![]() |
Fernando Vicente |
Las personas que se unen para defender el interés común se sienten menos aisladas y asustadas, más protegidas
Las noches de insomnio son páramos donde los minutos se vuelven hostiles. Intentas domesticar la mente, respiras hondo. Tratas de alejar los pensamientos inquietantes, el desasosiego al acecho. El viento susurra en vano su nana, los perros ladran a la luna. Transcurre una lenta procesión de horas, la tristeza se adensa: si no duermes, mañana estarás abatida. Tu cerebro ordena: serénate. Pero cuanto más te esfuerzas en atrapar el sueño, más lejos escapa.
En las hogueras digitales de las redes —y de las vanidades—, los gurús de la felicidad anuncian que haremos realidad nuestros deseos si creemos intensamente en ellos. Nos dan consejos, imperativos suavizados. Dichos para hacernos dichosos: modela tus pensamientos, transforma tus ideas y cambiará tu realidad, atrae lo que deseas, haz ejercicio, sé deseable, asciende, seduce, reluce, rejuvenece. Tienes el poder. La última tendencia es “manifestar”, elegida palabra del año por el diccionario de Cambridge. Consiste en alentar un monólogo interior optimista, robustecer la autoestima, arrojar lejos el bagaje de recuerdos, ideas y hábitos que nos limitan. Sus propuestas podrían parecer sensatas, pero caen en el espejismo de olvidar que la convicción no basta. Aunque mil veces nos dirán que querer es poder, hay obstáculos demasiado grandes, desgracias sobrevenidas, imprevistos del azar. Y, por supuesto, la ventaja de quienes juegan con las cartas marcadas gracias a la cuna, la fortuna y los contactos. Ya sabemos qué tipo de conocimiento premia la meritocracia: el quién conoce a quién.
Las técnicas de autoayuda vuelcan todo el peso del éxito sobre nuestros hombros. Los sueños están al alcance, sin importar la precariedad laboral, las cicatrices del tiempo, el coste de la vivienda, los cuidados a niños o mayores. La obligación de hacer realidad las aspiraciones nos provoca ansiedad y frustración, y conduce a buscar nuevas recetas. Sin embargo, la vida no se cultiva con fórmulas mecánicas: lo más esencial —como dormir o ser felices— huye de la voluntad obsesiva.
Todos los seres humanos apuntamos a la felicidad como arqueros que tienden a un blanco. Esta frase de Aristóteles mantiene una misteriosa y absoluta vigencia. ¿Pero podemos aprender a ser felices? Hace veinticinco siglos, los maestros del buen vivir creían que el camino era la sabiduría, la comprensión clara, un entrenamiento mental capaz de guiar hacia la tranquilidad interior y la bondad exterior. Aristóteles compartía esa fe, pero creía que conviene ser humilde y reconocer que en este viaje surgen dificultades ajenas a nuestro deseo. Como buen conocedor de los vaivenes de la vida, admitía que una parte de ella está ligada a condiciones económicas y materiales, en muchos casos azarosas. Una cierta dicha —Aristóteles abogaba por una prosperidad moderada— no es posible sin salud, seguridad, leyes justas y unos bienes mínimos que garanticen una existencia digna. La felicidad es ilusoria en una polis sin justicia y equidad, en un país en guerra, hambre o dictadura. A este bienestar relativo y dependiente, con sus retrocesos y sus límites, sus aproximaciones y fluctuaciones, se suma, sí, una felicidad que depende de nosotros. De nuestra actitud y decisiones, de nuestros talentos amorosos y humorísticos, de placeres y plenitudes, de la clase de personas que llegamos a ser. Los equilibrios resultarán frágiles, siempre amenazados y sometidos a nuestros fallos. Los seres humanos somos esas criaturas que nunca cometen dos veces el mismo error: como mínimo doce o quince, para estar bien seguros. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario