jueves, 2 de octubre de 2025

"PERDER LAS ESENCIAS". Sergio del Molino, El País 1 OCT 2025

Una calle del madrileño barrio de Lavapiés

Los inmigrantes han destruido la identidad del barrio, y bien destruida está

Terminé muy pronto una gestión y me quedaba una hora larga hasta mi cita. Como estaba al lado del barrio donde vivió mi abuelo hace un siglo, me puse a callejear. Hacía más de 10 años que no lo pisaba, y a esos sitios hay que volver de vez en cuando, en terapia proustiana, por si te viene una epifanía de las que te arreglan el mes.

Sabiendo que el barrio era prácticamente un gueto de extranjeros, marchaba con la esperanza de dar la razón a la mayoría de opinantes españoles y confirmar sus sospechas de que todo tiempo pasado fue mejor. Contrastaría mis recuerdos infantiles —de cuando visitábamos a la familia— y los juveniles —de cuando cerraba los bares—, y entonaría una égloga por la ciudad que se fue, por los ultramarinos, los vecinos a la fresca en sillas de enea y las paradas del mercado llenas de chorizos de pueblo y de otros productos hoy proscritos por los cardiólogos. Qué bien, me dije, por fin seré un español preocupado por la pérdida de sus raíces. Quería entrar en un bar de toda la vida y encararme con el camarero chino: “Mire, esto no son papas bravas ni mansas”.

Para mi desgracia, mis recuerdos infantiles y juveniles eran mucho más sórdidos que lo que se me aparecía en el paseo. Yo recordaba un barrio lleno de yonquis y tomado por prostitutas callejeras al anochecer. Recordaba a chavales pinchándose en los portales, y a mi tía encerrada en casa, con miedo a salir en cuanto oscurecía un poco. Casi todos los abuelos vivían enclaustrados. Recordaba comercios arruinados y bares sucios donde agonizaban alcohólicos colgados de una tragaperras. Luego supe que esto sucedía en muchos barrios históricos de España, que se desconchaban y se retorcían de desempleo, sida y heroína.

El barrio de hoy está lleno de comercio: bazares chinos, carnicerías halal y fruterías tropicales. Han abierto hoteles, porque algunas partes andan ya gentrificadas (y ese es el problema: que los gentrificadores quieren cambiar a los rumanos y a los marroquíes por noruegos y franceses con maletas con ruedas, y necesitan inventarse un infierno para que la Policía les haga el recambio), y los bares que antes asustaban hoy son cafeterías limpias y apetitosas donde los viejos echan la partida y bromean con el dueño, al que llaman Paco, aunque nació en Chengdú o en Cluj Napoca. Se han perdido las esencias, y bien perdidas están. Ojalá se pierdan para siempre y no vuelvan nunca los barrios de la mugre y el miedo por los que Vox y el PP de Feijóo sienten tanta nostalgia.

miércoles, 1 de octubre de 2025

"ABASCAL Y LA MODA DE SER IDIOTA". David Torres, Público 31/08/2025

Dicen que está de moda ser un canalla, un desalmado, un malote, pero lo cierto es que la auténtica sensación, lo último de lo último, consiste en ser idiota. Es difícil saber que vino antes, si el huevo de la gilipollez o la gallina de la depravación, una discusión que se remonta por lo menos a Sócrates, quien ya advertía que no se podía ser malo a sabiendas, que la maldad no es más que una consecuencia de la ignorancia. Sócrates hubiese flipado mucho en nuestra época, cuando, en lugar de una pregunta desde el Ágora, le habría caído un chaparrón de memes, insultos, collejas virtuales y videos de gatitos. Sócrates es que no conocía a Abascal, a Milei, a Trump o a Ayuso, y eso que salió ganando. Llega a conocerlos y, en vez de beberse la cicuta, se corta el cuello con una piedra y se tira desde lo alto de la Acrópolis.

