domingo, 16 de noviembre de 2025

"LA VIOLENCIA DE LOS IMPERIOS: 500 AÑOS DE EXPEDICIONES PUNITIVAS, PATRULLAS DE CONTROL Y CAMPAÑAS DE DESPOJO". Oriol Regué Sendrós, El País

Mural histórico en el centro de Cholula, México
Lauren Benton repasa la historia del último medio milenio a través del abanico de formas de agresión que existe entre la paz absoluta y la guerra total (y sí, incluye la Conquista de América)

Las grandes batallas del pasado capturan inevitablemente nuestra atención por su dramatismo, ya sea por la gloria de los vencedores o la tragedia de los vencidos. Tras la victoria llega la paz, y parece que es en esos momentos donde la historia resuelve la encrucijada abierta por la guerra, donde los acontecimientos fijan su curso y ciertas alternativas quedan descartadas. La historiadora Lauren Benton sostiene en Lo llamaron paz que esta no es necesariamente la mejor manera de entender la violencia en la historia.

Entre la paz absoluta y la guerra total existe un abanico de formas de agresión que habilitan la violencia y la atrocidad. Los últimos 500 años están marcados por un traqueteo constante de incursiones, expediciones punitivas, operaciones fronterizas, patrullas de control, acciones de “autodefensa”, violencia disuasoria, justicia retributiva y campañas de despojo. Desde los soldados que la ejecutaron hasta los grandes tratadistas, los imperios elaboraron un lenguaje para argumentar que esa violencia no era la guerra, sino que estaba destinada a evitarla. Conceptos de hoy como “ataque preventivo”, “derecho a defenderse”, “operación militar especial” u “objetivos estratégicos” se nos presentan como agresiones contenidas pero necesarias para mantener la paz. Según Benton, estas nomenclaturas contemporáneas conectan con una larga genealogía imperial que busca, en última instancia, justificar la violencia extrema al margen de las reglas de la guerra.

La capacidad de síntesis de Benton le permite, en algo más de 300 páginas, recorrer conflictos menores en lugares y tiempos tan distintos como la Oriola de 1306, la Jamaica de 1660, la India de 1748 o el Río de la Plata de 1831. La conquista española de América tampoco escapa a su análisis. Tras la promulgación de las Leyes de Burgos de 1512, que regulaban la guerra contra los indígenas americanos, proliferaron entre los conquistadores españoles estratagemas y subterfugios legales para amparar la violencia selectiva y brutal. Hernán Cortés se cuidaba de informarle al monarca español que “no quería guerra”; sus acciones, decía, respondían a la autodefensa y al castigo. Tras una tregua informal con la ciudad Cholula, Cortés reunió a sus habitantes en el patio central para acusarles de estar preparando un ataque y de haber negociado una falsa tregua. Las “leyes reales”, sostuvo Cortés, dictaban castigo “y que por su delito que han de morir”. La masacre de cholultecas desarmados que siguió se presentó como legítima defensa y como ruptura punible de la tregua. Era violencia en nombre de la paz. No es casualidad que, en el cénit de la conquista española de América, el término “pacificación” entrara en el léxico español para designar las acciones contra los indígenas: conquista mediante la paz.

Con el siglo XIX la escala se volvió global y la violencia se administró con un andamiaje jurídico cada vez más sofisticado. El imperio británico se presentaba como un propagador de la ley que garantizaba un marco legal justo para todos los implicados en un conflicto. Sin embargo, la protección de los súbditos británicos en cualquier parte del mundo se convirtió, mediante una secuencia jurídica metódica, en campañas violentas en favor de los intereses británicos. Cuando el gobierno británico intervino en 1823 en la isla de Tasmania para poner fin a la violencia entre colonos y aborígenes previno a los primeros de que solo podían actuar en defensa propia. Pronto la definición de autodefensa sufrió serias distorsiones. Ante la expansión hacia nuevas tierras por parte de los colonos, el gobierno británico dio la orden de que los aborígenes debían “ser alentados a retirarse” hacia zonas no colonizadas. De este modo se redefinía automáticamente a los aborígenes que no se apartaban de las tierras de asentamiento blanco como enemigos que habían provocado el ataque al no retirarse. El frenesí de reparto de tierras fue acompañado así de expediciones de “caza” por parte de los colonos amparadas por el derecho de autodefensa británico. Este patrón, que llevó a los aborígenes de Tasmania al borde del exterminio, se repitió a lo largo del siglo XIX y XX en todas las latitudes del planeta.

Tras leer a Benton es difícil ver la violencia imperial como un fenómeno accidental o anárquico, producto del caos que acompaña la colonización. La ley y la administración estuvieron en el centro de su ejercicio, amparándola y justificándola con nuevos nombres. Las implicaciones para el presente son difíciles de obviar, ya sea para aquellos que relativizan la violencia de los pasados imperiales como para aquellos que defienden que la violencia es un remedio efectivo para la paz. Que la violencia lleva a la paz, concluye Benton, es un mito, y los últimos 500 años así lo atestiguan.

viernes, 14 de noviembre de 2025

"HOMBRES QUE CREAN NOVIAS CON IA PARA ABUSAR DE ELLAS: LA VIOLENCIA MACHISTA DIGITAL EXPANDE SUS LÍMITES". María Martínez Collado, Público 07/11/2025

  • OpenAI ha anunciado que tiene pensado levantar las restricciones sobre contenido erótico para usuarios adultos verificados.
  • Expertos y expertas consultadas por 'Público' reflexionan sobre qué lleva a desear vínculos donde el "otro" ha sido de facto eliminado, qué ocurre cuando alguien puede disponer de compañía sin que medie ningún cuerpo "real" e incluso si el objetivo de esa interacción es directamente abusivo.
Hace años que existen aplicaciones donde cualquiera puede diseñar una novia o un novio virtual. En ella se eligen atributos como el cuerpo, el pelo, el tono de voz, pero también el carácter o su nivel de obediencia. Ahora, con la expansión de inteligencias artificiales como ChatGPT, dotadas de voz, memoria emocional y cierta apariencia de calidez, esa fantasía va a dejar de ser marginal. Ya no va a hacer falta descargar ninguna app específica: OpenAI ha anunciado que tiene pensado levantar las restricciones sobre contenido erótico para usuarios adultos verificados.

