A SUR le bastaría repetir, hoy, lo que ya declaró en agosto de 1937, hace exactamente 18 años, contestando a lo que de nuestra revista opinaba, censurándola, cierta publicación católica: nos acusaba de izquierdismo.
Repetiremos, pues, abreviando: “Queremos cosas concretas.
Queremos continuar en la tradición profunda de nuestro país, que es una tradición democrática.
Queremos un país mejor, una cultura más auténtica, una sociedad menos contaminada y más justa, una verdad menos confinada.
Todas las persecuciones sectarias —sean de raza, sean políticas, sean persecuciones disimuladas bajo formas codificadas y legales— nos parecen igualmente odiosas.
Lo que nosotros perseguimos es una lucha contra la persecución misma.
Estamos contra todas las dictaduras, contra todas las opresiones, contra todas las formas de ignominia ejercida sobre la oscura grey humana que ha sido llamada la santa plebe de Dios”.
En septiembre de 1939, con motivo de la guerra mundial, nos pareció oportuno recordar aquellas palabras y las volvimos a publicar. Están en el número de la revista que corresponde a esa fecha. Agregábamos, entre otras cosas:
“Nosotros no somos neutrales. No lo éramos en agosto de 1937. Defendíamos lo que ya corría peligro y levantábamos nuestra voz contra una política que paraliza la inteligencia y a la vez destruye los principios de la moral evangélica. Esa política, cuando no aniquila la enseñanza de Cristo, traiciona su espíritu reemplazándolo por el de la Inquisición.
Para nosotros, un acto degradante es siempre degradante, aunque favorezca el interés nacional.
Nosotros tenemos necesidad de creer que nuestro país se conduce como una persona decente. Otra idea de la patria no nos cabe en el corazón ni en la cabeza”.
Declarábamos, en 1937, que queríamos una cultura más auténtica. Durante 25 años hemos trabajado, dentro de nuestras posibilidades, para ayudar a su desenvolvimiento. Sin caer en un detestable fariseísmo, podemos invocar hoy ese hecho. Desde un principio fue el fin que perseguíamos al fundar una revista literaria que diera a conocer a sus lectores, junto con los autores más importantes de la literatura mundial, a los prosistas y poetas argentinos aún desconocidos.
Nuestro derecho a exponer nuestro punto de vista, hoy, se basa en ese ayer: 25 años de labor.
En el mismo número de SUR que acabamos de mencionar, se cita esta frase de Maritain: “Mientras las sociedades modernas segreguen la miseria como un producto normal de su funcionamiento, no puede haber en ellas reposo para el cristiano”. También se podría decir, y decimos: "Mientras los Estados segreguen la no libertad de expresión como un producto normal de su funcionamiento, no puede haber en ellos un lugar digno para el artista y el intelectual”.
Consecuente con su línea de conducta, SUR afirma, una vez más, que considera indispensable la libertad de expresión por ser ella fundamento de toda libertad y garantía de la dignidad humana.
LA HORA DE LA VERDAD
A LA invitación a pacificar el país que hizo el gobierno en el mes de junio próximo pasado [1955], SUR contestó con estas dos páginas que debieron aparecer en el nº 236 (septiembre-octubre). Pero como la revista es bimensual, la comedia de la pacificación, al ejemplo de tantas otras, terminó, y el siniestramente famoso discurso del 31 de agosto fue pronunciado cuando SUR estaba todavía en la imprenta. Las páginas se suprimieron, pues mal podía hablarse de pacificación en la atmósfera creada por las nuevas declaraciones del presidente depuesto. Los discursos verídicos y moderados de los dirigentes políticos fueron calificados por él de superficiales e insolentes. En adelante estaba agotada la reserva de inmensa paciencia y extraordinaria tolerancia con que nos había colmado generosamente. Conocíamos bastante bien la extensión de esa paciencia, de esa tolerancia. En lo que me concierne personalmente —y hubiera podido pasarlo peor— en 1953 estuve presa 27 días sin que me explicaran claramente a qué respondía ese castigo. En dos ocasiones habían allanado mi casa (y una vez la revista); registraron mis armarios, mis cajones; leyeron mis papeles, mis cartas (ninguno concernía al gobierno, ni tenía relación directa con la política).