Hablando de Sócrates y de la Acrópolis, conviene recordar que el término "idiota" proviene del griego "idiotes" y servía para catalogar a aquellos ciudadanos que preferían no involucrarse en política, como si la cosa no fuese con ellos. El concepto ha ido ampliándose con el tiempo y hoy día ha triunfado en muchos otros ámbitos, aunque la periodista Sarah Santaolalla volvió a emplearlo con su significado original en un comentario referido a los votantes de derechas que no se molestan en contrastar información sobre los incendios y que se tragan las mierdas dobladas. El adjetivo molestó mucho a los académicos del PP, gente muy educada, siempre respetuosa y precisa con el lenguaje que, en los últimos años, ha calificado al presidente del gobierno sucesivamente de "traidor", "cobarde", "felón", "etarra" e "hijo de puta".

Puesto que las discusiones etimológicas no llevan a ningún sitio, resulta más esclarecedor analizar la conducta de un idiota y observar los mecanismos psicológicos que lo conducen al éxito. Sospecho que el principal, si no el único, es la confianza ciega, la absoluta seguridad en una idiotez que no conoce vacilaciones, dudas ni desánimos. Por ejemplo, una noche iba yo con un amigo a La Fontana de Oro, una taberna histórica cercana a la Puerta del Sol donde todavía sirven Guiness de grifo, cuando un tipo que subía las escaleras me preguntó a voces si sabía por qué se llamaba así. "Claro", respondí, "es el nombre de una novela de Galdós". El tipo, que era un Cayetano de antología, pijo desde el rizo de la gomina hasta la punta de los mocasines, se echó a reír estruendosamente y soltó: "De Valle-Inclán, hombre, de Valle-Inclán".

Lo dijo con tal convicción que me hizo recular, pese a que yo estaba convencido de que se trataba de Galdós: como que en un rincón de la taberna hay no una sino dos figuras de cera que recuerdan al insigne escritor. Sin embargo, aquel botarate hablaba tan imbuido de certidumbre, tan impermeable al titubeo, que consulté el dato en el móvil para corroborar lo que ya sabía: que La Fontana de Oro es el título de la primera novela de Galdós, publicada en 1870, donde sale una descripción de una fonda sita en el mismo lugar que ya tenía casi un siglo de existencia. Esa es la auténtica señal del idiota a las tres, el idiota pata negra, el idiota a la enésima potencia: que está tan seguro de sus gilipolleces, tan repleto de imbecilidad, que no le cabe la menor duda.

Entre los grandes éxitos de esta moda de ser idiota destacan las vacunas, la Tierra plana, la no llegada del hombre a la Luna, el socialismo de Adolf Hitler y la invasión subrepticia de Europa a través del top manta. Abascal, un auténtico especialista en el tema, soltó una idiotez tan tremenda la semana pasada que contenía tres o cuatro idioteces más, como una carga de profundidad con varias minas dentro estallando una detrás de otra. Que hay que hundir el Open Arms porque es un barco negrero. Que esos negros que vienen a invadir Europa a base de collares y camisetas están financiados por multimillonarios. Que esos barcos negreros atraen a las multitudes de inmigrantes que se lanzan alegremente a una patera, convencidos de que el océano es una charca y que al otro lado les espera una paguita. No es fácil saber si detrás de estas afirmaciones está la idiotez, la ignorancia o la maldad, quizá todo junto, aunque dada la gran cantidad de mala gente que está compartiendo el meme del Open Arms hundido en el fondo del mar, de lo que no cabe duda alguna es de que ser idiota está de moda.

domingo, 28 de septiembre de 2025

‘LA SOCIEDAD DE LA DESCONFIANZA', de Victoria Camps: un diagnóstico incómodo para tiempos líquidos". Máriam Martínez-Bascuñáhn, El País 16 SEPT 2025

En su nuevo ensayo, la filósofa desarma meticulosamente el edificio ideológico del neoliberalismo que nos ha vendido la independencia como virtud suprema

Victoria Camps regresa con un libro que duele en los lugares precisos. La sociedad de la desconfianza es un bisturí filosófico aplicado sobre el cuerpo social enfermo, donde cada página confirma lo que intuíamos pero preferíamos no nombrar: hemos construido una civilización de soledades conectadas, de individuos que confunden la autonomía con el aislamiento y la libertad con la irresponsabilidad.

El diagnóstico de Camps es certero y demoledor. La libertad reducida a puro egoísmo no es libertad, sentencia, y desde esta premisa desarma meticulosamente el edificio ideológico del neoliberalismo que nos ha vendido la independencia como virtud suprema. La filósofa catalana identifica en el individualismo extremo la raíz de nuestra incapacidad para confiar: en las instituciones, en los otros, en nosotros mismos. No es casualidad que vivamos la época de los fact-checkers y los departamentos de verificación; cuando la confianza se evapora, todo requiere demostración.

