Tenemos que recuperar parte de nuestras horas para dedicarlas a estar echados junto a la persona a quien queremos o bosquejar los versos de un poema, escribe en un nuevo ensayo el economista y defensor de la renta básica Guy Standing
Pasar un rato entretenido tomando algo, estar echado en la cama junto a la persona a quien quieres, rasguear una guitarra o toquetear un teclado, leer o incluso bosquejar los versos de un poema, darle mil patadas a un balón con tu hijo o tu hija, correr por los límites del terreno de juego para parar una pelota: todos tenemos una larga lista de actividades con las que nos gustaría llenar el implacable paso de las horas.
El tiempo es valioso. En nuestra singladura vital, seguramente llega un momento en que nos damos cuenta de que, hagamos lo que hagamos, a lo que debemos aspirar realmente es a crear buenos recuerdos de cómo hemos empleado nuestro tiempo. Aprovechar el tiempo sabiamente es una habilidad que a veces se aprende, aunque muy a menudo no. Por desgracia, en nuestra sociedad moderna, hedonista, materialista y movida por el mercado, son demasiado pocas las personas que disponen de control suficiente sobre su tiempo como para poder desarrollar o ejercer esa habilidad. Pero ¿cómo podemos cambiar esto? Pues mediante una nueva política del tiempo.
Tres regímenes temporales han definido la historia humana a lo largo de los dos últimos milenios: el tiempo agrario, cuyo uso venía determinado por las estaciones y la meteorología; el tiempo industrial, cuando la influencia del reloj fue en aumento y la vida pasó a estar definida por bloques temporales, y el tiempo terciario, propio de las economías actuales, más basadas en los servicios que en la industria o la agricultura, y caracterizadas también por la difuminación de los límites entre los diferentes usos del tiempo.
Todas las grandes alternativas políticas han incluido posicionamientos implícitos en cuanto al tiempo. En muchos programas electorales se ha recogido un compromiso con la reducción de la jornada laboral, por ejemplo. Pero lo que no ha figurado en los relatos de los partidos y sus candidatos ha sido una política explícita del tiempo; tampoco han dado a la libertad temporal, por así llamarla —la libertad para regir nuestros propios usos del tiempo—, la prioridad que esta merece. (…)
Muchas personas trabajan mucho más hoy en día que casi en ningún otro momento de la historia humana si sumamos el trabajo remunerado y el no remunerado. Esto está generando un nivel colosal de estrés y de morbilidad. Algunos comentaristas han querido recuperar los postulados que John Maynard Keynes expusiera en su ensayo Las posibilidades económicas de nuestros nietos —en el que el célebre economista británico predecía en plena Gran Depresión que, en cuestión de unos cien años (es decir, hacia 2030 como muy tarde), las personas trabajarían una media de solo quince horas semanales— y han identificado este malestar general actual con el “dolor del reajuste de un periodo económico a otro” del que hablara el propio Keynes. La periodista Suzanne Moore, en un perspicaz artículo, ha sugerido que deberían ser la cultura y el arte los que guiasen ese reajuste, pero ha recordado asimismo que, en la actualidad, ambos han perdido gran parte de su capacidad para hacerlo. Esto, en mi opinión, responde a la erosión del “procomún cultural” en la reciente era del capitalismo rentista y de canalladas ideológicas como la austeridad.
No obstante, lo cierto es que, casi un siglo después de que Keynes lanzara su vaticinio, este está muy lejos de cumplirse: de hecho, nunca había sido más improbable. En el fondo, apuesto a que el propio Keynes jamás habría considerado reducir su carga laboral a solo quince horas a la semana: le gustaba demasiado trabajar.
Entonces, ¿cuál debería ser nuestra concepción del tiempo con vistas a desarrollar una política de este? Hasta el más autorizado filósofo del tiempo, Gerald Whitrow (1912-2000), reconoció que era un concepto de difícil definición. En el primer capítulo de su libro What Is Time? (1972, qué es el tiempo, sin traducir al español), contaba el dilema de un sacerdote medieval que decía que si nadie le formulaba abiertamente la pregunta “¿qué es el tiempo?”, él tenía la sensación de que conocía la respuesta, pero que si tenía que explicársela a alguien, no le quedaba más remedio que admitir que no la sabía.
La idea del tiempo fue cristalizándose seguramente a medida que los humanos tomaron conciencia de su propia mortalidad y de los ciclos de reproducción. No deja de ser propio de la condición humana que reconozcamos el carácter finito y cambiante de la vida, y que valoremos a su vez el paso de las estaciones y del tiempo en general según nos familiarizamos con los estados de ánimo asociados a ese devenir temporal. En el discurso ‘El mundo es un gran teatro’ de la obra de Shakespeare Como gustéis, se nos cuentan las siete edades del hombre, y sea cual sea aquella en la que estemos al leer esos versos, seguro que todas nos producen una punzada emocional. No es mero sentimentalismo: la mayoría de nosotros pasamos por el tiempo —por nuestras vidas, en definitiva— a toda prisa, sin el debido respeto a su transcurrir.
Alguien que vive hasta los ochenta años de edad apenas si ha acumulado unas cuatro mil semanas de vida, según reza el elegante título de un libro de “gestión del tiempo” que salió en 2021. Esa cifra nos recuerda lo valiosa que es cada una de las semanas que van transcurriendo. Y si una parte importante de ellas se ocupa en actividades sobre las que no disponemos de control alguno, bien haríamos en preocuparnos, cuando no incluso en enfadarnos. Y no menos enfadados deberíamos estar si las políticas de los Estados someten a algunos colectivos sociales a controles exógenos a los que no aceptaríamos someternos nosotros.
Llevo ya décadas bregando con el tema del tiempo, un afán nacido principalmente de un descontento con el secuestro y la adulteración del concepto de ‘trabajo’ desde determinadas posiciones ideológicas. Recuerdo que, hace muchos años, me invitaron a participar en Nueva York en un congreso de especialistas en estudios sobre el uso del tiempo. Yo era entonces un joven economista de quien sin duda se esperaba que acudiera allí a escuchar y aprender. Pero tras ver tablas y más tablas con detalladas estadísticas sobre el tiempo que personas de todo el mundo dedicaban a numerosas actividades, hice la pregunta impertinente del día: “¿En alguna de esas encuestas ha salido alguien diciendo que mantenía una aventura?”.
Obviamente, ningún investigador había preguntado por eso. A los especialistas no les hizo mucha gracia mi indiscreción, desde luego. Pero mi argumento iba muy en serio. Cuando nos hacen preguntas sobre nuestro uso del tiempo, la mayoría tendemos a responder lo que creemos que es normal o lo que se podría considerar como un tipo de utilización aceptable y responsable de nuestros momentos cotidianos. Pero la infinidad de estadísticas existentes sobre cómo distribuimos nuestro tiempo deberían considerarse meros envites iniciales a la hora de afrontar el tema. De hecho, incluso aunque llevemos un diario personal, rara vez estaremos usando el tiempo tal como más adelante recordaremos que lo usamos en aquel momento.
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Guy Standing (Greenwich, Londres, 1948) es economista. Este texto es un adelanto editorial de La política del tiempo. Tomar el control en la era de la incertidumbre, de editorial Paidós y con traducción de Albino Santos, que se publica este 23 de octubre.
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