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El expresidente del Gobierno Mariano Rajoy y su entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro |
Decía Borges que un rasgo típico de la realidad es que parezca un sueño. Observen con atención la imagen: ¿no les parece un fotograma de carácter onírico? Podría pertenecer a un instante de una película soñada por Hitchcock. Fíjense en el mobiliario oscuro, clásico, y en las escaleras que suben, aunque bajan también. La escalera es el invento más ambiguo de los concebidos por los seres humanos, pues sirve para hacer una cosa y su contraria. Y bien, en medio de ese decorado un hombre, el que permanece de pie, informa al otro de algo. Quizá, más que informarle, le intenta convencer. Pero el otro no se deja. Reparen en esa mirada de desconfianza, en esa expresión retraída, en el modo en que le apunta con el bolígrafo o la pluma de escribir, como diciéndole:
—Si te acercas, te pincho.
Montoro siempre hablaba cargado de razón. Cargado de razón, queremos decir, como se encuentra cargada de balas una pistola. Disparaba al menor movimiento de discrepancia. Se creía (o aparentaba creerse) de tal modo lo que decía, que también tú acababas admitiéndolo. Recuerdo cuando hallándose en la oposición juraba y perjuraba que lo adecuado, en los tiempos de crisis, era bajar los impuestos en lugar de subirlos. Le parecía tan de tontos no hacerlo que se mesaba desesperadamente los cabellos. Se había quedado calvo de mesárselos ante la ignorancia de los otros. Yo mismo estuve a punto de escribir una carta al presidente del Gobierno urgiéndole a que le hiciera caso para salir del caos. Al día siguiente de ganar las elecciones, los subió todos. ¿Por qué? Porque era un sinvergüenza (supuesto).
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