El recorrido intelectual es ambicioso: desde la bioética hasta la educación, del envejecimiento a la comunicación política. Camps construye su argumento apoyándose en un amplio espectro de referencias —de Aristóteles a Byung-Chul Han, de Kant a Michael Sandel— sin perderse en el academicismo. Su prosa mantiene esa claridad que tanto reclama a políticos y tecnócratas, esa “cortesía del filósofo” que Ortega exigía y que hoy brilla por su ausencia en el discurso público.

Particularmente sugerente resulta su análisis del “libertarismo” contemporáneo, esa perversión de la tradición liberal que reduce la libertad positiva —la capacidad de construir una vida con sentido— a mera libertad negativa: hacer lo que me da la gana mientras no me pillen. Es aquí donde su crítica alcanza dimensiones políticas concretas, señalando cómo el abandono de las políticas redistributivas por parte de la izquierda ha dejado el campo libre a populismos que prometen comunidad a cambio de exclusión.

Sin embargo, su argumento —que las políticas de reconocimiento han desplazado las de redistribución— resulta más familiar de lo que reconoce, y su crítica adolece de cierta rigidez binaria. Para Camps no es que ambas luchas sean incompatibles, sino que cuestiona el orden de prioridades. Como sostiene la autora, “la igualdad material es el requisito más importante para que, una vez conseguida, desaparezcan las diferencias discriminatorias de todo tipo”. Sin embargo, esta secuencialidad puede ser problemática: presupone que se puede alcanzar igualdad material sin abordar simultáneamente las estructuras culturales que producen y legitiman esa desigualdad. Su propuesta de “identidades inclusivas enmarcadas en la identidad humana común” corre el riesgo de reproducir una falsa universalidad que históricamente ha servido para invisibilizar diferencias que requieren atención específica. Una trabajadora doméstica racializada no experimenta primero discriminación económica y después cultural: ambas formas de opresión operan simultáneamente y se constituyen mutuamente. Sus bajos salarios están directamente conectados con estereotipos sobre mujeres, inmigrantes y trabajo de cuidados, haciendo artificial cualquier intento de jerarquizar estas dimensiones. La discriminación no funciona por capas secuenciales sino como una estructura integrada donde lo material y lo cultural se refuerzan constantemente entre sí.

Esta tensión se hace más evidente cuando Camps defiende la necesidad de “acercarse a las personas” mientras critica las identidades que precisamente visibilizan a quienes han estado más lejos del centro. Hay algo paradójico en pedir reconocimiento de la interdependencia humana mientras se cuestiona el reconocimiento de ciertas formas de dependencia y vulnerabilidad específicas.

No obstante, estos matices no invalidan la potencia del proyecto intelectual. El libro funciona como un espejo incómodo que refleja nuestras contradicciones: queremos comunidad pero practicamos el individualismo, exigimos transparencia pero huimos del escrutinio, pedimos liderazgo pero despreciamos la autoridad. Camps no ofrece recetas fáciles —lo cual se agradece en tiempos de gurús y coaches— sino que nos devuelve la responsabilidad de hacernos “la pregunta moral por antonomasia: ¿qué debo hacer?”La sociedad de la desconfianza es, en última instancia, un libro necesario. No porque resuelva nuestros dilemas, sino porque los formula con la precisión suficiente para que dejemos de evitarlos. En una época que confunde el ruido con la comunicación y la opinión con el pensamiento, Camps nos recuerda que filosofar sigue siendo un acto de resistencia. O como dice Prometeo en las páginas finales: tal vez el problema no fue dar la libertad a los humanos, sino que estos no han aprendido a ejercerla como autonomía moral responsable.

sábado, 27 de septiembre de 2025

"TIERRA SIN NOSOTROS". Irene Vallejo, El País 21 SEPT 2025

FERNANDO VICENTE
La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue

Nunca más, nunca más. Lo repetía el cuervo implacable en el poema de Poe: “Nunca más”. Lo mismo dijeron millones de voces tras la pleamar del horror, tras la Shoah y —menos recordado— el Holocausto gitano. Sin embargo, la advertencia de aquel pájaro fatal se desvanece una y otra vez: los nuncas y los siempres humanos son efímeros cual pluma al viento. Desde entonces, el monstruo del genocidio ha vuelto a despertar. Exterminios en Camboya, en Guatemala, en Ruanda, en Srebrenica, hoy en Gaza… Con el mismo arsenal de pretendidas justificaciones, los ejércitos siguen masacrando a civiles.