Una novedad de la que nacen preguntas como qué clase de soledad o de poder nos lleva a desear vínculos donde la otra persona con la que se supone que interactuamos ha sido de facto eliminada, qué ocurre cuando alguien puede disponer de compañía, afecto o sexo sin que medie ningún cuerpo "real" e incluso si el objetivo de esa interacción es directamente abusivo. Existen artículos donde ya se ha recogido cómo usuarios de algunas plataformas con chatbots que permiten generar "parejas" exponen en espacios como Reddit el abuso que ejercen a la hora de interactuar con ellas, dando a conocer los mensajes "tóxicos" que intercambiaban.

Patricia Horrillo, periodista y fundadora de Wikiesfera, considera que estas aplicaciones o funciones "son un producto de mercado que aprovecha la soledad y el deseo de conexión que tenemos todos los seres humanos", pero no buscan "reflexionar o combatir las causas estructurales del aislamiento", sino ofrecer una "solución tecnológica" que en el fondo no deja de generar dependencia. El capitalismo tardío, precarizado e individualista, fragmenta nuestras redes de apoyo. Y parece que a falta de unas manos que nos sostengan, han aparecido pantallas que, por lo pronto, simulan hacerlo.

Norma Ageitos, sexóloga, añade que estas tecnologías encuentran su público, especialmente entre quienes no tienen red de afectos, adolescentes, personas que sienten que no encajan en los tiempos veloces de esta vida. Lo que deja ver que estas dinámicas no siempre se explican por el deseo de inmediatez, a veces es simplemente que se tiene la percepción de que no hay nadie al lado que se vaya a parar a escuchar. La ventaja de la inteligencia artificial que responde siempre, que nunca es demasiado, que no se ofende ni se cansa. Ahí residen tanto su potencial, como su ambigüedad y capacidad para engañar. Porque, como dice Ageitos, lo que engancha muchas veces es precisamente "la complacencia ciega", esa disponibilidad que ningún ser humano real puede ofrecer inagotablemente. "Creo que tendríamos que preguntarnos cuán dañina es la soledad no deseada y la falta de diálogo y escucha. Más que nada, porque indistintamente de si se reproducen los géneros tradicionales o no, es inviable construir 'parejas de carne y hueso' o proyectos de relación si esperamos 'respuestas IA'", expone Ageitos.

Si se puede diseñar una pareja a medida, siempre amable, siempre disponible, cabe preguntarse qué ocurre con el deseo y el consentimiento. ¿Qué significa amar o desear a alguien que no puede decir "no"? ¿Qué implicaciones tiene? Horrillo se pregunta, cuando el deseo se orienta hacia lo estrictamente "controlable", qué queda del riesgo y el factor sorpresa que conlleva un encuentro con otra persona. En este tipo de vínculos "se refuerza la idea de que el otro (en especial, la mujer) es un objeto programable al gusto del consumidor", valora.

No es casual que muchas de estas inteligencias artificiales adopten voces femeninas, nombres suaves, modos serviciales. "Se entrenan con grandes volúmenes de datos que replican nuestro mundo tal y como es, incluidos todos sus sesgos: género, raza, clase (...) Por tanto, cuando un usuario elige una "pareja" femenina digital, el sistema ya viene cargado de estereotipos que refuerzan dinámicas de poder muy conocidas", dice Horrillo. La mujer vuelve a aparecer como figura de cuidado, escucha, subordinación emocional. Álvaro San Román Gómez, investigador en el programa de Doctorado de Filosofía la UNED, recuerda en el mismo sentido que la inteligencia artificial no es neutral, es "un artefacto patriarcal". La misma sociedad que cosifica cuerpos que no encajan en los cánones normativos, que castiga la autonomía femenina, diseña máquinas que reproducen ese orden, pero sin consecuencias, sin ningún cuerpo que adolezca o se le resista. En esa virtualidad "la cosificación alcanza su paroxismo".

Alejandro Villena, sexólogo y director clínico y de investigación en la Asociación Dale Una Vuelta (DUV), lo ha visto en su consulta y también en las denuncias. Algunos chatbots no solo permiten, sino que "legitiman el abuso sexual", justifican la violencia e incluso incitan a continuar, sin filtros. Una "barra libre para la violencia" donde lo femenino es objeto de consumo y todo, incluidas las agresiones, forman parte del juego. Y esto no siempre se queda en la pantalla. Villena apunta a los falsos desnudos, incluso de personas menores de edad, que ya están circulando en Internet y se refiere a esta práctica como una "violación digital": "La intimidad ha muerto cuando cualquiera puede desnudarme sin siquiera estar yo delante". Una violencia que si bien no deja moratones a la vista, sí quiebra o al menos cuestiona la seguridad de tener un cuerpo que no pueda ser atravesado, manipulado y disfrutado sin permiso.

La siguiente pregunta que surge al pensar en esta cuestión es si se puede hablar de violencia machista cuando el maltrato va dirigido a una máquina. Horrillo responde que, aunque no haya una víctima humana directa, la normalización de la violencia contra figuras feminizadas es violencia machista. Y lo es porque alimenta una cultura de deshumanización donde insultar, manipular o humillar no tiene aparentemente ninguna consecuencia. El problema nunca es solo lo que le hacemos a la IA, sino lo que eso hace de la condición humana. Cuando se pierde el hábito de reconocer al otro como límite, como sujeto, lo que se debilita es la capacidad de empatía. San Román incluso advierte que acostumbrarse a un entorno sin límites, donde el deseo se satisface sin ninguna fricción, produce sujetos incapaces de tolerar la frustración.

