martes, 12 de noviembre de 2024

"LO SIGUIENTE ERA EL FASCISMO". Rosa María Artal, elDiario.es

A Trump le han votado los ciudadanos, a Mazón también. Los ciudadanos elegimos a quiénes creer y los medios por los que informarnos. Lo de ahora es un abismo, una vuelta atrás: la antítesis de la Ilustración. Los partidos tradicionales necesitan una profunda reflexión y mayor incluso los ciudadanos

El fiscal especial Jack Smith se dispone a poner fin, según se ha anunciado, a las causas federales contra Donald Trump dada la inmunidad de la que gozan los presidentes. Son las referidas a subversión electoral y retención ilegal de documentos clasificados. Smith ha tenido una intensa jornada: por la tarde ha pedido también a la jueza a cargo del caso por el asalto al Capitolio una pausa “para analizar la nueva situación”. Durante la campaña, Trump dijo que despediría a Smith “en dos segundos” si era reelegido. Algo que acaba de suceder y no toma posesión hasta enero, pero la maquinaria que se preparó -con el control de la Justicia-, y el regalo de los votantes que le han dado el poder ejecutivo y el legislativo marcan ya la pauta de lo que viene.

Este sábado 9 de noviembre se cumplen 35 años de la caída del Muro de Berlín. Cuando las ansias de libertad derribaron todo un sistema político y económico basado -teóricamente- en la igualdad de los seres humanos. Los estadounidenses han elegido esta misma semana un presidente -para ellos y para el mundo- dispuesto a establecer la desigualdad como organización social basada en reformas drásticas que se ajusten a la llamada ya Ilustración Oscura que elimina trabas democráticas a los intereses de las élites. Se han hecho en estos siglos demasiados cambios inconvenientes para ellas. No son las mismas, por supuesto, la nueva aristocracia -empresarial, tramposa, ávida de dinero,- la vemos en el equipo de Trump, con Elon Musk en cabeza y un círculo de afamados ultraderechistas.

En los incontables análisis que leo para explicar el fenómeno, se suprime una obviedad que no por serlo es decisiva: han sido los ciudadanos quienes han votado a Trump. A un hombre embustero, machista, clasista, xenófobo, convicto de algunos de los delitos que se le imputaron e impulsor del asalto al templo de la sacrosanta democracia estadounidense, el Capitolio, hace cuatro años cuando perdió las elecciones frente a Biden. Y que llega ardiendo en venganza y con ganas de establecerse como gobernante autócrata, tumbando pilares esenciales de lo conocido hasta ahora en las democracias liberales.

El periodista Claudi Pérez, en El País, recuerda una clave del triunfo de Trump que también han señalado compañeros de elDiario.es: “El PIB no es suficiente para ganar elecciones” de Sáenz de Ugarte, por ejemplo. El candidato republicano preguntaba a los ciudadanos: “de acuerdo, las macrocifras están mejor, ¿pero usted llega más holgado a fin de mes o no?” La trampa es inmensa. Y en España también funciona. ¿En serio han creído millones de personas que con Trump van a llegar más holgados a fin de mes precisamente ellos? ¿Saben qué han votado? Estoy convencida de que no, al margen de la laxitud moral que implica elegir a un personaje como éste.

Se inicia la vuelta atrás, la Ilustración Oscura, la tecnofeudal, la destrucción de las democracias tal como eran entendidas. Ése es el problema: no han dado las soluciones requeridas y el hartazgo es grande, pero elegir la peor de las salidas no parece de personas muy informadas. ¿Hay otra? Mientras esperamos otros cuatro años y otros cuatro más a cambios positivos para todos que no se producen, la ultraderecha avanza su modelo como anzuelo al descontento.

Algunos autores muy consistentes como Robert O. Paxton creen que “el fenómeno de Trump tiene una base social mucho más sólida, una base que no tenían ni Hitler ni Mussolini”. En mi opinión, no es tanto una base social -y menos aún informada- sino una que cree en promesas dudosas aceptando en el paquete la vulneración de fundamentos éticos esenciales. Educada en la frivolidad y la ausencia de pensamiento crítico. La primera arma usada por Trump en su anterior mandato fue la mentira. Las soltó casi cada vez que hablaba, como hacen en España líderes de la derecha, Feijóo o Isabel Díaz Ayuso en cabeza. Y la gente se las compra sin pensar en las consecuencias.

Un 52% de mujeres blancas han votado a Trump, probablemente por racismo. Y un 54% de los hombres latinos por machismo. Lo que llaman “la economía” ha primado también en muchos de los seguidores del republicano.

Hace falta ser muy torpe para votar a Trump “porque Biden dejó entrar a todo el mundo”… siendo de origen peruano. Se propone hacer deportaciones masivas. Y así pueden encontrar a miles y millones que se sienten excluidos de las amenazas que les sitúan como dianas de los fascismos. Lo mismo que ocurre en muchos lugares, España incluida.

En estos 35 años desde la caída del Muro de Berlín, han ido tumbando la globalización, el neoliberalismo y la posmodernidad. Lo de ahora es un abismo, una vuelta atrás. Extrema derecha, antidemocrática, reaccionaria y tradicionalista. Nacionalista y proteccionista en lo económico. Que combate los roles de género, la diversidad sexual y las migraciones. Es la antítesis de la Ilustración. Preconiza -como única “modernidad” el funcionamiento de los países como empresas. Jerarquizadas, por supuesto. Que el común de los mortales crea que puede estar incluido entre los beneficiarios es realmente peregrino.