Desde mi encuentro con Gandhi, es decir, desde mi lectura del libro que le dedicó Romain Rolland (1924), sentí un inmenso fervor por ese hombre que considero el más grande de nuestro siglo. Había influido en mi vida y gracias a sus enseñanzas pude sobrellevar mejor ciertas pruebas de lo que las hubiera soportado dando rienda suelta a mis impulsos indisciplinados. Sabía pues que lo único que perseguían, que castigaban, que querían destruir en mí era la libertad de pensamiento. Y esta comprobación me parecía tanto más grave para el país. En efecto, durante mi estadía en el Buen Pastor había descubierto, entre otras cosas, que la cárcel material es menos penosa, hasta menos peligrosa moralmente para los inocentes que la otra cárcel: la que había conocido en las casas, en las calles de Buenos Aires, en el aire mismo que respiraba. Esa otra cárcel invisible nace del miedo a la cárcel, y bien lo saben los dictadores.
¿Qué es un preso? Un preso es un hombre que no tiene derecho de vivir sin que cada uno de sus gestos, de sus actos, sea controlado, interpretado. No puede pronunciar una palabra sin exponerse a ser oído por un tercero que hará de esa palabra el uso que le dé la gana. Cada línea que escribe es leída, no sólo por la persona a quien va dirigida, sino por indiferentes, quizá hostiles; de ellos dependerá que esa línea llegue o no a su destinatario. El preso es espiado, aun cuando duerme. Recuerdo una de los interminables noches del Buen Pastor. Estábamos once mujeres en la misma sala. Como no podía dormir —sufría de un insomnio exacerbado por el concierto de ronquidos— me preguntaba qué hora sería (nos habían quitado los relojes al entrar). Una de mis compañeras, al verme sentada en la cama y tapándome los oídos, tuvo la bondad de venir a preguntarme si me sentía mal. ¿Te acuerdas, querida Nélida Pardo? Tu camisón blanco, de tela burda, lencería del Buen Pastor, concentró por un momento los débiles rayos de luz que entraban desde fuera. No bien te aproximaste a mi cama, la cabeza de una celadora que montaba guardia en el patio surgió contra el vidrio de la puerta enrejada. Sólo me quedó tiempo para decirte entre dientes: “No es nada. Son ronquidos. Andate”. Fingiste entonces ir a beber una taza de agua —desde luego, no había vasos— para justificar ese inusitado paseo nocturno. Luego volviste a acostarte como una niña desobediente que se siente culpable. ¡Y qué culpa! Un gesto de humanidad cuya dulzura no olvidaré nunca y que todavía me llena los ojos de lágrimas.
El hecho de ser un animal enjaulado, casi constantemente mirado por uno o varios pares de ojos, es por sí solo un suplicio.
Pero durante estos últimos años de dictadura, no era necesario alojarse en el Buen Pastor o en la Penitenciaría para tener esa sensación de vigilancia continua. Se la sentía, lo repito, en las casas de familia, en la calle, en cualquier lugar y con caracteres quizá más siniestros por ser solapados. Desde luego, la celadora no vigilaba nuestro sueño; no estaba allí para impedir que un alma caritativa tuviera, imaginando nuestra congoja, el gesto espontáneo de las madres que se inclinan sobre la cama de un niño; de un niño que no duerme y que en la oscuridad tiene miedo, como decía el poeta, “du vent, des loups, de la tempête”. No. Fuera de las cárceles no había celadora, pero nuestro sueño estaba infestado de pesadillas premonitorias, porque nuestra vida misma era un mal sueño. Un mal sueño en que no podíamos echar una carta al correo, por inocente que fuese, sin temer que fuera leída. Ni decir una palabra por teléfono sin sospechar que la escucharan y que quizá la registraran. En que nosotros, los escritores, no teníamos el derecho de decir nuestro pensamiento íntimo, ni en los diarios, ni en las revistas, ni en los libros, ni en las conferencias —que por otra parte se nos impedía pronunciar— pues todo era censura y zonas prohibidas. Y en que la policía —ella sí tenía todos los derechos— podía disponer de nuestros papeles y leer, si le daba la gana, cartas escritas veinte años antes del complot de las bombas de 1953 en la Plaza de Mayo; complot de que nos sospechaban partícipes por el sólo hecho de ser “contreras”. Puede decirse sin exagerar que vivíamos en un estado de perpetua violación. Todo era violado, la correspondencia, la ley, la libertad de pensamiento, la persona humana. La violación de la persona humana era la tortura, como me decía en términos muy exactos Carmen Gándara.