El pacto implícito con la frustración es lo que diferencia a una relación humana de una simulación. Una persona real puede no responder, puede desear otra cosa, puede irse. La máquina no. Y si el deseo se habitúa a esa disponibilidad absoluta, ¿qué espacio queda para la negociación, el cuidado, la reciprocidad? Villena explica que se está construyendo un modelo de "sexualidad despojada de los componentes humanos". Para el sexólogo, esta lógica produce sujetos "esclavos de sus deseos", incapaces de aceptar la negativa, habituados a un "yo–yo y ya–ya" donde nadie más cuenta, detalla el coautor de El tiburón de internet (Editorial Sentir).

Si bien no se trata solo de tecnología ni mucho menos de una decisión moral individual. Es también, como subraya San Román, un síntoma político. La IA afectiva, argumenta, responde a un "régimen de necesidades fabricadas por una sociedad tecnocéntrica y patriarcal". La soledad, lejos de ser un accidente, es una condición producida: "El sistema tiende sistemáticamente a generar un mundo de soledades, porque es el único modo de asegurar que la tecnología se convierta en lo único necesario". Es un círculo: cuanto más solo se está, más se necesita la tecnología; cuanto más se usa, más se debilitan los lazos que podrían servir para sostenerse lejos de ella.

¿La máquina consiente? ¿Qué idea de consentimiento estamos entrenando en nosotros y nosotras? Si la única experiencia del "sí" y del "no" se da frente a una inteligencia diseñada para decir siempre que sí, ¿cómo se aprenderá a aceptar un no en el día a día?

San Román opina que lo que está amenazado no es solo el deseo, sino la idea misma de límite. Una sociedad que no soporta límites ni al consumo, ni al goce, ni al crecimiento concibe cualquier resistencia como un obstáculo. Y el otro, con su cuerpo, sus ritmos, sus miedos, es -bajo estos términos- la primera piedra con la que todo deseo tropieza. "El mundo digital es la hipertrofia de todo aquello que en el mundo de la vida va mal", afirma el investigador.

Esto no significa que toda persona que habla con un chatbot busque dominar, abusar o herir a alguien. Lo que sucede es el resultado no depende solo de las intenciones individuales, sino del marco cultural en el que se inscriben esos gestos; y ese marco está construido sobre desigualdades históricas. Por eso, aunque los chatbots puedan ser también masculinos, la representación de lo femenino es la más presente y también la más violentada. Villena recuerda, no en vano, que el 99% de los deep nudes generados con IA son de mujeres. No hay simetría entre quién agrede y quién carga con el miedo a ser victimizada.

¿Quién debe hacerse cargo de esto? ¿Las empresas, los Estados, los usuarios? Horrillo reclama una respuesta que trascienda las manos del mercado, porque -asegura- su prioridad no es el bienestar, sino la rentabilidad. Los Estados -a su juicio- deben regular, exigir transparencia y garantizar derechos también en el espacio digital. Villena pide incluso un "ministerio de la ética" que vigile estas tecnologías. Ageitos, por su parte, reivindica la necesidad de una educación sexual integral que enseñe a esperar, a frustrarse, a cuidar.

Mientras que San Román considera que el sistema tecnológico es en sí mismo expansivo, que no acepta límites, que siempre encontrará la manera de colonizar nuevos espacios de vida. Por eso plantea la posibilidad de, llegadas a este punto, rechazar ciertos usos: "Allí donde se pueda hacer algo humanamente, no lo deleguemos a la tecnología".

miércoles, 12 de noviembre de 2025

"¿POR QUÉ SEGUIMOS CREYENDO EN LA MERITOCRACIA?". Javier Carbonell, El País

SR. GARCÍA
La idea de que con esfuerzo se puede llegar alto oculta que no todos parten del mismo punto, que no a todos se les juzgará con equidad y que apenas quedan puestos decentes que ocupar

La idea de que vivimos en una sociedad meritocrática es mentira. Si por meritocracia entendemos una sociedad en la que los ingresos y el trabajo se otorgan únicamente sobre la base de los méritos de la persona, la nuestra es una sociedad muy alejada de ese ideal. Estudio tras estudio nos demuestran que los ingresos y la riqueza de los padres influyen enormemente en los ingresos y la riqueza de los hijos. En gran medida, la posición de clase no se gana, se hereda. Entonces, ¿por qué no solo seguimos creyendo que vivimos en una meritocracia, sino que, además, esa creencia ha aumentado en las últimas décadas?

Para explicar la diferencia entre las percepciones populares y los datos, los académicos suelen recurrir a la desinformación. La gente tiende a minusvalorar cuánta desigualdad hay, no conoce por qué se produce y tiende a justificarla como algo que es fruto del mérito. Aunque tenga parte de razón, llevar demasiado lejos el marco de evidencia frente a ignorancia no llega al fondo de la cuestión. La gente no se cree esas noticias porque no se las puede creer.

Las creencias suelen estar condicionadas por la posición social de las personas, y la idea del ascenso social a través del trabajo es una idea fundamental del sistema capitalista. En la “economía del conocimiento” moderna, la distribución del trabajo responde al principio de la habilidad, es decir, que los trabajos más productivos son cada vez más especializados y requieren de una alta capacitación para ejercerlos. Cuanto mejores ingenieros tenga una empresa automovilística, mejores coches acabará sacando al mercado.

