Los pensadores contemporáneos apuntan que la esperanza, lejos de dar por descontado un futuro ilusionante, abre un espacio en el que la acción incida en la evolución de los acontecimientos y despierta un potencial revolucionario
Si la palabra-fetiche (o tótem, según se mire) de la pasada década fue “populismo”, la de la presente parece estar siendo, con escaso margen de error, “incertidumbre”. A partir de esta inicial constatación, el discurso puede emprender caminos diferentes. Uno, bien interesante, sería el que conduce a intentar localizar el real fundamento de esta generalizada sensación de incertidumbre (¿no tiene algo de contradictorio que en una época como la actual, con un desarrollo del conocimiento tan enorme, dicha sensación vaya en aumento?).
Sin duda, existen serios motivos para que la palabra en cuestión ocupe ese simbólico lugar de privilegio, pero tal vez ahora, más que adentrarnos en el análisis de los mismos, resulte de mayor interés tomar otro camino, el de analizar, aunque sea de manera sucinta, los efectos que la hegemonía de dicha palabra está teniendo sobre el imaginario colectivo actual. Porque parece un hecho sobradamente acreditado que son muchos los que, a partir de la constatación de la incertidumbre en casi todos los ámbitos de la vida, tanto colectiva como personal, extraen conclusiones que, a poco que se examine la cosa con un mínimo de detenimiento, están lejos de ser obvias.
El caso más claro de este non sequitur es el de los que resucitan, a partir de la constatación de la ausencia de casi toda certidumbre, el viejo y recurrente dilema entre optimismo o pesimismo. Así, empezando por el cuerno negativo del dilema, es frecuente que el término “incertidumbre” se vea interpretado bajo una clave engañosa, dando a entender que la señalada ausencia representa algo parecido al anuncio de una condena. Pero lo que en puridad significa la incertidumbre es que no sabemos con seguridad a qué atenernos, no que estemos condenados a que pase necesariamente lo peor. La incertidumbre, por tanto, implica la existencia de un espacio para actuar y, matiz sustancial, la posibilidad de que nuestra acción incida en la evolución de los acontecimientos.
He aquí el aspecto absolutamente fundamental del asunto. El desconocimiento de qué va a suceder (o cómo, o cuándo) constituye el espacio imaginario en el que habita la esperanza y, en consecuencia, dibuja el perímetro del territorio para la acción. En ese sentido, bien podría afirmarse que la incertidumbre es el ámbito de la apertura al cambio, la condición de posibilidad para el obrar humano transformador. Sin que quepa confusión entre categorías: el optimismo (el otro cuerno del dilema) no es en modo alguno lo mismo que la esperanza. En realidad, si el optimista cree tenerlo todo claro es precisamente por una carencia: porque ni duda ni pone en cuestión el estado de cosas vigente. Más bien al contrario, “contempla el futuro como un asunto zanjado desde hace ya mucho tiempo”, según ha indicado Byung-Chul Han (en La tonalidad del pensamiento, aunque hay que decir que el pensador coreano ha abundado en idénticas ideas en su posterior El espíritu de la esperanza).
La introducción de la esperanza que llevan a cabo los autores que estamos comentando de ninguna manera debe interpretarse en el sentido de que estén dando por descontado el final feliz del advenimiento de un futuro ilusionante. Se trata de otra cosa, bien diferente, y que no tiene que ver tan solo con lo epistemológico (con la imprevisibilidad en abstracto). Porque la incertidumbre lo es también, y de manera muy destacada, en relación con la deriva concreta que está siguiendo nuestra sociedad, deriva que es vivida por un número creciente de personas en términos de desesperación. De ahí que se pueda afirmar que en nuestros días la esperanza, más que constituir ningún tipo de anticipo consolador, lo que hace es expresar, a contraluz, la urgencia por escapar de un presente insoportable. O, por decirlo con las palabras de la vieja luchadora (Angela Davis), “necesitamos esperanza si queremos conseguir alguna cosa en este mundo”.
No cabe, pues, entender la esperanza en términos de que todo estaba, está o estará bien: hay demasiado sufrimiento y destrucción alrededor nuestro como para mantener semejante convencimiento. La esperanza de la que ahora hablamos solo tiene sentido si activa alguna forma de compromiso y, añadamos un matiz insoslayable, si es capaz de encontrar la articulación entre la esfera de la voluntad y la de la racionalidad, tal y como ya nos advirtiera Terry Eagleton (“La esperanza auténtica debe estar basada en razones”, escribió). Es esta articulación la que, asimismo, llena de contenido las lejanas palabras de John Berger en Modos de ver: “La esperanza no es garantía para el mañana, sino un detonador de energía para la acción de hoy”.
Siempre habrá, desde luego, quien nos señale que con la esperanza no basta, y no le faltará razón. Pero no es menos cierto que sin ella nada será posible. Solo a partir de la esperanza en otro mundo, en un mundo mejor, puede surgir un potencial revolucionario (“La esperanza es el fermento de la revolución”, sostiene Byung-Chul Han en La tonalidad..., mientras que en El espíritu... da un paso más allá en la formulación y llega a afirmar: “Sólo en la esperanza de un mundo distinto y mejor despierta un potencial revolucionario”) o, si se prefiere enunciar esta misma idea de modo menos enfático, únicamente merced a ella podremos recuperar una vida que sea algo más que mera supervivencia (ahora con las palabras de Žižek en su Demasiado tarde para despertar: “Es necesario un cambio social radical —una revolución— para civilizar nuestras civilizaciones”).
Aunque, todo hay que decirlo, también cabría una tercera formulación, tan sencilla como concluyente: la esperanza reabre la posibilidad del futuro. Se trata, por supuesto, de una tarea particularmente difícil si asumimos, con toda su verdad, la realidad de un pasado que puede devolvernos una imagen de nosotros mismos severamente perturbadora.
El filósofo chileno Sergio Rojas, en su libro El pasado no cabe en la historia, lo ha planteado así: nos toca intentar pensar el futuro después de “lo que nunca debió ocurrir” o, por expresar esto mismo a la manera de George Steiner, después de haber vivido “cosas que derrotan al lenguaje”. En todo caso, la esperanza que hoy necesitamos es, en efecto, una tarea, un quehacer, un empeño, no una pasiva espera del porvenir (que así se denomina porque nunca viene, como quedamos advertidos por el poeta). Por su parte, John Holloway ha señalado con claridad por dónde toca empezar dicha tarea: debemos re-aprender la esperanza. Sin nadie que nos la enseñe, podríamos añadir para no llamarnos demasiado a engaño.
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