Hasta ahora han usado a los ciudadanos. Si como avisó Trump, no van a tener que votar más, ya no los necesitan si no para seguir usándolos en otros fines. Pero los ciudadanos crédulos no son inocentes. Por grande que sea la decepción, hace falta algo más de curiosidad intelectual antes de tragarse todo lo que echan. Porque cada vez arrojan más basura para el consumo desinformativo e ideológico. A través de las redes infinidad de seres sin el menor conocimiento de nada se han sentido con poder para discutir a la altura de cualquier auténtico experto. El cambio climático, por ejemplo, una enorme amenaza que, para quienes lo niegan sin fundamentos, implica si se suprimen los controles … “vivir mejor”. Información no es lo que cuenta el primero que llega, exige comprobaciones, un orden de prioridades, verdad sobre todo. Y, en efecto, destruirla ha sido y es la gran baza de la ultraderecha.

España, Valencia, la DANA, causas y consecuencias, como ejemplo. Conociendo los perfiles y andanzas de Mazón y su gobierno, te preguntas siquiera cómo pudieron ser elegidos para gestionar asuntos básicos de la vida de las personas. Y no sorprende en absoluto el proceso de mentiras y contradicciones con el que intentan tapar su responsabilidad en el agravamiento de las consecuencias de la DANA, una auténtica tragedia. Pero igual ocurrió en el Madrid de Ayuso en la pandemia. Cierto que medios interesados lo manipulan, pero ¿al punto de disuadir de forma tan extrema la realidad? ¿no aprenden siquiera de las fatales consecuencias en otros?

Un momento muy preocupante, terrible, de la humanidad éste que va in crescendo porque nadie le pone coto. Orban y Meloni revalidados por el triunfo de Trump y todos juntos aprisionando a una Unión Europea que dejó entrar los fascismos hasta la cocina y se mueve cada vez más a sus órdenes. Europa y los partidos tradicionales necesitan una profunda reflexión, pero mayor incluso han de hacerla los ciudadanos que no son sujetos pasivos de corrientes, han de entender que las mueven ellos y a menudo con sus propios errores, esos que terminan por arrasarlos. A Trump le han votado los ciudadanos, a Mazón también. Somos los ciudadanos quienes elegimos a quiénes creer y los medios por los que informarnos.

Cuando hace 5 años un grupo de autores evaluamos los cambios operados tras la caída del Muro de Berlín (Derribar los muros, Roca Editorial 2019) anotamos varias ideas:

“Lo que de veras triunfó en 1989 y los años siguientes fue el capitalismo salvaje, el que se niega a aceptar cualquier tipo de regulación a la primacía del dinero en la vida de los seres humanos y en la explotación de los recursos del planeta. Triunfó universalmente”, escribía Javier Valenzuela. “Todo, desde el aire que respiramos, al agua que bebemos, los alimentos que comemos, pasando por la sanidad, las pensiones, la energía, la educación, la vivienda, la deuda, todo se ha convertido en mercancía objeto de especulación en los mercados bursátiles”, destacaba Lourdes Lucía. Se denunciaba el abandono de su papel de una socialdemocracia que dejó la política económica “en manos de la dogmática neoliberal”, Pérez Tapias

“La prensa parece no servir ya para situar a la sociedad en el tiempo en el que vive, para arrojar luz sobre las democracias y sus procesos de elección, para otorgar libertad a través de la buena información” anticipaba Pedro de Alzaga.

Constatamos también cómo habían brotado otros muros en los ojos espantados de los rescatados en alta mar, en las guerras, en las víctimas del frenético racismo, en la pobreza y en la injusticia que sufren millones de personas. Y Àngels Martínez Castells evocaba a Kavafis para lamentarse de quienes no ven el futuro, aunque lo tengan encima. Y viven sin escuchar el ruido que producen los “albañiles” cuando construyen los muros, sin darse cuenta de que los muros aíslan del mundo exterior“.

Ya hay otro casi insalvable. En lo alto Trump y todos los demás fascistas con millones de seres apoyando los ladrillos engarzados con sus cuerpos y sus vidas para sostenerlos. Esos son los principales responsables. Por cierto, también suelen ser ciudadanos quienes los derriban.

lunes, 11 de noviembre de 2024

"TODOS LOS VALIENTES". Antonio Muñoz Molina, El País

Un paso más allá de reverenciar el valor presunto o verdadero de otros está la convicción de que uno mismo habría sido un valiente. Pero lo que no debería hacerse, por prudencia, es afirmar que uno tampoco se habría escondido

En esta época de permanente exhibición pública del verbo follar, incluso en medios antes tan comedidos como este, y de celebración de los órganos genitales de uno y otro sexo, o género, o como haya que decirlo ahora, estoy esperando el momento en que alguien dé un paso al frente y alabe sin eufemismos el tamaño y la potencia de los atributos del rey Felipe VI. Cabe suponerlos muy superiores a los del presidente del Gobierno, que en virtud sin duda de la pobre dotación de los suyos salió huyendo protegido por los paraguas de los escoltas —”como una rata”, dicen algunos estilistas del columnismo—, mientras el Rey, “el rubio alto”, en palabras de mi colega Arturo Pérez-Reverte, aguantaba a cuerpo limpio la furia de los ciudadanos todavía envueltos en barro y azotados por la desgracia. He observado que de la valentía de la reina Letizia se habla mucho menos, quizás porque, careciendo de la prestigiosa anatomía masculina, su coraje no llega a esas alturas épicas exclusivas de quien esté marcado “por varón en la ingle con un fruto”, como en el soneto taurino y ya tristemente rancio de Miguel Hernández.

Todo indica que “vuelve el hombre”, como decía el anuncio de colonia. En el mismo programa de televisión en el que glosaba la estatura y el pelo rubio de Felipe VI, Arturo Pérez-Reverte aseguró saber cómo es la “herramienta” del ya caído Íñigo Errejón. Eso me hizo recordar una observación célebre de Donald Trump sobre los comentarios de quienes acababan de compartir la ducha con un campeón de golf, y habían tenido así la oportunidad de calibrar sus varoniles frutos: “Oh Boy!”. La testosterona es como aquel brandi Soberano que veíamos anunciado en los televisores del paleolítico franquista: “Cosa de hombres”. No han debido de ser muy eficaces décadas enteras de pedagogía dedicadas a desmontar los estereotipos de lo masculino y de lo femenino cuando los héroes de la música urbana posan al filo de sus piscinas bien despatarrados para mostrar el volumen de sus atributos, y las chicas jóvenes se someten al quirófano para adquirir culos neumáticos, pectorales y labios de favoritas en los harenes de los narcotraficantes.