Obtener esas habilidades requiere de muchos años de preparación en forma de estudio. La expectativa de un buen empleo y de ascenso social es la que nos motiva a realizar una inversión en tiempo, esfuerzo y dinero tan fuerte. Puesto que todo el mundo quiere mejorar, en una “economía del conocimiento”, muchos construimos y proyectamos nuestra vida en base a esa promesa educativa. No es de extrañar, por tanto, que ante el aumento de los años de estudio y del esfuerzo que acometen los alumnos, también haya aumentado la creencia en la meritocracia.

No obstante, es importante entender que existen tres grandes diferencias entre la exigencia de habilidades de la “economía del conocimiento” y el ideal meritocrático. En primer lugar, la “economía del conocimiento” no necesita que el empleado sea el mejor, sino solamente que sea lo suficientemente bueno como para hacer su trabajo y aumentar la productividad. Las empresas no suelen contratar a inútiles, pero sí contratan a gente que es lo suficientemente competente sin ser la mejor. Esto se debe a numerosos sesgos de los empleadores, los cuales van desde contratar a amigos o familiares a discriminar a ciertos grupos sociales, como las clases populares, las mujeres o las minorías étnicas.

En segundo lugar, tampoco necesitan las empresas que todos los individuos tengan las mismas oportunidades a la hora de obtener esas competencias, sino solo que un número significativo lo haga. Mientras suficientes ingenieros salgan de las universidades para cubrir los puestos en las compañías, no importa su origen social. Este es precisamente el problema, puesto que el nivel educativo de los padres influye enormemente en el de los hijos. Como demuestra el caso de EE UU, la “economía del conocimiento” más avanzada puede combinarse con bajísimos niveles de movilidad social.

En tercer lugar, la “economía del conocimiento” está creando cada vez más trabajos precarios (por ejemplo, los riders) y más trabajos altamente remunerados mientras que desaparecen los trabajos “medios”. Como han mostrado Olga Cantó y Luis Ayala en un reciente informe, cada vez tenemos rentas más polarizadas, ya que el grupo de población con ingresos medios es hoy menor que hace 30 años. Es decir, que el aumento de la desigualdad produce que cada vez sea más difícil tanto ascender como recompensar apropiadamente el esfuerzo de los empleados.

El mito de la meritocracia oculta estas tres realidades estructurales sobre nuestra economía, e individualiza la obtención de un trabajo. Es más, moraliza el fracaso (el individuo no se ha esforzado y es culpable) y el éxito (solo el individuo es responsable). La idea de que con esfuerzo se puede llegar alto oculta que no todos parten del mismo punto, que no a todos se les juzgará con equidad y que apenas quedan puestos decentes que ocupar.

La meritocracia es mentira, sí, y, sin embargo, la promesa de ascenso es real. Enseñar que no vivimos en un mundo en el que esa promesa se cumpla completamente no será efectivo mientras que la gente entienda esas críticas como ataques a la promesa en torno a la que han estructurado toda su vida. Decir que la meritocracia no existe deja desamparados a los que lo escuchan y es altamente probable que se resistan a creerlo. Los mitos no desaparecen simplemente porque se demuestre que sean mentira, sino porque los sustituye otra idea más atractiva.

Por ello, es necesario articular un mejor proyecto de futuro, un proyecto que recoja la promesa de ascenso de la meritocracia y la redirija hacia otro ideal. Los dos primeros problemas se combaten tomándose verdaderamente en serio la igualdad de oportunidades. Es necesario dar a todos las mismas oportunidades para florecer y eliminar la discriminación laboral. Sin embargo, el tercer elemento apunta a algo más fundamental que la igualdad de oportunidades y esta es la falta de oportunidades tout court. Esto es particularmente problemático para la meritocracia, puesto que debatir sobre quién debería ocupar unos puestos no tiene sentido si no hay puestos decentes que ocupar. No se puede hablar de igualdad de oportunidades si no hay oportunidades que repartir.

Esto explica por qué economistas como Dani Rodrik hablan de que debemos paliar el good jobs problem (la falta de trabajos decentes) que afecta a las clases medias, y críticos con la meritocracia como Michael Sandel inciden en la relevancia de recuperar la dignidad del trabajo. Las desigualdades creadas por la pandemia, en la que unos vieron crecer su ahorro mientras que miles de personas perdían su trabajo de un día para otro, nos indican que el trabajo depende enormemente de causas estructurales y que faltan empleos decentes.

Desde la política ya se comienza a vislumbrar un importante cambio de tendencia. Reclamos como el de Joe Biden para incrementar los salarios (”pay them more”), la defensa de Olaf Scholz de la idea de “respeto”, o la nueva reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz y el Gobierno PSOE-Podemos para paliar la precarización van en esa dirección. Estos movimientos conectan tanto con la población precarizada, como con todos los que sienten que sus condiciones laborales no se corresponden con lo que merecen. Estos movimientos rechazan el individualismo de la meritocracia, apuestan por mejorar las condiciones laborales, buscan recuperar los trabajos decentes y tratan de resolver los problemas estructurales con soluciones estructurales.

Los críticos con la meritocracia no son contrarios al mérito o al esfuerzo, sino a la creencia equivocada de que se premia por igual el esfuerzo de todos. Lo que los guía es la convicción de que todo el mundo merece un trabajo decente. Ahora, más que nunca, hay que redirigir la promesa individualizada de la meritocracia hacia una nueva promesa de trabajo digno para todos.

domingo, 9 de noviembre de 2025

"FUTUROS AMENAZADOS, PRESENTES PERTURBADOS". Daniel Innerarity, El País

Eulogia Merle
No se confía en el porvenir como lugar de compensación de las actuales renuncias; el único tiempo de gratificación es hoy
 
La política es el intento de equilibrar los riesgos del futuro con las premuras del presente, los intereses de las generaciones venideras con las actuales, las escuelas y las residencias, las amenazas posibles con los apuros reales, el fin del mundo con el fin de mes. El problema es que ese futuro al que nos encaminamos es un desastre, pero seguimos aferrados a un presente que no estamos dispuestos a sacrificar para hacer viable un futuro incierto e incalculable.

