Desde hace algunas décadas, el lenguaje económico se ha adueñado del espectro semántico que trata de lo emocional y lo afectivo. Nos dicen que demos lo mejor de nosotros, que nos saquemos rendimiento, que aprovechemos las adversidades para crecer. Como si dependiese únicamente de nosotros mismos.
Cada vez es más habitual entrar en una librería cualquiera y encontrarla invadida por todo tipo de libros de autoayuda en los que, como reclamo principal, se nos invita a «salir de nuestra zona de confort». Estas obras, que cuentan con millones de lectores en todo el mundo, esbozan mesiánicas promesas que –presuntamente– nos permiten eludir el sentimiento de incertidumbre o la ansiedad, afrontar con éxito los momentos flacos de nuestra vida o que aseguran dotarnos de herramientas para sacarnos todo el partido posible en el desarrollo de lo que denominan «crecimiento personal».
Desde hace algunas décadas, el lenguaje económico se ha adueñado del espectro semántico que trata de lo emocional y lo afectivo. Es decir, el lenguaje economicista se ha apoderado de la esfera privada: «sé tu mejor versión», «rentabiliza tus relaciones y emociones», «sácate todo el rendimiento», «aprovecha las oportunidades de las crisis», etc. Sin embargo, como lectores críticos deberíamos preguntarnos qué supone el hecho de que este tipo de literatura, bajo una hábil capa de barniz que todo lo adorna con el augurio del éxito futuro, trate a los individuos como pequeñas empresas de las que hay que extraer todo el rédito posible en cualquier ámbito de la vida, desde las relaciones interpersonales, pasando por el trabajo hasta llegar a la relación con nosotros mismos.
En este contexto, todo se hace susceptible de ser rentabilizado, de ser tratado en términos transaccionales, de pérdida o de ganancia, de éxito y de fracaso. Incluso los trastornos psicológicos. No faltan los perversos gurús que aseguran que las depresiones se las causa el propio individuo, y que es él quien ha de salir del pozo en el que se ha metido. Nadie negará que existen circunstancias y decisiones que pueden conducirnos paulatinamente a lo que Arthur Schopenhauer llamó «los más oscuros abismos humanos», pero también es cierto –y es lo que debe preocuparnos– que, con terrible normalidad (y silenciosa violencia), se obvian, callan y justifican las causas de carácter sistémico y estructural que vertebran la aparición de todo tipo de dolencias psicológicas y psiquiátricas.
Con extremada finura (inmoral), esta manera economicista de referirse a lo emocional ha conducido a un modo análogo de comportarnos con las emociones: el individuo se ve encerrado en un lodazal al que le hacen creer que ha llegado en exclusiva por sus propios deméritos, es decir, porque no ha explotado sus propios recursos de la manera más eficiente. No solo los trastornos emocionales y cognitivos, sino también nuestra posición socioeconómica es achacada a errores solamente individuales: quien no cuenta con recursos económicos es porque quiere, quien no tiene trabajo es porque no se adapta al mercado laboral, quien no prospera es porque no ha sabido relacionarse. Pero no importa: siempre existirá un libro de autoayuda que nos permita aceptar la pobreza, el desempleo o la falta de contactos. Un vasallaje emocional que debe erradicarse, sobre todo, desde las instancias educativas, pero también desde las familias. CONTINUAR LEYENDO
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