Cuando Hannah Arendt (1.964) presenció y narró el juicio de Eichmann en Jerusalem sólo pudo llegar a la conclusión de que el mal, lejos de ser una rareza en el ser humano, puede aparecer en cualquiera de nosotros. Comprobó que los asesinos como Eichmann no eran monstruos excepcionales sino hombres corrientes que hacían dejación de su capacidad de pensar y de responsabilizarse de sus actos bajo la sumisión y la obediencia a un poder externo que justifica estos; desde entonces el mal cambió su rostro terrorífico por una jánica doble faz:: de un lado el monstruo, el psicópata, el calculador, del otro el hombre sin atributos, el mal como banalidad. Cito a Arendt (2001) “Me impresionó la manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso”. Así presentado, el mal se convierte en algo siniestro que acecha en el interior de los hombres y de las mujeres de la calle sin que en ellos haya ningún estigma previo que los señale como portadores de esa semilla de maldad que se activa a poco que las condiciones sociales abonen su crecimiento.
Bilbeny (1995), retomando los conceptos de Arendt en lo que se refiere al exterminio de millones de judíos a manos de los nazis, afirma: “El mal capital de nuestro siglo tiene su causa en la apatía moral de seres inteligentes”, y añade: “el asesino de masas es, ante todo, un idiota moral”, el dato compartido por la mayoría de los nazis era la insensibilidad moral. El autor hace referencia a la idiotez colectiva de los pueblos alemanes e ingleses frente al holocausto. Es esta superficialidad del asesino que señala Arendt, tanto como la ausencia de pensamiento que identifica Bilbeny, lo que nos interesa para exponer nuestra tesis. Para Arendt la capacidad de pensar del hombre va unida al reconocimiento de su duplicidad, de su división interna, la conciencia de ser dos en uno que distingue al individuo que hace uso de su capacidad de pensamiento.
Sin embargo, tener capacidad de pensamiento no significa que sea usada -como Arendt bien se encarga de advertirnos-, máxime cuando se elude el reconocimiento de la división subjetiva y nos conformamos con la plácida identificación yoica.
Sara Paín (1985, 1992), que se ocupa desde hace décadas de las dificultades del aprendizaje, identifica a la oligotimia social como el problema más grave del aprendizaje. Nos encontramos, nos dice, en una sociedad que produce sujetos cuya actividad cognitiva, pobre, mecánica y pasiva se desarrolla muy por debajo de lo estructuralmente posible.
Para ella la oligotimia social provoca que el pensamiento, las reflexiones de los más adaptados a las propuestas de nuestra sociedad, estén mutiladas, muy por debajo de lo que cabría esperar de sus capacidades intelectuales. Se trata de una tontuna colectiva, de una vagancia generalizada, de una falta de amor por el conocimiento, de un miedo a pensar con todos los instrumentos que nuestra historia humana nos ha legado. Marcos Roitman (2003) en perfecta consonancia con Paín, afirma que el individuo crítico es hoy socialmente sancionado: “Pretender ejercer el juicio crítico y la facultad de pensar puede considerarse un signo de inadaptación al medio, ser identificado como un enemigo, constituirse en un peligro social y, por ende, ser acusado de alterar el sistema y condenado al ostracismo”, uno de los efectos del social-conformismo es la reorientación del deseo hacia la búsqueda de objetos, “pensar se resuelve en el deseo de comprar”, así como la construcción de “una realidad donde la renuncia al estado de conciencia se plantea como un objetivo por el cual luchar”.
La historia de la humanidad ha estado marcada por la curiosidad. Cuando hace miles de años algunos primates abandonaron los árboles para adentrarse en la sabana, se trataba sin duda de animales valientes y enormemente curiosos. Sin curiosidad los hombres hubiésemos permanecido siempre en el mismo sitio. El amor al conocimiento ha creado nuestra cultura.
Tan intrínseco a la naturaleza de los hombres era ese anhelo que diferentes filósofos y pensadores (desde Jansenius, 1585-1638, hasta Pascal) dividieron el placer humano en tres tipos, postulando que nos movían tres clases de deseos:
- Libido sentiendi: el placer que nos procuran los sentidos, la carne, la concupiscencia, la sexualidad.
- Libido sciendi: el anhelo de saber, la curiosidad de saber, los ojos como puertas de nuestro organismo al conocimiento del mundo.
- Libido dominandi: el ansia de poder y de dominio
La Ilustración (desde la revolución inglesa de 1.688, a la francesa de 1.789) es el paradigma de ese esfuerzo de los hombres por aprender, por conocer el mundo, de su deseo de iluminar a la humanidad por el ejercicio de la razón. Diderot recogió todo el conocimiento en la Enciclopedie, un enorme acervo de la memoria vegetal, el acopio del conocimiento de la humanidad. CONTINUAR LEYENDO
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