A principios de este siglo, el sociólogo Bruno Latour anunciaba el surgimiento de una “clase ecológica”, un grupo que se movilizaría en defensa del futuro al igual que la clase trabajadora por sus derechos. Lo que hoy observamos es que está ganando significación un sujeto político que se afirma contra los imperativos ecológicos y, en general, contra la prevalencia del futuro. El actual paisaje político se caracteriza por la retirada progresiva de apoyo a medidas de salvaguardia del futuro a costa del presente, sea en materia de pensiones o de políticas medioambientales.

Las protestas de los chalecos amarillos en Francia en 2018 contra la subida del precio del diésel o la prohibición de los pesticidas marcaron un punto de inflexión a este respecto. Más allá de su dimensión económica, el malestar responde a la percepción de que se están cuestionando ciertas formas de vida; los intereses heterogéneos coinciden en la autodefensa del modelo de vida, producción y consumo propio del periodo de crecimiento de la segunda mitad del siglo XX. Los agricultores hacen valer la tierra, pero no en un sentido ecológico sino identitario. Su resistencia es un caso concreto de ese miedo general a la propia continuidad y a la pérdida de futuro (oficios, lugares, generaciones, competencias, culturas) que se vive también en otros espacios sociales y que une en la misma inquietud a quienes recelan de la transformación ecológica y a quienes temen la furia destructiva de la disrupción tecnológica.

El núcleo de la cuestión es que el arreglo de problemas sistémicos es percibido como una amenaza a ciertas formas de vida; se ha desacoplado el presente vital de la gente de los problemas, imperativos y promesas que se refieren al futuro. Pensemos en la reivindicación de libertad que ciertos actores políticos y sectores de la población han hecho valer contra nuestras obligaciones respecto de lo común, en materia ecológica o sanitaria. Armados con esta idea unilateral de libertad subjetiva, los diversos actores políticos pueden defender casi cualquier cosa como un gesto de rebeldía y autenticidad: desde el petróleo a los derechos de los automovilistas, el consumo ilimitado de carne y las cervezas.

El éxito electoral de Trump se explica en buena parte por haber asegurado la continuidad de las industrias de los combustibles fósiles y del carbón o la cultura del automóvil en ciertas regiones o determinados sectores de la población donde todo esto se había convertido en una cuestión identitaria, en algo propio del american way of life. El mensaje del movimiento MAGA es que alguien está tratando de modificar las evidencias culturales de una identidad que se supone compacta: la familia, las formas de producción y consumo, la religión entendida como solidaridad con el compatriota y cimiento de la nación, un confortable pasado y presente, una normalidad acosada, una inmigración que aumenta la extrañeza de la sociedad.

Es verdad que no nos faltan datos y evidencias acerca del futuro catastrófico que se seguiría de no llevar a cabo las transformaciones necesarias; lo que parecemos desconocer es la condición humana, la limitada capacidad de modificación que tienen esas evidencias sobre nuestra conducta. Se sigue pensando que los humanos reconocemos con facilidad lo que hay que hacer y abandonamos con la misma facilidad aquello a lo que estamos acostumbrados. Eso que llamamos negacionismo climático es un fenómeno más complejo que lo que da a entender la habitual contienda ideológica. Nos resulta más cómodo pensar que esa resistencia se debe a la estupidez o la maldad que entenderla como resultado de nuestra limitada condición, especialmente cuando están en juego esas dos dimensiones que no manejamos demasiado bien: los cálculos acerca del futuro y el cambio de hábitos.

La principal explicación de la debilidad de esos futuros presagiados es que no se confía en el futuro como lugar de compensación de las actuales renuncias; el único tiempo de gratificación es el presente. Ha perdido credibilidad el cálculo de ganancias futuras. El pesticida que hoy se prohíbe es más relevante que una intangible biodiversidad cuyos benéficos efectos se presentan en términos de sostenibilidad, es decir, como provecho futuro de otros. Los bienes futuros o los males distantes no tienen la fuerza movilizadora suficiente para privarse de las ventajas actuales o para modificar prácticas consolidadas que afectan a las identidades y modos de vida.

Quien está convencido de que mañana será mejor que hoy puede aceptar determinados sacrificios e injusticias en el presente; cuando esa promesa deja de ser verosímil, se retira también la legitimidad a la situación presente y se desconfía de los llamamientos a la transformación. Al decaer la expectativa de un futuro mejor, la realidad presente se repolitiza; ya no resulta aceptable una compensación futura inverosímil para el malestar presente.

Hay otra explicación añadida a esta reticencia frente a la transformación y que tiene que ver con el cansancio que ha producido el modo de gestionar la larga serie de crisis de este comienzo de siglo. El argumento para justificar esa gestión ha sido apelar a la sostenibilidad (del sistema financiero, de la salud pública, de las prestaciones del Estado), es decir, en favor de un futuro que carga sobre el presente, pero la ciudadanía lo vive de otra manera. Las sucesivas crisis padecidas han ejercido una fuerte presión de adaptación y resiliencia sobre los individuos.

Las reformas del Estado de bienestar han consistido en descargar sobre los individuos una responsabilidad que era asumida hasta ahora fundamentalmente por el Estado. Los individuos son obligados cada vez más a absorber el peso de las adaptaciones necesarias para la estabilidad del sistema. En la crisis económica los bancos fueron rescatados con dinero público, es decir, a costa de las personas; las estrategias de privatización de servicios públicos alivian al Estado, pero empeoran las prestaciones o las encarecen; no considerar la vivienda como un derecho termina convirtiéndola en algo inasequible para muchos; buena parte de las medidas de resolución de las crisis se apoyan en la restricción de libertades individuales (de movilidad, consumo, limitación del crédito...), lo que nos ha acostumbrado a ser destinatarios de exigencias y obligaciones. Todo esto produce una fatiga que explicaría el hecho de que buena parte de la sociedad reciba con agrado llamamientos irresponsables de ciertos líderes políticos a ejercer una libertad individual en detrimento de las obligaciones comunes.

