Pensábamos que el mundo iría siempre a mejor. Que alcanzaríamos mayores cotas de bienestar y de felicidad, y que lo natural es que los hijos vivan mejor que sus padres. Pero, tras décadas de avances, afrontamos tiempos de gran incertidumbre: resulta difícil imaginar un futuro en un contexto de guerras, populismos y desastres naturales. ¿Qué es hoy el progreso? ¿Aún es posible?
El mundo siempre va a mejor. A mayores cotas de bienestar, de respeto, de felicidad. Esta idea, la idea de progreso, ha parecido natural al ser humano durante los últimos tres siglos. Está incardinada en nuestra psique y tenemos una forma cotidiana de pensar en ella: los hijos siempre vivirán mejor que sus padres. Pero la idea de un progreso lineal y ascendente ni ha existido siempre, ni tiene beneficios indiscutibles, ni parece sostenerse en tiempos de futuro abolido, cuando la civilización se da de bruces contra un muro. Los hijos, descubrimos con sorpresa, vivirán peor que sus padres. El menú de apocalipsis cotidianos nunca pareció tan nutrido en un momento en el que Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca encabezando una ola de populismos de extrema derecha que amenazan la democracia, continúan los conflictos bélicos en Ucrania y Gaza, y sobre el futuro se ciernen las sombras de la crisis climática o la tecnología desbocada. Es difícil imaginar un futuro. Y más difícil imaginar un futuro apetecible. ¿Tiene sentido pensar hoy en el progreso?
Hubo un tiempo en el que el mundo parecía estático. La gente nacía y moría, no se movía del terruño, no sabía lo que pasaba en el resto del planeta y todo permanecía más o menos igual. Los cambios sucedían lentamente y predominaba la idea de un tiempo circular, según explicaba Mircea Eliade, el historiador de las religiones de origen rumano, en El mito del eterno retorno (Alianza Editorial). En el pensamiento arcaico, los sucesos de la vida eran solo repeticiones de otros sucesos que ocurrieron en un tiempo mítico, de ahí el carácter sagrado de actividades como la caza, la pesca, el sexo y la veneración de los ancestros. Todo era repetición, igual que se repiten los días y las estaciones. A pesar de que el cristianismo puso un inicio y un fin a la historia (la Creación y el Juicio Final), en las gentes del común persistió arraigada esa sensación de circularidad.
El tiempo lineal, y con él la idea de progreso, llega con la Modernidad, fruto de la Ilustración, las revoluciones científica e industrial y sus consecuencias sociopolíticas: el capitalismo y la democracia liberal. El mundo empieza a marchar a velocidad creciente al hilván de los pensadores ilustrados y su tríada razón-progreso-bienestar. Es la época de las luces que vencen a la oscuridad medieval (una oscuridad que hoy se pone en solfa) y que conducen a nuestro mundo de avances y prodigios. Emerge la actual idea de futuro: un futuro glorioso al que nos dirigimos casi por necesidad.
“La idea de progreso creó el mundo moderno”, explica por correo electrónico Johan Norberg, autor de libros como Progreso: 10 razones para mirar al futuro con optimismo (Deusto, 2018) o Abierto: la historia del progreso humano (Deusto, 2021). Pone ejemplos de sus beneficios: la disminución de la pobreza extrema global, el aumento de la esperanza de vida o la reducción de la mortalidad infantil. “Esto ocurrió gracias a la riqueza y la tecnología, pero las personas no habrían trabajado arduamente para invertir, innovar y crear si no creyeran que sus esfuerzos podrían funcionar. Necesitamos una cultura de esperanza y posibilidad si queremos que el progreso humano continúe”, dice el historiador sueco, considerado parte de los nuevos optimistas, corriente a la que también se asocia, entre otros, al psicólogo Steven Pinker. CONTINUAR LEYENDO
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