lunes, 26 de diciembre de 2022

"RECONQUISTANDO LA CONTEMPLACIÓN". Un artículo de Carlos Javier González Serrano publicado en Ethic el 8 de noviembre de 2022

La velocidad a la que ya estamos acostumbrados nos embauca con una falsa sensación de libertad: a cambio de experiencias superfluas y pasajeras, nos otorga la promesa de un permanente volver a comenzar. Queremos vivir todo aquí y ahora, sin dar espacio para que las experiencias se desarrollen en todo su esplendor e impidiendo que la dimensión contemplativa se haga hueco en nuestra cotidianidad.

En un artículo poco conocido de Hermann Hesse (Kleine Freuden, Pequeñas alegrías en español), publicado en 1899, el autor alemán alertaba sobre los peligros de introducir la rapidez en todas las facetas de nuestra vida y denunciaba la enfermiza aceleración a la que nuestra existencia está sujeta: «Este carácter desenfrenado de la vida actual ha ejercido sobre nosotros una nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado ya de nuestras escasas parcelas de ocio: nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y agotadora que la barahúnda de nuestro trabajo», escribía de forma contundente y premonitoria.

La frontera entre el tiempo de ocio y el tiempo de trabajo se ha desdibujado: todo responde al imperativo de la producción, la rentabilidad y la utilidad. Aún más: hemos aceptado y normativizado esta perspectiva existencial, y las prisas y la medición y rentabilización son los nuevos fetiches de nuestra época, junto con las alarmas, las agendas, las notificaciones y los dispositivos y relojes inteligentes, que sondean, chequean y evalúan nuestros tiempos de vida y nos indican si los hemos adecuado al precepto contemporáneo del fitness.

[...] Queremos vivir todo aquí y ahora, no damos espacio para que las experiencias se desarrollen en todo su esplendor y, con ello, impedimos que la dimensión contemplativa se haga hueco en nuestra cotidianidad, de lo que resulta un estado anestesiado que coarta la posibilidad de sentir auténtica alegría: solo buscamos un inocuo y continuo placer, de forma que nuestros estilos de vida acaban asemejándose a los de sujetos experimentales a los que se somete a una cadena interminable de estímulos que los mantienen entretenidos al precio de insensibilizarlos frente a vivencias más hondas y plenas. Y lo que es aún peor: tales ritmos han normalizado la presencia de trastornos fisiológicos (como el insomnio) y emocionales (como la ansiedad y la depresión) que asientan nuestra vida sobre un terreno de incómodo malestar. Y consentimos: «Es el precio de la vida moderna». «Hay que ser resilientes», nos invitan. «Aguanta. Todo pasará».

[...] Hay que decirlo alto y claro: la posibilidad de frenar y poner coto a la aceleración y a la mecanización de la vida está en manos de cada uno de nosotros. No debemos ser ingenuos ni despreciar el útil y facilitador papel de la tecnología en nuestra cotidianidad. El problema reside en acomodar todos los procesos de la vida a las dinámicas propias de los dispositivos electrónicos. Tampoco nos engañemos: la dependencia al móvil es autoinfligida, nos sometemos a los aparatos y a sus modos de operar de manera voluntaria. El zombie tecnológico no llega a serlo porque se le haya inoculado un virus, sino porque, deliberada y paulatinamente, ha consentido mutar en un sujeto sedado y amodorrado. No es que los dispositivos electrónicos nos mantengan entretenidos, sino que, al contrario (y este es el punto clave), han secuestrado nuestra capacidad de atención y concentración. Y lo han hecho porque queremos.


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