Muchos de los fenómenos políticos que nos inquietan, como el auge de la ultraderecha, se han alimentado del cansancio que produce esta sobrecarga individual. Si a esto se añade la presión de un entorno competitivo y engañosamente meritocrático, la precarización y vulnerabilidad que tienen consecuencias en la salud mental y la debilidad de las instituciones intermediadoras que absorbían buena parte de las tensiones de la vida contemporánea, tenemos el terreno abonado para un nuevo tipo de conflictos: la afirmación de un presente insostenible implica una ceguera respecto de sus consecuencias negativas en el futuro, pero quienes abogan por ese futuro no han conseguido hacerlo verosímil en el presente.

sábado, 8 de noviembre de 2025

"LA MANIPULACIÓN DE LA IRA: UN ASPECTO DE LA MODERNIDAD EXPLOSIVA". Ana Marta González, El País

Acto del ultraderechista Vito Quiles
en la Universidad de Alicante
El deterioro de la convivencia civil, visible en sucesos como el ocurrido en la Universidad de Navarra por la gira de Vito Quiles, tiene muchas causas, y las redes sociales no son la menor

Tienen ganas de pelea, aunque no sabrían decir por qué. Algunos sacan provecho partidista de esa ignorancia, definiéndoles un enemigo sobre el que proyectar sus energías frustradas y, como no saben articular políticamente sus diferencias, recurren a la violencia. La suspensión de la actividad académica en la Universidad de Navarra, ante la anunciada visita del activista Vito Quiles, evitó oportunamente un enfrentamiento entre grupos extremistas del que hubieran podido seguirse graves consecuencias.

Evidentemente, no piensan mucho. Son jóvenes y tienen sed de emociones fuertes. Han frecuentado entornos digitales donde se normaliza el insulto y se banaliza la violencia; entornos poco propicios para la reflexión y la conversación cualificada. No han pensado en el efecto de la violencia sobre su propio carácter, ni en cómo deteriora la convivencia, hasta volverla irrespirable. Sus bisabuelos vivieron una guerra civil. Pero ellos solo la conocen por los libros y, por lo visto, ningún ejercicio de memoria histórica ha servido para hacerles reflexionar sobre la fragilidad de la convivencia civilizada y cuán fácilmente los conflictos enconados tienen un desenlace trágico.

“Los jóvenes no son discípulos adecuados para la política”, decía Aristóteles. Y añadía: “El defecto no es la juventud, sino el procurarlo todo según la pasión”. Pero la política exige cordura y trabajo, porque es un ejercicio de la razón: no una razón abstracta e ideológica, sino una razón práctica y sobria, que toca el corazón, porque mira a las necesidades reales de las personas y trabaja pacientemente por resolver sus problemas, sin dejarse embaucar por relatos pseudoheroicos. El deterioro de la convivencia civil tiene muchas causas. Las redes sociales no son la menor. Cualquier gesto o palabra sacado de contexto —algo frecuente en las redes— puede desencadenar una explosión de indignación, aunque de ordinario dure poco, porque enseguida tiene lugar un nuevo escándalo. En su último libro, Eva Illouz caracteriza nuestra situación como “modernidad explosiva”. Con ello quiere apuntar el hecho de que muchos rasgos clave de nuestra cultura moderna han entrado en conflicto entre sí, generando tensiones y contradicciones que encuentran eco en nuestra vida emocional: las emociones se han convertido en un campo de batalla en torno al que parece girar la identidad. Así ocurre, de manera singular, con la ira.

Los fenómenos de radicalización se producen cuando un agravio sufrido por una persona se extiende a un grupo. La ira que entonces aflora “se convierte en constitutiva de su identidad y la del grupo que crea en torno de su agravio”. De esa forma se multiplica exponencialmente. “¿Por qué tantos grupos étnicos y sociales de diferentes tendencias políticas muestran cada vez más ira en muchas sociedades democráticas?”, se pregunta Illouz. Al respecto se han barajado muchas hipótesis: acaso la democracia prometía más de lo que podía cumplir, y, en consecuencia, ha generado frustración; acaso el sistema ha producido un puñado de ganadores y una masa de perdedores, alimentando el resentimiento; acaso los partidos y el discurso político han evolucionado hacia una progresiva polarización que se contagia a sus bases… A juicio de Illouz, la indignación se ha generalizado simplemente porque se ha legitimado, como si constituyera indefectiblemente un índice de moralidad. Sin embargo, no siempre lo es. De hecho, “la ira es moralmente ambigua y psicológicamente desconcertante, porque, en principio, no hay forma de diferenciar entre la ira como expresión de amenaza al privilegio y la ira como respuesta a la injusticia; entre la ira como protección farisaica del propio estatus y la ira como reacción al despojo de tierra, trabajo y dignidad”.

Las emociones no se interpretan solas. Reclaman el discernimiento de la razón, tanto en el terreno personal como en la vida política. La convivencia no es posible sin civilizar las emociones, procurando transformar los gritos que dividen en palabras que podemos compartir. De eso trata, en gran medida, la educación y esa es la función de los espacios educativos. “Ni unos ni otros: dejadnos estudiar”. Esa fue la pancarta que al día siguiente colgaron algunos estudiantes que lo han entendido.

viernes, 7 de noviembre de 2025

"HABLAR CON UNA PERSONA". Belén Gopegui Durán, El País

mikel Jaso

Antes que la IA, la desigualdad social ha dado lugar a una discriminación en el acceso a un trato humano sosegado

En un ciclo de conversaciones sobre la llamada IA, alguien preguntó a la lingüista computacional Emily Bender cómo evitar que nos dejen atrás si cuestionamos los grandes modelos de texto sintético. Lo primero, contestó, sería analizar la metáfora “que nos dejen atrás” y preguntarse quiénes van delante y si realmente queremos seguirlos. Pues acaso, añadimos, no hay un delante ni un atrás, sino varios caminos diferentes.