La valentía, como el antifranquismo, brilla incluso más cuando es retrospectiva. Hay grandes luchadores antifascistas que ni siquiera habían nacido cuando murió Franco, lo cual no les impide afear la cobardía de quienes en vez de derribar por la fuerza el franquismo, traer la Tercera República y culminar la revolución bolchevique, se conformaron con armar una democracia, ganar derechos civiles y sindicales e integrar al país en Europa, apoltronándose en otro régimen no mucho menos lamentable, el Régimen del 78. Hace años tuve una de esas discusiones extenuadoras y superfluas, en las que uno se pregunta más tarde cómo se dejó enredar. Un valiente retrospectivo o virtual se empeñaba en convencerme de que los judíos europeos eran responsables de su propio exterminio por no haberse rebelado a mano armada y en masa contra los matarifes alemanes. El levantamiento del gueto de Varsovia, o la muy bien documentada participación de luchadores judíos en la Resistencia, no le parecían pruebas suficientes de valor; ni era capaz de imaginar la infinita vulnerabilidad de las personas comunes, débiles o no, ante la maquinaria de la fuerza bruta, el aturdimiento que congela a casi cualquiera que se ve sometido de golpe a la violencia extrema y en un relámpago de horror se sabe una víctima inerme.

Tiempo después, un querido amigo ya muerto, el escritor Aharon Appelfeld, que a los ocho años se había visto huérfano y perdido en esas zonas del este de Europa que Timothy Snyder ha llamado las “tierras de sangre”, me contó que los supervivientes de los campos, cuando llegaban al Israel recién fundado, eran vistos con desprecio por los pioneros sionistas que lideraban el nuevo país: machos guerreros, fortalecidos por la intemperie, la disciplina espartana, reacios al intelectualismo afeminado de los judíos cosmopolitas, pálidos habitantes cobardes de los cafés europeos. Con más de 80 años, pequeño, con una cara redonda y afable, con los ojos claros y miopes tras las gafas, Appelfeld recordaba al niño asustado y hambriento que había sido, cuando solo pudo salvarse porque lo acogió una banda de forajidos en los bosques de Ucrania.

Un paso más allá de reverenciar la valentía presunta o verdadera de otros está la convicción de que uno mismo habría sido un valiente. Es como cuando alguien dice que es poeta, con el mismo aplomo con que diría que es funcionario de Hacienda. A mí me dan ganas de preguntar: “¿Y cómo lo sabes?”. El novelista, y poeta, Manuel Vilas se ha sumado en estos días a la glorificación del coraje físico, recordando la foto en la que se ve a Santiago Carrillo y Adolfo Suárez sentados en sus escaños del Congreso, mirando sin señales de inmutarse el espectáculo de los guardias civiles con bigotazos, tricornios y exabruptos de bebedores de coñac, que blandían sus pistolas con una rigidez de marionetas de esperpento, aunque también con una determinación de ejecutores. Es sin duda admirable el coraje personal y civil de esos dos hombres: pero no creo que deba ser usado para rebajar la dignidad o poner en duda la entereza de quienes sí se escondieron bajo sus escaños, hombres y mujeres, diputados, taquígrafos, ujieres, periodistas. A nadie se le puede reprochar que actúe según el instinto primario de supervivencia, más aún si está desarmado y tiene delante un arma de fuego, uno de aquellos pistolones cascados y subfusiles inestables de entonces.

Pero lo que no debería hacerse, por prudencia, es afirmar que uno tampoco se habría escondido. ¿Cómo lo sabes? ¿Con qué derecho te sientes superior a quien estuvo allí, a quien humanamente tuvo miedo? En la red X, cuyo dueño sátrapa y lunático es cada día más poderoso gracias a los muchos millones de personas que contribuyen a su enriquecimiento y a su propagación de la mentira, Manuel Vilas dice que él, a diferencia de Pedro Sánchez, se habría quedado delante de los amotinados en Paiporta: “Yo me habría quedado, aunque me hubieran abierto la cabeza. No soporto la cobardía, es lo más feo del mundo. Aunque me hubieran abierto la frente a pedradas, yo me habría quedado”. Dan ganas de decir, como don Latino de Hispalis ante las exclamaciones de Max Estrella en Luces de Bohemia: “¡Admirable, Max!” Admirable, Manuel. Pero permíteme una pregunta: ¿Cómo lo sabes, Manuel? ¿Te has visto en esa misma situación? ¿Te han gritado “perro” y “asesino” y han destrozado a golpes los cristales blindados del coche en que viajabas?

Tuve hace bastantes años la suerte de conversar despacio y a fondo con el psicólogo José Luis Pinillos, conocedor agudo del cerebro y de la mente humana, y además veterano de la División Azul, en la que se había alistado con insensato fervor falangista cuando era poco más que un adolescente. Aquel hombre erudito y apacible y siempre algo pesaroso con el que era tan grato conversar, había participado con el uniforme de la Wehrmacht en el sitio de Leningrado, y recibido una Cruz de Hierro. Fue a Rusia con la ilusión de convertirse en un héroe fascista y al ver lo que los alemanes hacían a los judíos y a los rusos se convirtió por asco y vergüenza en un demócrata. Me dijo que cuando se llega al frente, cuando suenan las bombas y los disparos y la gente empieza a caer fulminada, nadie sabe si va a ser valiente o cobarde, si va a dar media vuelta, o a sentarse llorando en el suelo. Algo sí es seguro: los que más se jactaban de su valentía antes de entrar en batalla suelen ser los que más rápidamente se derrumban. Decía Pinillos: “Los más chulos son los que antes se cagan de miedo”. Él los había visto, y los había olido.