La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue. Nada tiene de novedoso: la sed de destrucción total y las matanzas masivas contra pueblos enteros tienen precedentes antiguos. Hace casi 20 siglos, encontramos una temprana mención a los crímenes contra la humanidad. En el libro VII de su Historia natural, Plinio el Viejo alude a Julio César y le atribuye humani generis iniuriam, es decir, un ultraje, un daño, una afrenta contra el género humano.

Durante sus campañas militares, mientras negociaba una tregua con los usipetes y tencteros, César lanzó un ataque indiscriminado. Lo sabemos por la crónica de sus hazañas, La guerra de las Galias, que escribía para afianzar su propia imagen de general glorioso. Su obra inauguró el recurso de hablar sobre sí mismo en tercera persona, para ocultar —insignificante detalle— que el cronista imparcial y el jefe máximo eran la misma persona. Según contó, “nuestros soldados irrumpieron en el campamento. Una multitud de personas —ancianos, mujeres y niños— huyó en todas direcciones. César envió a la caballería para darles caza. Muchos de ellos fueron asesinados; el resto se arrojó al río y pereció allí, vencido por el pánico, el agotamiento y la fuerza de la corriente". Orgulloso de su gesta, César se jactaba de haber asesinado a más de un millón de combatientes en las Galias, y a 430.000 almas en esa sola acción, a orillas del río ensangrentado. Más allá de la veracidad de las cifras, lo que importa e impacta es la ostentosa satisfacción del general por su ataque a sangre fría contra pueblos desprevenidos con el propósito de aniquilarlos por completo.

A lo largo de la guerra, César entendió el potencial de la hambruna para causar la muerte de familias, incluso de naciones. Gran parte de sus víctimas sucumbió por hambre cuando ordenó confiscar y destruir cosechas, además de quemar asentamientos y granjas. Otras murieron congeladas porque las legiones incendiaron edificios, aldeas y pueblos, expulsando a sus habitantes a la intemperie invernal. Enormes bosques fueron talados para impedirles buscar refugio en la compasión de los árboles. La marcha del ejército romano a través de los territorios enemigos los convirtió en paisajes de devastación y terror.

La masacre de los usipetes y tencteros sacudió Roma. Se nombró una comisión para investigar las acciones militares en las Galias. Catón el Joven exigió que el sanguinario caudillo fuera entregado a los galos por sus delitos. Aquel exterminio parecía violar incluso las laxas ideas romanas sobre las leyes de la guerra. Sin embargo, Julio César, precoz maestro de propagandistas, estaba convencido de que el relato de esas atrocidades afianzaría su reputación como líder invencible. Se aseguró de que sus compatriotas supieran que había sometido a varios millones de personas, muchas asesinadas o vendidas como esclavas, cuantificando minuciosamente sus matanzas. La magnitud de sus victorias acalló las voces críticas y lavó sus crímenes: desde antiguo, el éxito acostumbra a tramitar indultos instantáneos. Partiendo de las cifras de Plutarco y Apiano, se calcula que los ejércitos romanos asesinaron a un cuarto de la población total gala: numerosos historiadores acusan sin ambages a César de genocidio. Como tantas veces ha ocurrido, acto seguido el flamante y admirado general volvió las armas no contra nuevos enemigos extranjeros, sino contra los propios romanos, en una guerra civil. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 25 de septiembre de 2025

"LA PALABRA VERDAD", Martín Caparrós, El País

Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades

En argentino, lengua cruel, muchas frases empiezan diciendo “la verdad que…”. La verdad que, en esos casos, es mejor no creerlas. Para eso, también, sirve la verdad. Si alguno se la atribuye, mejor huye, mejor huye.