En la cárcel, uno tenía por lo menos la satisfacción de sentir que al fin tocaba fondo, vivía en la realidad. La cosa se había materializado. Esa fue mi primera reacción: “Ya estoy fuera de la zona de falsa libertad; ya estoy al menos en una verdad. Te agradezco, Señor, que me hayas concedido esta gracia. Estos temidos cerrojos, estas paredes elocuentes, esta vigilancia desenmascarada, esta privación de todo lo que quiero —y que ya padecía moralmente cuando aparentaba estar en libertad—, la padezco por fin materialmente. Te agradezco este poder vivir en la verdad, Dios desconocido, el único capaz de colmarme concediéndome inexorablemente mis votos más ardientes. ¡Siempre he querido la verdad! por encima de todo, como si ella fuera la forma palpable de la libertad: pues bien, aquí la toco”.
Sí. Moralmente, bajo la dictadura uno se sentía más libre en la cárcel que en la calle. Y se sentía uno más libre porque allí se vivía más cerca de la verdad. Una verdad que para mí tenía la forma sólida del manojo de llaves colgado de la cintura de la hermana Mercedes, que abría nuestra jaula para traernos a las siete de la mañana, como desayuno, una gran pava de mate cocido; también le ponía alpiste a la otra jaula: la del canario que colgaba de una cadena en el patio.
La verdad. Ésta es la palabra en que me detengo, ésta es la palabra a que quería llegar, ésta es la palabra con que quiero terminar mi llamado a mis amigos escritores.
La autobiografía de Gandhi lleva como título La historia de mis experiencias con la verdad. Sus experiencias llegaban al dominio político partiendo del dominio espiritual. Y a este punto de partida atribuyó Gandhi la influencia de que dispuso en los destinos de su patria. No me hubiera costado trabajo encontrar en los escritos de Gandhi, que no diferían de sus actos, pues vivía como pensaba y pensaba como vivía, el apoyo siempre buscado por mí en los espíritus esclarecidos para demostrar al lector que al afirmar algo estoy en buena compañía. Pero aunque para mí el solo nombre del Mahatma es la suprema garantía y no encuentro otro más valedero, estimo que es quizá más convincente, en esta hora, recurrir a una figura menos insigne y a la vez de parentesco más cercano con nosotros (si es cierto que la vecindad geográfica y racial guarda relación con lo espiritual, cosa que por mi parte niego rotundamente). Deseo simplemente evitar que se me repita como en otras ocasiones: “Eso puede pasar, pero en la India”.
Tengo ante mis ojos una carta publicada en 1933 para una correspondencia suscitada por la Sociedad de las Naciones entre los representantes calificados de la alta actividad intelectual; la escribió Miguel Ozorio de Almeida. Nuestro casi compatriota brasileño insistía en la necesidad imperiosa, para manejar con acierto los asuntos del mundo, de una gran buena voluntad y “sobre todo de un respeto absoluto de la verdad. En el estado actual de las cosas, no es seguramente el amor y el respeto de la verdad lo que podríamos presentar como características esenciales de los asuntos sociales, o políticos, o internacionales. El hecho de que casi siempre ignoramos dónde está la verdad podría justificar este estado de espíritu. Pero he aquí justamente lo que debería distinguir el orden intelectual de los otros órdenes”. En efecto, el intelectual que vive la verdadera vida del espíritu no puede, bajo ningún pretexto, aunque sea aparentemente útil o piadoso, permitirse el menor desvío del camino trazado por lo que él considera la verdad. A un sabio en su laboratorio no se le ocurre, mientras hace investigaciones, falsear datos. El intelectual debe o debería saber que su responsabilidad es exactamente la misma, aunque en otro plano.
Ozorio de Almeida piensa que “el amor a la verdad y el esfuerzo persistente por hacerla conocer” es el gran elemento nuevo —subraya—, “la gran contribución que el orden intelectual podría aportar a la reorganización de los grandes asuntos generales”. Ese respeto por la verdad es una cuestión de educación. Se forma con lentitud en los pueblos. “Y es demasiado a menudo olvidado por los dirigentes. Éste es el respeto que los intelectuales defienden celosamente, y en el fondo la libertad de pensamiento no es más que el derecho de respetar y amar la verdad”.