sábado, 9 de noviembre de 2024

«EL VICTIMISMO SE HA CONVERTIDO EN UNA FUENTE DE AUTORIDAD". Entrevista a Suisan Neiman, filósofa y Directora del Einstein Forum en Potsdam

La filósofa estadounidense Susan Neiman, que dirige desde el año 2000 el Einstein Forum en Potsdam, acaba de publicar ‘Izquierda no es woke‘ (Debate, 2024), una defensa de la izquierda ilustrada y una crítica a los enemigos de la razón. Más que criticar al movimiento ‘woke’ –que se niega a definir porque lo considera incoherente– su libro defiende aspectos de la Ilustración que considera que están en peligro: desde el universalismo de los valores a la noción de progreso o la idea de que la razón es emancipadora y no un instrumento de dominación como sugieren sus críticos.

Hay siempre un debate sobre lo que es exactamente lo woke. Una definición breve podría ser «política de la identidad desde la izquierda», es decir, la politización de unas identidades concretas que son esencializadas.

En primer lugar, no uso el concepto de política de la identidad. Creo que está mal y tenemos que dejar de usarlo. Yo uso tribalismo. Pero ese es solo uno de los problemas de lo woke. Hay otros dos problemas en los que creo que lo woke se acerca a una visión reaccionaria y que abordo en el libro, que es la distinción entre justicia y poder y la cuestión del progreso humano. Creo que son más importantes que la cuestión de la identidad, pero son menos atendidas. En segundo lugar, no creo que sea posible definir lo woke, porque es un concepto incoherente. Una de las razones por las que escribí el libro era para explicarme eso. Lo woke se construye sobre una base de emociones muy de izquierdas (estar del lado de los oprimidos, corregir los errores del pasado), con las que estaba y estoy de acuerdo. El problema es que las emociones están completamente separadas de las ideas. Y se usan ideas muy reaccionarias.

Hace décadas, esencializar a la gente («los blancos son así», «los negros son de esta manera», «las mujeres de esta otra») era algo reaccionario, pero hoy es progresista. Cita una frase de Benjamin Zachariah: «La autoesencialización y el autoestereotipo no solo están permitidos, sino que se consideran emancipadores».

Creo que tiene que ver con algo que estoy investigando para otro libro. Hemos pasado de identificarnos con el héroe como el sujeto de la historia a identificarnos con la víctima. El héroe es activo, nadie es un héroe solo por sufrir. Pero en los últimos setenta años nos hemos centrado en la víctima. Es una corrección, era algo positivo al principio. Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. Y las víctimas de la historia quedan fuera de la historia. Y a mitad del siglo XX nos dimos cuenta de que estábamos dejando fuera de la historia a mucha gente. Y hubo individuos que comenzaron a sentir que no debían rechazar su condición de víctimas, e incluso comprobaron que había incluso ventajas materiales al identificarse como miembro de un grupo históricamente oprimido.

¿Qué ocurrió a mitad del siglo XX para que se produjera ese cambio? ¿Es consecuencia del movimiento anticolonial o poscolonial?

Creo que hubo dos causas, una el anticolonialismo y el otro el Holocausto, que pusieron a la víctima en el centro. Igual que muchas cosas, la gente quería corregir un error y una ausencia (la falta de víctimas en el relato histórico) pero se pasaron de la raya. Alemania es un ejemplo de esa «sobrecorrección» con respeto al Holocausto.

Quien quiere identificarse como víctima es porque espera algún tipo de reparación. Y esto es algo que solo puede ocurrir en una democracia. A nadie se le ocurriría exigir el estatus de víctima en una dictadura totalitaria.

Es cierto, pero creo que no es un proceso tan consciente. Sí, hay individuos que se posicionan como víctimas para obtener beneficios, pero la mayoría no. Por ejemplo, odio absolutamente cuando me invitan a un acto o comité solo porque necesitan una mujer. Y odio cuando se me identifica como «filósofa mujer». Hago filosofía y mi género quizá sea importante en otras situaciones pero no es importante en mi profesión. Y la mayoría de gente creo que en cierto modo se siente así, se sienten incómodos explotando su posible victimismo. Pero incluso aunque no sea una cuestión de reparaciones monetarias, hay una reparación simbólica: hoy parece que tienes más autoridad por haber sido víctima. El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad. Antes mencioné a Alemania. He escrito bastante al respecto. Una de las cosas que cambió mi opinión fue convertirme en una conferenciante prominente en cuestiones sobre el antisemitismo e Israel y Palestina desde una perspectiva de una judía de izquierdas, que es algo común en Israel y en EE.UU. pero muy poco común en Alemania. Hay muy pocos judíos de izquierdas. Y los pocos que se atreven a hablar en contra de Israel son incluso llamados nazis. En Alemania no hay muchos judíos en puestos importantes. Yo dirijo el Einstein Forum. Me he dado cuenta de que las voces más autorizadas de la comunidad judía en Alemania son los judíos que hablan solo de antisemitismo. Y es lo que hacen constantemente las organizaciones oficiales judías, de tendencia de derechas. Y los judíos que no queremos ser vistos simplemente como posibles víctimas del Holocausto somos considerados menos auténticos. Es un cambio bastante interesante. Ha pasado también en EE.UU. con el racismo. Las voces negras auténticas son las que enfatizan la historia del racismo. Estoy leyendo mucho a Franz Fanon, y en uno de sus ensayos dice: «No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis antepasados». Y dice muchas cosas parecidas, que resultan chocantes hoy. Se ha convertido en un símbolo de la teoría poscolonial, que por cierto es algo muy diferente al movimiento anticolonial. Pero no se suelen mirar esas citas de Fanon, en las que insiste una y otra vez que no quiere ser una víctima, que esa no es su identidad. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 8 de noviembre de 2024