Porque la palabra verdad no tiene sentido. O, si acaso: tiene tantos que no tiene uno. En griego la verdad —ἀλήθεια, alezeia, Alicia— significaba des-ocultar, revelar: la verdad era algo escondido que había que encontrar. Los hebreos, en cambio, decían —אמת, emet— que es verdadero lo que se corresponde con su esencia: Dios, por encima de todo. Pero nosotros usamos el latín: veritas significa algo así como “la conformidad entre lo que se piensa y la realidad”. Lo cual nos lleva a otro problema: la realidad. ¿Existe? ¿O solo existen percepciones? Estas hojas verdes que veo mientras escribo, ¿son verdes? Sí, lo son para mí. ¿Pero qué verde ve ese chico que se trepa al árbol? ¿Y cuál esa señora que pasa más atrás? Entonces, ¿cuál es la verdad sobre esas hojas?

La verdad existe en matemáticas: que 2+2 sea 4 puede ser verdadero o falso, y ya. Pero sabemos que ya no existe en la física, donde el observador modificará la verdad de lo que observa, y mucho menos en las ciencias más humanas. Y en la vida cotidiana es fácil suponer que tampoco. Si acaso en casos muy banales: si yo salgo de mi casa a las 9 y digo que salí de mi casa a las 9 estoy diciendo la verdad, pero si digo que salí a las 9 como todos los días es necesario averiguar si lo hago todos los días —si es verdad— y si digo que salí a las 9 porque así llego antes al trabajo, la verdad empieza a dividirse: puede ser verdad que me crea que llego antes, puede no ser verdad que llegue antes, puede serlo a veces y otras no, y así de seguido. En cuanto algo se complica un mínimo, la posibilidad de la verdad se difumina.

Pero hay ideas e ideologías basadas en la existencia de una verdad incontestable. La religión es el ejemplo más evidente. Para aferrarse a una de ellas hay que creer que ciertas cosas inverosímiles son absolutamente verdaderas, sin ningún titubeo —qué bonita la palabra titubeo.

Así que las religiones se dedicaron a convencernos de que la verdad existe. Lo necesitan: lo único verdadero es su dios y lo que su dios nos dice y, por lo tanto, los únicos verdaderos son sus intérpretes, sus sacerdotes —y debemos creerlo y creerles. La verdad —la idea de una verdad indiscutible, que nadie debe discutir— es la base de la existencia de las religiones, la clave de su poder y su dominio.

Y de la misma forma funcionan otras ideologías: el “patriotismo”, por ejemplo, esa manera de asumir como verdad indiscutible que los habitantes de cierto territorio comparten valores e intereses por el hecho de haber nacido en ese territorio —y, con demasiada frecuencia, por el hecho de haber nacido de una misma “raza”. Los totalitarismos —los gobiernos, las religiones, los medios, los amores— necesitan convencernos de que hay una verdad, y que la saben. Así, lo que muchos llaman verdad son reflejos de la ideología del momento. ¿Es verdad que las mujeres son más débiles que los hombres? Durante siglos esa “verdad” fue inapelable; ahora hay que ser muy débil para seguir pelándola.

En tantos otros campos la idea de verdad se discute más y más. Una pelea en la calle, tres o cuatro personas que se atizan. Unos cuantos los miran: cada uno tendrá su versión del asunto, lo contará a su manera; no habrá “verdad” sobre lo que allí pasó, sino versiones, miradas, percepciones. Cuando se puede establecer una verdad, esa verdad es banal, puramente fáctica. Sí, es cierto que aquí y ahora son las 9, pero qué importa. En cambio no es verdad —ni mentira— que sea tarde o temprano: pura subjetividad, puro cruce de tantos elementos.

Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades: sujetos que afirman cosas que honestamente creen pero asumen la posibilidad de haberse equivocado. Que no dicen esta es la verdad sino yo lo vi así, así creo que es. Esa es para mí la verdad: la honestidad de saber que nunca hay una.

La conclusión es básica pero puede servir, por lo menos, para el periodismo. Saber que nuestra posibilidad de decir “la verdad” se termina en la relación de ciertos datos —y que, aún allí, la forma en que los relatamos y relacionamos supone sin duda una opinión.

