periodistas de países impulsores de la ocupación de Irak. De repente, comienzan a caer sobre los platos cientos de cadáveres, desplomándose desde las páginas no escritas de la actualidad. La complicidad y la normalización de las atrocidades sufridas por miles de personas en aquel país supusieron un dolor añadido para las víctimas. El mundo parecía decirles que aquellas torturas, asesinatos, desapariciones y crímenes masivos estaban bien. Que lo que estaba mal era haberlo denunciado, haberlo contado, haberlo desvelado. Este mensaje, unido a aquella ocupación militar unilateral e ilegal, creó un contexto terrorífico que contribuyó a una mayor impunidad global, con discursos de odio normalizados en prime time.
De aquello salieron indemnes los máximos responsables y defensores de la ocupación ilegal de Irak. Mientras, Assange lleva años recluido y podría ser condenado a una pena de hasta 175 años de prisión en EEUU. Lo que le ha ocurrido ya ha contribuido a mermar las libertades en el mundo porque con las acusaciones contra él se lanzó un mensaje claro y cristalino: la divulgación de la verdad tiene límites definidos y represalias evidentes. En cuanto la buena imagen de un Estado poderoso se vea dañada, la verdad debe ser suspendida. Semejante concepto choca de pleno con la primera enmienda estadounidense, con la cultura democrática, y se ajusta más a los cánones que podríamos achacar a cualquier distopía en la que se aplaude el ejercicio periodístico siempre y cuando este sea sumiso ante el poder y contribuya a mejorar la imagen del Estado y sus gobernantes.
Frente a ese concepto de madre patria que nos mantiene en la ignorancia porque nos protege y nos guía, aumenta la desafección política en todo el planeta, según indican varios estudios. Ante ello la tarea del periodismo libre es, como siempre lo ha sido, luchar por divulgar información de calidad, cuestionando diariamente las “verdades” oficiales fabricadas en los despachos del poder.
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