"CONTRA LA DESESPERACIÓN EN TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE". Manuel Cruz, El País

Los pensadores contemporáneos apuntan que la esperanza, lejos de dar por descontado un futuro ilusionante, abre un espacio en el que la acción incida en la evolución de los acontecimientos y despierta un potencial revolucionario

Si la palabra-fetiche (o tótem, según se mire) de la pasada década fue “populismo”, la de la presente parece estar siendo, con escaso margen de error, “incertidumbre”. A partir de esta inicial constatación, el discurso puede emprender caminos diferentes. Uno, bien interesante, sería el que conduce a intentar localizar el real fundamento de esta generalizada sensación de incertidumbre (¿no tiene algo de contradictorio que en una época como la actual, con un desarrollo del conocimiento tan enorme, dicha sensación vaya en aumento?).

Sin duda, existen serios motivos para que la palabra en cuestión ocupe ese simbólico lugar de privilegio, pero tal vez ahora, más que adentrarnos en el análisis de los mismos, resulte de mayor interés tomar otro camino, el de analizar, aunque sea de manera sucinta, los efectos que la hegemonía de dicha palabra está teniendo sobre el imaginario colectivo actual. Porque parece un hecho sobradamente acreditado que son muchos los que, a partir de la constatación de la incertidumbre en casi todos los ámbitos de la vida, tanto colectiva como personal, extraen conclusiones que, a poco que se examine la cosa con un mínimo de detenimiento, están lejos de ser obvias.

El caso más claro de este non sequitur es el de los que resucitan, a partir de la constatación de la ausencia de casi toda certidumbre, el viejo y recurrente dilema entre optimismo o pesimismo. Así, empezando por el cuerno negativo del dilema, es frecuente que el término “incertidumbre” se vea interpretado bajo una clave engañosa, dando a entender que la señalada ausencia representa algo parecido al anuncio de una condena. Pero lo que en puridad significa la incertidumbre es que no sabemos con seguridad a qué atenernos, no que estemos condenados a que pase necesariamente lo peor. La incertidumbre, por tanto, implica la existencia de un espacio para actuar y, matiz sustancial, la posibilidad de que nuestra acción incida en la evolución de los acontecimientos.

He aquí el aspecto absolutamente fundamental del asunto. El desconocimiento de qué va a suceder (o cómo, o cuándo) constituye el espacio imaginario en el que habita la esperanza y, en consecuencia, dibuja el perímetro del territorio para la acción. En ese sentido, bien podría afirmarse que la incertidumbre es el ámbito de la apertura al cambio, la condición de posibilidad para el obrar humano transformador. Sin que quepa confusión entre categorías: el optimismo (el otro cuerno del dilema) no es en modo alguno lo mismo que la esperanza. En realidad, si el optimista cree tenerlo todo claro es precisamente por una carencia: porque ni duda ni pone en cuestión el estado de cosas vigente. Más bien al contrario, “contempla el futuro como un asunto zanjado desde hace ya mucho tiempo”, según ha indicado Byung-Chul Han (en La tonalidad del pensamiento, aunque hay que decir que el pensador coreano ha abundado en idénticas ideas en su posterior El espíritu de la esperanza).

La introducción de la esperanza que llevan a cabo los autores que estamos comentando de ninguna manera debe interpretarse en el sentido de que estén dando por descontado el final feliz del advenimiento de un futuro ilusionante. Se trata de otra cosa, bien diferente, y que no tiene que ver tan solo con lo epistemológico (con la imprevisibilidad en abstracto). Porque la incertidumbre lo es también, y de manera muy destacada, en relación con la deriva concreta que está siguiendo nuestra sociedad, deriva que es vivida por un número creciente de personas en términos de desesperación. De ahí que se pueda afirmar que en nuestros días la esperanza, más que constituir ningún tipo de anticipo consolador, lo que hace es expresar, a contraluz, la urgencia por escapar de un presente insoportable. O, por decirlo con las palabras de la vieja luchadora (Angela Davis), “necesitamos esperanza si queremos conseguir alguna cosa en este mundo”.

No cabe, pues, entender la esperanza en términos de que todo estaba, está o estará bien: hay demasiado sufrimiento y destrucción alrededor nuestro como para mantener semejante convencimiento. La esperanza de la que ahora hablamos solo tiene sentido si activa alguna forma de compromiso y, añadamos un matiz insoslayable, si es capaz de encontrar la articulación entre la esfera de la voluntad y la de la racionalidad, tal y como ya nos advirtiera Terry Eagleton (“La esperanza auténtica debe estar basada en razones”, escribió). Es esta articulación la que, asimismo, llena de contenido las lejanas palabras de John Berger en Modos de ver: “La esperanza no es garantía para el mañana, sino un detonador de energía para la acción de hoy”.

Siempre habrá, desde luego, quien nos señale que con la esperanza no basta, y no le faltará razón. Pero no es menos cierto que sin ella nada será posible. Solo a partir de la esperanza en otro mundo, en un mundo mejor, puede surgir un potencial revolucionario (“La esperanza es el fermento de la revolución”, sostiene Byung-Chul Han en La tonalidad..., mientras que en El espíritu... da un paso más allá en la formulación y llega a afirmar: “Sólo en la esperanza de un mundo distinto y mejor despierta un potencial revolucionario”) o, si se prefiere enunciar esta misma idea de modo menos enfático, únicamente merced a ella podremos recuperar una vida que sea algo más que mera supervivencia (ahora con las palabras de Žižek en su Demasiado tarde para despertar: “Es necesario un cambio social radical —una revolución— para civilizar nuestras civilizaciones”).

Aunque, todo hay que decirlo, también cabría una tercera formulación, tan sencilla como concluyente: la esperanza reabre la posibilidad del futuro. Se trata, por supuesto, de una tarea particularmente difícil si asumimos, con toda su verdad, la realidad de un pasado que puede devolvernos una imagen de nosotros mismos severamente perturbadora.