La artista Jennifer Walshe, en su libro 13 maneras de ver la IA el arte y la música (Alpha Decay), habla de la IA con desenfado y voluntad de apertura, y la considera un abono para la imaginación. A Walshe, como a la programadora Marga Padilla, autora de Inteligencia Artificial, ¿jugar o romper la baraja? (Traficantes de sueños), les interesa conocer la herramienta, jugar con ella, saber para qué puede y no puede, quizá no debe, servir. En el extremo opuesto se sitúa el músico Anthony Mosser, cuyo post “Soy un hater de la IA” ha sido leído con avidez en internet: “Me convertí en un odiador haciendo precisamente aquello que la IA no puede hacer: leer y comprender el lenguaje humano; pensar y razonar sobre ideas; considerar el significado de mis palabras y su contexto; amar a la gente, crear arte, vivir en mi cuerpo con sus defectos, sentimientos y vida. La IA no puede ser un hater, porque no siente, no sabe, no le importa. Solo los humanos pueden ser odiadores. Celebro mi humanidad”. Los tres coinciden, sin embargo, en que IA es una etiqueta encubridora de distintas tecnologías, procesos, infraestructuras y finalidades.

Una gran parte de esos procesos tienen que ver con la automatización, sistemas de decisión automatizada, optimización predictiva, aprendizaje automático, inferir pero no comprender. La automatización puede ser útil en algunos contextos y perjudicial en otros. Puede ser útil para reducir la fatiga, y al mismo tiempo puede generar una nueva clase de fatiga por aturdimiento y pérdida de capacidad de maniobra. Puede ser útil en modelos especializados para predecir niveles de contaminación o formular nuevos antibióticos. Ahora bien, cuando lo que está en juego son las relaciones humanas nadie suele querer que le traten como una pieza de un engranaje, como un número.

Dos cosas nos constan a los seres humanos, ha escrito el poeta Carlos Piera: que somos todos distintos y que somos todos iguales. Porque somos todos iguales no debemos ser discriminados en cuanto a los derechos. Y porque somos todos distintos necesitamos un mundo que contemple lo que no es fácil medir, lo que no se puede medir y la certeza de que dos casos parecidos a menudo no son iguales porque cada persona trae vida, contexto, vínculos, arterias, pequeñas y grandes desdichas, un mundo de relaciones donde, como dijo Richard Feynman, la excepción prueba que la regla es falsa. Aunque las regulaciones generales sean necesarias, aspiramos a que algo de lo que hay de único en cada una de nosotras pueda ser escuchado y, tal vez, entendido.

Algunas personas en sus profesiones olvidan que tienen delante a un ser humano, quizá por indiferencia, pero quizá porque se les ha dicho que no pueden hacer otra cosa, pues están dentro de un engranaje que no deja tiempo a la verdadera atención. Algo no encaja en la plantilla, la persona atendida propone un rodeo, pues solucionar ese trámite es vital para sus días; quien atiende mira impotente la pantalla: “Comprendo”, dice, “pero el sistema no me deja”. Así se humaniza al sistema, “no me deja”, se deshumaniza a la persona que está delante, “me da igual tu circunstancia”, y también a la persona que trabaja, cuyos criterios no son escuchados, cuya experiencia no sirve, cuya voluntad de tratar a la ciudadanía como lo que es, un conjunto de personas diversas y con derecho a todos los derechos humanos, no cuenta.

El sistema no es una entidad, es un procedimiento casi siempre fruto de una necesidad artificialmente producida. Luchar para mejorar las condiciones en que las personas trabajan y viven, y para aumentar su autonomía y capacidad de acción, no suele estar entre los objetivos de las plataformas ni en los de quienes convierten sus ofertas en normativas. Si a veces se trata al profesorado y al alumnado como si fueran números, la solución no es convertirlos en números o en meros asistentes de máquinas, sino actuar para mejorar el entorno y el sentido de una escuela.

Mucho antes de la IA la desigualdad social ha dado lugar a discriminación también en el acceso a un trato humano sosegado. Lo lógico sería combatir esa discriminación. Lo inadmisible, amplificarla y legitimarla a mayor escala en aras de una supuesta eficiencia. Si en una consulta médica no hay tiempo para mirar y ver a cada persona, la solución no es degradar la función y automatizarla, y menos aún pretender asentar la idea de que será aceptable que el derecho al trato humano dependa de dónde vives, a quién conoces o de cuánto puedes pagar, sino intervenir en las condiciones de trabajo y de vida en común.

La privatización, la corrupción, no pensar en qué se necesita y para qué, dañan el sentido del trabajo, aun cuando queden tantas personas que lo hacen de un modo admirable. Ser más eficiente no quiere decir nada con respecto al sentido. Se puede ser más eficiente, como se ha visto, para expulsar o matar sin juicio, para manipular. El proyecto de una eficiencia automatizada, nos dicen, es imparable, pero ¿por qué? ¿Acaso no estamos en un momento grave de la historia donde demasiadas decisiones pueden tener consecuencias irreversibles y deben ser atentamente sopesadas?