Pero si la verdad no existe, la mentira cada vez existe más. Entonces, sí, la urgencia del compromiso: no asegurar que dices la verdad —porque no hay una— pero sí garantizar que no vas a mentir. Solo con eso, todo sería tan distinto.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

"EN ISRAEL NECESITAREMOS UN LENGUAJE NUEVO DESPUÉS DE ESTA GUERRA". Etgar Keret, El País 29 AGO 2025

El cuerpo de una niña víctima de los ataques de Israel,
en el hospital de Al-Shifa, en Gaza

El hombre que me increpa por protestar y yo tenemos algunas cosas en común: los dos pensamos que este Gobierno es una vergüenza

Casi todos los sábados por la noche, mi esposa y yo participamos en Tel Aviv en una vigilia silenciosa, en la que cada uno sostiene una fotografía de un niño de Gaza asesinado por los recientes ataques de las Fuerzas de Defensa de Israel. Son muchos. Permanecemos allí durante una hora.

Algunos transeúntes se detienen a mirar las fotos y leer los nombres de los niños; otros nos insultan y siguen andando. Curiosamente, al contrario que en muchas otras protestas contra el Gobierno a las que asisto, en las que me siento un poco inútil, en esta vigilia sí siento que estoy haciendo algo. No es mucho, pero estoy facilitando el encuentro entre un niño muerto y la mirada de una persona que no sabía que existía ese niño.

Hace unas semanas, la vigilia fue más tensa de lo habitual. Hamás acababa de publicar un vídeo monstruoso en el que se veía al rehén israelí Evyatar David, esquelético, cavando su propia tumba por orden de sus captores. Algunas personas se pararon junto a nosotros. Un hombre en bañador me miró fijamente y me preguntó si había visto el vídeo: “Él es tu gente. Su foto es la que deberías alzar. ¡La suya!”. Otra mujer se detuvo y nos gritó: “¡Todo es propaganda de Hamás! ¿No os dais cuenta? Esos niños, es todo inteligencia artificial. ¡No son de verdad!”.

Me habría sido fácil discutir, mostrarme condescendiente con ellos y lo que decían. Pero, como la vigilia es silenciosa, tuve que limitarme a mirarlos y callar. Nunca se me ha dado muy bien callarme. En cierto modo, soy como los comentarios del director cuando da a conocer su versión de una película; siempre tengo respuesta o explicación para todo. Antes pensaba que era el único que lo hacía, pero ahora, con la ubicuidad de las redes sociales, parece que todo el mundo se ha vuelto como yo.

El hombre en bañador intentó que le respondiera y, cuando vio que no lo hacía, cambió a toda prisa y se dio cuenta de que podía seguir hablando sin obstáculos. Su intento de provocar una discusión pronto se convirtió en una peculiar mezcla de monólogo interior y publicación de Facebook. Habló de vidas perdidas, de enemigos, de este país nuestro y en qué demonios se ha convertido, de los rehenes, de su servicio en la reserva y de su sobrino, que está destacado en Gaza.

Lo que decía me hizo pensar que teníamos algunas cosas en común: los dos pensamos que este Gobierno es una vergüenza y los dos hemos perdido a alguien y algo de nosotros mismos en los últimos 22 meses. La diferencia es que yo muestro una foto de un niño palestino asesinado por soldados israelíes y que haga eso, desde su punto de vista, es un acto que no tiene explicación ni significado posible. Ni siquiera tiene nombre.

De repente, toda la situación me pareció, más que una disputa política, una moderna Torre de Babel, cuando Dios hizo que todos hablaran distintas lenguas para interrumpir su empeño en que la torre fuera cada vez más alta, para contener la arrogancia humana. Esta de ahora una historia en la que todos vivimos en un mismo edificio e intentamos alcanzar las nubes. El edificio no deja de crecer y nosotros subimos con él, cada vez más arriba: sabemos más, tenemos más seguridad, nuestros propósitos pesan cada vez más, pero, en algún momento —y no solo por arrogancia—, perdemos nuestra capacidad fundamental de comunicarnos. Estamos todos atrapados en nuestras propias fuentes de información, nuestros propios lenguajes, nuestros datos y conclusiones diferentes, cada vez más consolidados. Cuando dejamos de contemplar las paredes de la torre y miramos a los ojos del otro, lo que vemos nos resulta completamente extraño.