El filósofo chileno Sergio Rojas, en su libro El pasado no cabe en la historia, lo ha planteado así: nos toca intentar pensar el futuro después de “lo que nunca debió ocurrir” o, por expresar esto mismo a la manera de George Steiner, después de haber vivido “cosas que derrotan al lenguaje”. En todo caso, la esperanza que hoy necesitamos es, en efecto, una tarea, un quehacer, un empeño, no una pasiva espera del porvenir (que así se denomina porque nunca viene, como quedamos advertidos por el poeta). Por su parte, John Holloway ha señalado con claridad por dónde toca empezar dicha tarea: debemos re-aprender la esperanza. Sin nadie que nos la enseñe, podríamos añadir para no llamarnos demasiado a engaño.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

"TRABAJAMOS MÁS HORAS QUE NUNCA. NECESITAMOS UNA NUEVA POLÍTICA DEL TIEMPO". Gusy Standing, El País 23 OCT 2024

Tenemos que recuperar parte de nuestras horas para dedicarlas a estar echados junto a la persona a quien queremos o bosquejar los versos de un poema, escribe en un nuevo ensayo el economista y defensor de la renta básica Guy Standing

Pasar un rato entretenido tomando algo, estar echado en la cama junto a la persona a quien quieres, rasguear una guitarra o toquetear un teclado, leer o incluso bosquejar los versos de un poema, darle mil patadas a un balón con tu hijo o tu hija, correr por los límites del terreno de juego para parar una pelota: todos tenemos una larga lista de actividades con las que nos gustaría llenar el implacable paso de las horas.

El tiempo es valioso. En nuestra singladura vital, seguramente llega un momento en que nos damos cuenta de que, hagamos lo que hagamos, a lo que debemos aspirar realmente es a crear buenos recuerdos de cómo hemos empleado nuestro tiempo. Aprovechar el tiempo sabiamente es una habilidad que a veces se aprende, aunque muy a menudo no. Por desgracia, en nuestra sociedad moderna, hedonista, materialista y movida por el mercado, son demasiado pocas las personas que disponen de control suficiente sobre su tiempo como para poder desarrollar o ejercer esa habilidad. Pero ¿cómo podemos cambiar esto? Pues mediante una nueva política del tiempo.

Tres regímenes temporales han definido la historia humana a lo largo de los dos últimos milenios: el tiempo agrario, cuyo uso venía determinado por las estaciones y la meteorología; el tiempo industrial, cuando la influencia del reloj fue en aumento y la vida pasó a estar definida por bloques temporales, y el tiempo terciario, propio de las economías actuales, más basadas en los servicios que en la industria o la agricultura, y caracterizadas también por la difuminación de los límites entre los diferentes usos del tiempo.

Todas las grandes alternativas políticas han incluido posicionamientos implícitos en cuanto al tiempo. En muchos programas electorales se ha recogido un compromiso con la reducción de la jornada laboral, por ejemplo. Pero lo que no ha figurado en los relatos de los partidos y sus candidatos ha sido una política explícita del tiempo; tampoco han dado a la libertad temporal, por así llamarla —la libertad para regir nuestros propios usos del tiempo—, la prioridad que esta merece. (…)

Muchas personas trabajan mucho más hoy en día que casi en ningún otro momento de la historia humana si sumamos el trabajo remunerado y el no remunerado. Esto está generando un nivel colosal de estrés y de morbilidad. Algunos comentaristas han querido recuperar los postulados que John Maynard Keynes expusiera en su ensayo Las posibilidades económicas de nuestros nietos —en el que el célebre economista británico predecía en plena Gran Depresión que, en cuestión de unos cien años (es decir, hacia 2030 como muy tarde), las personas trabajarían una media de solo quince horas semanales— y han identificado este malestar general actual con el “dolor del reajuste de un periodo económico a otro” del que hablara el propio Keynes. La periodista Suzanne Moore, en un perspicaz artículo, ha sugerido que deberían ser la cultura y el arte los que guiasen ese reajuste, pero ha recordado asimismo que, en la actualidad, ambos han perdido gran parte de su capacidad para hacerlo. Esto, en mi opinión, responde a la erosión del “procomún cultural” en la reciente era del capitalismo rentista y de canalladas ideológicas como la austeridad.

No obstante, lo cierto es que, casi un siglo después de que Keynes lanzara su vaticinio, este está muy lejos de cumplirse: de hecho, nunca había sido más improbable. En el fondo, apuesto a que el propio Keynes jamás habría considerado reducir su carga laboral a solo quince horas a la semana: le gustaba demasiado trabajar.

Entonces, ¿cuál debería ser nuestra concepción del tiempo con vistas a desarrollar una política de este? Hasta el más autorizado filósofo del tiempo, Gerald Whitrow (1912-2000), reconoció que era un concepto de difícil definición. En el primer capítulo de su libro What Is Time? (1972, qué es el tiempo, sin traducir al español), contaba el dilema de un sacerdote medieval que decía que si nadie le formulaba abiertamente la pregunta “¿qué es el tiempo?”, él tenía la sensación de que conocía la respuesta, pero que si tenía que explicársela a alguien, no le quedaba más remedio que admitir que no la sabía.

La idea del tiempo fue cristalizándose seguramente a medida que los humanos tomaron conciencia de su propia mortalidad y de los ciclos de reproducción. No deja de ser propio de la condición humana que reconozcamos el carácter finito y cambiante de la vida, y que valoremos a su vez el paso de las estaciones y del tiempo en general según nos familiarizamos con los estados de ánimo asociados a ese devenir temporal. En el discurso ‘El mundo es un gran teatro’ de la obra de Shakespeare Como gustéis, se nos cuentan las siete edades del hombre, y sea cual sea aquella en la que estemos al leer esos versos, seguro que todas nos producen una punzada emocional. No es mero sentimentalismo: la mayoría de nosotros pasamos por el tiempo —por nuestras vidas, en definitiva— a toda prisa, sin el debido respeto a su transcurrir.