Últimamente Martínez Estrada me decía que habíamos sido casi todos cobardes (se refería, creo, a nosotros, los escritores), pues hubiéramos debido hacernos matar gritando la verdad. Es cierto; desde el punto de vista de héroes o de santos de la grandeza de un Gandhi, pocos de entre nosotros han llegado al límite de extremo coraje que se necesita, en tiempos de dictadura (“Tiempos difíciles”, como se titula el admirable film de Luigi Zampa), para ponerse sin restricciones al servicio de la verdad. Benditos sean los que más se han acercado a esa meta salvadora. En lo que a mí concierne, cuántas veces he sentido con vergüenza que pecaba, no por acción sino por omisión, pues ya no se trataba de hablar, sino de gritar. Cada vez que cantaba el gallo yo tenía la sensación de haber renegado de algo por pura omisión. Y pensaba: “Con tal de que la verdad que no estoy sirviendo sacrificándole mi vida misma me perdone como Cristo perdonó a su discípulo, el que fue jefe de su Iglesia”. Pues ésa me parecía, ésa me parece la misión de los que trabajan, en el orden espiritual, para el entendimiento de una nación y del mundo en general.
Nada sólido y nada grande puede construirse sin hacer voto de verdad. A tal punto que un filósofo de Ginebra, según Ozorio de Almeida, había invitado a los filósofos a una acción conjunta contra la mentira. Nuestro amigo brasileño se adhería enteramente a ese proyecto. No sé si llegó a cumplirse. Pero lo que propongo hoy a los intelectuales argentinos es hacer un frente común contra las mentiras, cualquiera sea su procedencia.
El mal que ha hecho la mentira sistematizada de la dictadura —sin la cual ninguna dictadura puede marchar— y el mal de las mentiras que la precedieron, la prepararon y la hicieron viable, es de sobra patente. Cuánto tacto, cuánta paciencia y cuánto tiempo se necesitará para deshacerlas, para desenmadejarlas; para extirparlas de los corazones ingenuos donde han anclado, convirtiéndose en creencias. Pues no debemos confundir a los que creen en las mentiras por candor con los que las adoptan como medio para satisfacer apetitos o hacer fortuna rápidamente.
La tarea de conducir al mayor número posible de hombres “al reconocimiento, no sólo en palabras, sino también en actos, de la importancia fundamental de eso que prima sobre todo y que sin embargo es constantemente olvidado: la verdad” es una tarea que nos incumbe. Es la tarea de los intelectuales, de los educadores. Los intereses de clase, de partido, de naciones no deben jamás obstaculizar el cumplimiento de tan sagrada misión.
Pero tengamos presente que ese afán de la verdad ante todo debe ir siempre acompañado de una inmensa buena voluntad hacia el prójimo, custodiado, diría, por las tres virtudes teologales. Fe en la eficacia de la energía espiritual; esperanza en lo que esa actitud espiritual puede tener de contagioso; caridad que fluye de estas palabras tan repetidas y tan poco practicadas por nosotros, los cristianos: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. El perdón de las deudas no es la blanda aceptación del mal cometido por el prójimo. Es sencillamente condenar ese mal, pero conceder al pecador, al que está sinceramente arrepentido, aquello que pedimos para nosotros mismos cuando caemos en la tentación: la oportunidad de enmendarnos.
En esas mismas cartas cambiadas por indicación de la Sociedad de las Naciones, Valéry advertía: “Considero la necesidad política de explotar todo lo que hay en el hombre de más bajo en el orden psíquico como el mayor peligro de la hora actual”.
Lo que acabamos de vivir ha demostrado la magnitud del peligro. Hagamos votos para no olvidarlo: aprovechemos una lección tan cruel y que hubiera podido serlo aún más si el impulso de algunos hombres que se jugaron la vida no hubiera intervenido de manera milagrosa. No imaginemos que esos hombres puedan, por medio de nuevos milagros, resolver nuestros problemas, infinitamente complejos, en un lapso de tiempo tan corto como el de la interminable semana de la revolución. Pero ayudémoslos con toda nuestra buena voluntad, con toda nuestra preocupación de verdad y de probidad intelectual. Ésta debe ser la forma y la prueba de nuestro inmenso agradecimiento.
Revista Sur, octubre de 1955
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