Al final del relato bíblico, el pueblo renuncia a su proyecto de construir la torre. Muchas historias de la Biblia terminan mal y la nuestra parece ir por el mismo camino. A menos, claro está, que nosotros —yo, el tipo en bañador y todos los demás— volvamos a encontrar un lenguaje común, una lengua que tenga nombre para todo, incluso para una persona que sostiene la fotografía de un niño muerto.
Etgar Keret es escritor y director de cine israelí. Su último libro traducido al castellano es "Avería en los confines de la galaxia" (Siruela).

lunes, 22 de septiembre de 2025

"ENFRENTANDO A JÓVENES CON PENSIONISTAS". Rosa María Artal, elDiario.es 20/09/2025

Manifestación de pensionistas
en Bilbao este verano
Todo ahora es contra alguien y se quiere hacer a los pensionistas culpables de que los jóvenes tengan carencias. De cuantos gastos superfluos se podría prescindir, hay que restar a miles de ciudadanos las retribuciones que se ganaron para su jubilación

El ruido marca la agenda informativa diaria y debajo quedan escondidos temas esenciales. Entre ruido y ruido -el sonido de nuestra época- el proyecto ultraliberal camina con paso firme. Uno de sus grandes objetivos es la merma de las pensiones. Un bocado demasiado jugoso para perder su beneficio, aunque sea a costa de daños colaterales como la calidad de vida de los ancianos, y no solo de ellos: a menudo de sus familias a quienes suelen ayudar económicamente. Hay formas de enmascararlos hasta conseguir incluso la comprensión de una buena parte de las víctimas. La principal, convencer a todo quisque de que las pensiones son insostenibles. La novedad actual es que han incorporado el complejo de culpa. En la era de la crispación que provoca y usa como arma la derecha, todo es contra alguien y se nos quiere convencer de que los pensionistas son los culpables de que los jóvenes tengan carencias. De cuantos gastos superfluos se podría prescindir, hay que quitar o restar a miles de ciudadanos las retribuciones que se ganaron para su jubilación.

Las pensiones no son insostenibles, lo es el modelo de lucro que intenta arramplar con todo lo público desde las pensiones, sin duda, a la sanidad, y a todos los derechos que tanto costó conseguir. Tienen quienes les venden el producto. Hasta medios que pudieran parecer poco sospechosos se apuntan a la supuesta duda de si son sostenibles. No olvidemos que, en la crisis de la prensa escrita, los bancos -principales beneficiarios de los planes de pensiones privados- llegaron incluso a los Consejos de Administración o el accionariado de algunas empresas periodísticas como forma de amortizar la deuda.

En esta campaña deleznable destaca ABC, que lleva una auténtica cruzada contra el “gasto” en pensiones comparado con los pobres jóvenes desamparados. Es un tema que siempre suscita una vibrante controversia.

El catedrático de Economía Aplicada Juan Torres López -que ha escrito varios libros sobre el tema, uno de ellos se titulaba 'Lo que debes saber para que no te roben la pensión'- rebate, entre otros argumentos, las premisas erróneas que esgrimen los detractores. Las fuentes de financiación de las pensiones dependen de muchos más factores que la demografía que tanto se cita (de si se vive más o se nace menos). Si los salarios son más altos, si hay más empleo, más masa salarial -algo que está sucediendo con este Gobierno, por cierto- , si se aumenta la productividad, se lucha contra la economía sumergida y se plantea una fiscalidad auténticamente progresiva, las pensiones públicas son perfectamente sostenibles.

No olvidemos tampoco que este Gobierno subió el salario mínimo, pero no los que pagan a su albedrío las empresas por encima de este. Y que, aunque también ha dado un gran impulso a la subida de pensiones, partíamos de niveles muy bajos. Y que ni en sueños la mayor parte de los jubilados cobran las cantidades máximas previstas en la horquilla. Para comparar hay que usar similares magnitudes, otra cosa es una falacia. Conviene insistir también en que los planes privados de pensiones son un negocio, se especula con ellos, van a bolsa incluso, y han tenido sonoros fracasos. Sin contar con que solo un 25% de los ciudadanos los tiene suscritos en España. No es fácil ahorrar precisamente.