Alguien que vive hasta los ochenta años de edad apenas si ha acumulado unas cuatro mil semanas de vida, según reza el elegante título de un libro de “gestión del tiempo” que salió en 2021. Esa cifra nos recuerda lo valiosa que es cada una de las semanas que van transcurriendo. Y si una parte importante de ellas se ocupa en actividades sobre las que no disponemos de control alguno, bien haríamos en preocuparnos, cuando no incluso en enfadarnos. Y no menos enfadados deberíamos estar si las políticas de los Estados someten a algunos colectivos sociales a controles exógenos a los que no aceptaríamos someternos nosotros.

Llevo ya décadas bregando con el tema del tiempo, un afán nacido principalmente de un descontento con el secuestro y la adulteración del concepto de ‘trabajo’ desde determinadas posiciones ideológicas. Recuerdo que, hace muchos años, me invitaron a participar en Nueva York en un congreso de especialistas en estudios sobre el uso del tiempo. Yo era entonces un joven economista de quien sin duda se esperaba que acudiera allí a escuchar y aprender. Pero tras ver tablas y más tablas con detalladas estadísticas sobre el tiempo que personas de todo el mundo dedicaban a numerosas actividades, hice la pregunta impertinente del día: “¿En alguna de esas encuestas ha salido alguien diciendo que mantenía una aventura?”.

Obviamente, ningún investigador había preguntado por eso. A los especialistas no les hizo mucha gracia mi indiscreción, desde luego. Pero mi argumento iba muy en serio. Cuando nos hacen preguntas sobre nuestro uso del tiempo, la mayoría tendemos a responder lo que creemos que es normal o lo que se podría considerar como un tipo de utilización aceptable y responsable de nuestros momentos cotidianos. Pero la infinidad de estadísticas existentes sobre cómo distribuimos nuestro tiempo deberían considerarse meros envites iniciales a la hora de afrontar el tema. De hecho, incluso aunque llevemos un diario personal, rara vez estaremos usando el tiempo tal como más adelante recordaremos que lo usamos en aquel momento.
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Guy Standing (Greenwich, Londres, 1948) es economista. Este texto es un adelanto editorial de La política del tiempo. Tomar el control en la era de la incertidumbre, de editorial Paidós y con traducción de Albino Santos, que se publica este 23 de octubre.

martes, 5 de noviembre de 2024

"NO SON EL FEMINISMO". Najat El Hachmi, El País

Los ‘posmoalternativos’ nunca nos representaron y prueba de ello son todas las veces que el movimiento señaló sus traiciones a la agenda por la igualdad

Se culpa ahora al feminismo del machismo de un político de la “nueva izquierda” como si la lucha por la igualdad solo estuviera en los partidos y fuera patrimonio exclusivo de los posmoalternativos. Pero fueron ellos quienes cometieron el grave error de ir a por lo que bautizaron como “feminismo clásico”. Porque decían que era del PSOE cuando era y es de todas las españolas. Atacaron sin complejos a figuras destacadas y activistas y despreciaron a las bases. Primero tildándolas de blancas privilegiadas colonizadoras (será que las que están en la cúpula de estas organizaciones son unas pobres obreras negras, será que no tienen chachas limpiando en casa mientras ellas cambian el mundo). Luego nos intentaron colar el oxímoron del feminismo islámico, como si la misoginia de Mahoma fuera mejor que la de la Curia Vaticana, como si a las moras nos encantara taparnos y convertirnos en trad wifes multicultis. Eso les daba una nota de color que disimulaba su racismo. Un racismo que llevó a una de sus más destacadas figuras a contarme a mí lo que significa ser mujer, inmigrante, musulmana y trabajadora de una fábrica y a tildarme de reaccionaria por afirmar que quiero igualdad de derechos.

Luego nos vinieron con la regulación de la prostitución. Ada Colau dio subvenciones tanto a islamistas como a entidades que daban cursos de prostitución. Pablo Iglesias elevó a los altares a una actriz porno. A ellos debemos la propagación de la idea de que los niños pueden decidir sobre su sexualidad sin el amparo de los padres. Nos presentaron lo que antes se consideraban perversiones como prácticas subversivas que desafían el orden establecido. Nos contaron que no había nada más revolucionario que maquillarte y ponerte falda y zapatos de tacón. “Feminismo es cuidar”, sentenció Pablo Echenique. Incluso nos expulsaron del “sujeto político del feminismo”. No, nunca nos representaron y prueba de ello son todas las veces que el movimiento señaló sus traiciones a la agenda por la igualdad. También intentaron convencernos de que no existen los sexos y no se sabe lo que es una mujer (Errejón parece que lo tiene claro). Teníamos que aceptar ser tildadas de mujeres cis o progenitoras gestantes o menstruantes. Ninguno de ellos se definió nunca por sus secreciones, ellos estaban por encima y dictaban lo que tenía que ser y cómo tenía que ser el feminismo. Fue una apropiación indebida, un intento de sustitución parasitaria. El feminismo está donde siempre estuvo: en pie por la igualdad con la agenda en la mano.

domingo, 3 de noviembre de 2024

"EXIBICIÓN PÁNICA", Juan José Millás, El País

Dan ganas de apagar el trasto cuando aparece este hombre en el telediario, con ese aspecto de lactante ahíto, para perpetrar alguna de sus fechorías, o facherías, dialécticas. Decía Cocó Chanel, aunque lo podría haber dicho Camus, que a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro. También Tellado, que, tras sus intervenciones, se precipita en un deleite íntimo productor de una sonrisa satisfecha (quizá satifacha) que no pertenece a esta dimensión de la realidad. Habría sido perfecto para encarnar al recién nacido de La semilla del diablo. No es necesario tener cuernos ni pezuñas para provocar el horror. Polanski prefirió que no apareciera en la película el bebé de Rosemary como Kafka se negó a que en las portadas de La Metamorfosis apareciera un escarabajo. Partían ambos de la idea de que no convenía cambiar el terror metafísico por la truculencia plástica. Quizá no se habían percatado aún del poder paralizante de la normalidad. Saque usted a una persona normal, normal como Tellado, que es el epítome (signifique lo que signifique epítome) de la normalidad, sáquelo usted, decíamos, sujetando el cartel de la imagen con esos dedos recién salidos de la manicura, y déjese de historias. El efecto pánico está conseguido sin necesidad de los rabos ni de los cuernos que temía Polanski, o de los exoesqueletos de los que recelaba Kafka.