Al colectivo Tu Nube Seca Mi Río, pionero en sacar a la luz el despilfarro eléctrico e hídrico de los centros de datos, se suman cada vez más voces que denuncian cómo pueden poner en peligro la salud de los ecosistemas, la vida. Cuando los límites del planeta deberían estar ya obligándonos a modificar comportamientos, la apropiación abusiva de recursos es uno de los grandes puntos débiles de la automatización en marcha. Hay muchos más, entre otros, el porcentaje de error que multiplica exponencialmente los fallos cuando se cometen por sistemas difundidos a gran escala, la automatización del engaño, de la chapuza y la especulación, la incapacidad de garantizar la custodia de los datos exigidos o extraídos de la ciudadanía, el abaratamiento de la vigilancia y su uso para acosar y privar de derechos, la negativa a revelar los conjuntos de datos de entrenamiento, la falta de cuidado al elegirlos, la amplificación de los sesgos, la elusión de responsabilidades, cómo devalúa las relaciones humanas.“Quiero hablar con una persona” quizá sea la frase más repetida al otro extremo de la línea de un chatbot. Cuando se logra romper con ella el bucle, a veces el modelo de texto sintético emite: “Lamento no haber podido atenderte”. En esas palabras no hay ficción sino fraude, pues no hay voluntad de narrar, tampoco un yo, ni acción de lamentar, ni el tú de la forma verbal atenderte significa. El lenguaje es patrimonio común, no deberíamos permitir que se malbarate hasta el punto de olvidar que tras cada significado ha de haber un querer decir, y tras cada acción con consecuencias un querer ser responsables para poder ser libres.

jueves, 6 de noviembre de 2025

"JUAN CARLOS PEINADO, UN JUEZ QUE NO ESCRIBE BIEN". Álex Grijelmo, El País

Es difícil entender que alguien con esas carencias haya llegado a magistrado del juzgado de instrucción número 41 de Madrid

El juez Juan Carlos Peinado no sabe escribir bien. Desconoce los usos de las mayúsculas, de la puntuación, las concordancias, la oportunidad de los gerundios, la relación entre oraciones, el hilo narrativo. El lenguaje claro no va con él.

Se hace difícil asumir que alguien que sufre esas carencias haya llegado a magistrado-juez del juzgado de instrucción número 41 de Madrid, desde el que ha encausado a un ministro y a la esposa del presidente.

La resolución de 32 folios mediante la que elevó al Supremo su acusación de falso testimonio y malversación contra Félix Bolaños, firmada el 23 de junio, es un desorden expositivo que empieza con una frase de 166 palabras nada menos (un párrafo entero: 12 anchas líneas), a la que sigue otra de 161 (el segundo párrafo completo, de 13 largos renglones).

(Esta columna suma hasta aquí 138 palabras en total, para que ustedes se hagan una idea).

El citado segundo párrafo del auto contiene siete comas de más, derramadas a voleo; en el tercero (de 6 líneas), sobran cinco. En el cuarto (de 8), seis comas… y así sucesivamente. En otra frase ¡de 26 líneas! se esparcen 21 comas incorrectas, que junto con lo intrincado de la redacción convierten la lectura en un suplicio. Comas entre sujeto y verbo, entre verbo y complemento. Comas absurdas.

Frases tan enrevesadas oscurecen las argumentaciones, incluso si se releen los párrafos para discernir entre las oraciones principales y las extensas aposiciones, con incongruencias como esta: “Se tuvo la necesidad procesal de proceder a la apertura de una pieza separada (…) derivada de la indicada apertura de pieza separada”.

Pero en los folios 8 y 9, que recuerdan la regulación del falso testimonio, la puntuación se vuelve impoluta. Eso lleva a sospechar (y a confirmar) que procede de mano ajena, por un cortapega de otras resoluciones similares. Sin embargo, en el folio 10 reaparece el lío; y después de otros tres folios impecables, en la página 15 regresa el desastre: “(…) Que ese hecho, fue negado, por dicha persona, Raúl Díaz Silva, cuando declaró, en dos ocasiones, como testigo y bajo juramento, los días 14 y 28”. (...) “Y lo que constituye el indicio principal, para que, se eleve, esta Exposición razonada, por el delito de falso testimonio en causa Judicial, además de por el delito de Malversación”.

El folio 21 recoge la declaración de un testigo, pero con 96 líneas de seguido, sin delimitar los turnos de palabra; sin rayas de diálogo ni punto y aparte alguno, casi siempre sin el signo de apertura de interrogación y a veces con él pero sin el de cierre, de modo que con frecuencia no se distingue quién inquiere y quién contesta.

Esos mismos errores se repiten en el auto que el mismo juez firmó el 23 de septiembre, donde se lee un fundamento segundo con una frase de 220 palabras en la que no soy capaz de discernir cuál es el verbo principal.

Alguien se preguntará por qué me fijo en este magistrado y no en otros. Ah, ¿hay otros que redactan igual? Más a mi favor. Porque entonces se hace aún más imprescindible que el Poder Judicial desempolve el Informe para la modernización del lenguaje jurídico (2010) y exija a todos los jueces su cumplimiento. Y que el acceso a la carrera judicial incluya pruebas por escrito que evalúen la capacidad para razonar con claridad, sobre un papel y no con respuestas orales y memorísticas que se lleva el aire. Habría venido bien interceptar a tiempo la incompetencia lingüística (termómetro de otros males) de quienes con palabras argumentan, condenan o absuelven; y cuya negligencia expositiva constituye un desprecio a los ciudadanos y da pistas acerca del caos mental con el que se supone hacen justicia.

"LA VIOLENCIA DE LOS IMPERIOS: 500 AÑOS DE EXPEDICIONES PUNITIVAS, PATRULLAS DE CONTROL Y CAMPAÑAS DE DESPOJO". Oriol Regué Sendrós, El País

Mural histórico en el centro de Cholula, México Lauren Benton repasa la historia del último medio milenio a través del abanico de formas de ...