La tendencia a ir contra las pensiones es internacional, en la línea de la ideología ultraliberal ahora dominante, y se sostiene por la desinformación de tantos ciudadanos. Vox tiene planes muy concretos para reducir las pensiones -como explica con claridad Torres también- y el PP ya lo demuestra cada vez que gobierna. Rajoy no solo les dio un tajo importante al desvincularlas del IPC para su revalorización anual sino que hizo una descabellada operación a la que no se le dio demasiado eco. Una acción de alto riesgo. En 2013, vació la llamada hucha de las pensiones. Compró deuda española con prácticamente todo su remanente, con el 97%. Esa “hucha”, el Fondo de Reserva, lo había creado José María Aznar. Argumentó: “Así el PSOE no puede meter mano”. Rajoy introdujo el brazo entero y hasta el fondo, causando la alarma de la mayor parte de los especialistas financieros. El diario neoliberal Wall Street Journal daba la voz de alarma -aquí tienen el enlace- al escribir: “España ha estado vaciando sigilosamente la mayor hucha del país, el Fondo de Reserva de la Seguridad Social, que ha usado como comprador de última instancia de los bonos del Gobierno, una operación que plantea dudas sobre el papel del fondo como garante de las futuras pensiones”.

Lo hizo para maquillar las cifras macroeconómicas, pero también, en las “sólidas” manos de la ministra Fátima Báñez, el fondo fue empleado para intentar cuadrar sus cuentas y pagar con él nóminas cuando ese Fondo era “de reserva”, de seguridad.

Los argumentos a favor y en contra de las pensiones se inscriben en dos modelos de sociedad opuestos. El ruido que produce la derecha busca tapar lo que es más justo y estipula nuestra Constitución. Se puede cambiar, claro, siempre será para cobrar menos, como ya ocurrió al retrasar la edad de jubilación: cobrar más tarde es cobrar menos. Al presidente Zapatero le presionaron mucho y cedió en eso y algunos otros asuntos. Fue en 2010, cuando la Troika y todo el clan obligaron a pagar a los ciudadanos de los países del sur de Europa, sobre todo, la crisis financiera del casino capitalista. Y el PP, en lugar de echarle una mano, usó más bien el pie para ponerle una zancadilla.

El FMI lleva años presionando para bajar la cuantía de las pensiones, ya lanzó todo el argumentario en 2012. De alguna manera, Ayuso, la ultraliberal ultraderechista, ya fue pionera en el trato a unos improductivos ancianos que solo gastaban. Hasta oxígeno y atención médica querían, al asfixiarse por Covid en las residencias. Y ya saben lo bien que le va así con la justicia, con la prensa y con muchos ciudadanos que la adoran. Hoy es un día especialmente duro para recordarlo, dado que el portavoz de su gobierno ha alardeado en la Asamblea de Madrid de que son falsas las denuncias y por eso las tumba la justicia, cosas de la izquierda que utiliza el dolor de las familias, dice. Indigna oírle, sabe perfectamente cómo murieron. Es el ruido, detrás está la verdad de los hechos.

Pero hay mucho más que argumentar. Los jubilados de hoy son -somos- los que abrieron la brecha para lograr todos los derechos que hemos y habéis disfrutado hasta ahora. Sueldos precarios, falta de oportunidades para las mujeres, intereses bancarios desorbitados -pese a la leyenda facha que dice lo contrario-. Somos los que luchamos por todo eso, sin sentarnos a lloriquear porque no nos lo daban. Trabajando desde los 14 años, como es mi caso concreto, ni ahorrando mucho me hubiera podido comprar un hospital y los tratamientos que dispensan, ni un cuerpo de bomberos, ni unas calles asfaltadas para transitar, por ejemplo… El contrato era que pagábamos impuestos para tener todo eso y más, una pensión digna también. Aprendan los jóvenes airados que simpatizan con la ultraderecha y sus falaces mensajes que nada de eso les darán, que les quitarán lo poco que quede. Y que nadie hará por ellos lo que dejen de hacer por sí mismos… y por los demás. Por todos los demás lo hacemos los demócratas con conciencia social.

"PERDER LAS ESENCIAS". Sergio del Molino, El País 1 OCT 2025

Una calle del madrileño barrio de Lavapiés Los inmigrantes han destruido la identidad del barrio, y bien destruida está Terminé muy pronto u...