Hasta en sus propias filas, dicen, produjo espanto esta fotografía, sobre todo cuando uno comparaba la expresión de los rostros de las víctimas con la del portavoz, o lo que sea, del PP. ¡Qué nostalgia de ETA y qué poco pudor en exhibirla!

"LA DOCTRINA DEL 'SHOCK' Y LA DEMOLICIÓN DE LO PÚBLICO", Raquel Marcos Oliva, elDiario.es

Vecinos y voluntarios limpian los estragos
de la dana en Utiel, Valencia

Estamos en ese momento de trauma colectivo en que eslóganes como “solo el pueblo salva al pueblo”, “todos los políticos son iguales” o “la política no sirve de nada” se clavan como arpones en la conciencia colectiva, erosionando el poder y la validez y vigencia de lo público y del servicio público

En un libro muy adecuado para estos días después de la tragedia, La doctrina del shock, Naomi Klein explica una de las tesis del economista Milton Friedman y la célebre Escuela de Chicago: esperar a que se produzca una crisis de primer orden o estado de shock, y vender al mejor postor pedazos de la red estatal pública a agentes privados mientras los ciudadanos aún se recuperaban del trauma, y rápidamente lograr que las reformas ultraliberales que se quieren implantar y que no son posibles sin una ciudadanía desgarrada por una crisis repentina y atroz, fueran permanentes. En uno de sus ensayos, Friedman escribe: “Sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.

La última vez en su vida que Friedman pudo poner en práctica esta idea fue tras el huracán Katrina que destrozó Nueva Orleans y dejó 1.800 muertos en 2005. El economista, ídolo de la derecha liberal, murió un año más tarde, pero le dio tiempo a diseñar el desmantelamiento de la escuela pública en Nueva Orleans y sustituirla por una red de escuelas chárter construidas por el estado pero gestionadas por instituciones privadas. Con mucha mayor agilidad de la que se hizo gala para restaurar la red eléctrica en toda la ciudad, las escuelas chárter se hicieron realidad, miles de maestros de la pública se quedaron en la calle y de 123 escuelas públicas que funcionaban antes del huracán sobrevivieron 3. El libro de Klein es un extenso estudio de la relación entre el shock y el libre mercado y cómo se aprovechan momentos de trauma colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas económicas y sociales de derecha radical.

En estos días estamos en ese momento de trauma colectivo, y empiezan a ser patentes “las ideas que flotan en el ambiente” de las que hablaba Friedman y que nos influyen a todos, también a los periodistas que estamos tratando con esa información tan delicada y sensible. Eslóganes como “solo el pueblo salva al pueblo”, “todos los políticos son iguales” o “la política no sirve de nada” se clavan como arpones en la conciencia colectiva, erosionando el poder y la validez y vigencia de lo público y del servicio público. Parece evidente que se han cometido errores de prevención y gestión y el altísimo número de fallecidos, más de 200, y la previsión de que sean muchos más, dificultan el análisis de una catástrofe que aún no ha concluido. Nos olvidamos de que los cambios que se imponen a través de la conmoción pueden ser irreversibles cuando la normalidad se restaure. Klein advierte de que siempre hay personas, organizaciones y movimientos que “rezan para que se produzcan las crisis igual que los granjeros sedientos rezan para que llueva y los cristianos apocalípticos rezan para que llegue el Rapto que ha de llevarse a los fieles a la derecha de Cristo. Cuando por fin se desata la tragedia, saben inmediatamente que ha llegado su momento”.

“Sus mentes son como tablas rasas sobre las que nosotros podemos escribir”, escribieron los doctores Cyril J.C. Kennedy y David Anchel sobre los beneficios de la terapia de electroshocks. Klein apunta que Friedman creía que la única manera de avanzar en su camino al capitalismo más puro era aprovechando los shocks más dolorosos, y en nombre del pueblo diseñar y llevar a cabo la disminución o desaparición de lo público, de lo que realmente es del pueblo. En ese camino sin retorno estorban los científicos, agotadora e injustamente cuestionados, estorban las limitaciones a las exigencias empresariales, estorba el periodismo que informa y no se refocila en la adjetivación de la tragedia y en el frentismo, estorba la conciencia cívica frente al individualismo y estorba el Estado ya tachado sin remedio de opresor e inútil. Tardamos en comprender que, mientras lloramos, mientras nos estremecemos, ya hay alguien cavilando sobre cómo alimentarse de las ruinas, cómo sacar partido de las buenas intenciones y de millones de sensaciones de inseguridad y dolor, cómo desguazar lo que nos mantiene a flote. La esperanza está en las personas arraigadas en las comunidades en las que viven, que defienden y mejoran lo público, que aprenden juntas de los errores, que practican la política de resistencia democrática, y rechazan la antipolítica. Que están preparadas para cuando llegue la próxima tragedia.

"LO SIGUIENTE ERA EL FASCISMO". Rosa María Artal, elDiario.es

A Trump le han votado los ciudadanos, a Mazón también. Los ciudadanos elegimos a quiénes creer y los medios por los que informarnos. Lo de a...