En un mundo que nos pide a gritos carácter emprendedor, los introvertidos y los tímidos parecen haber perdido la carrera del éxito social en la misma línea de salida. Debido a la mentalidad imperante, muchas personas —incluso en colegios, institutos y en la vida laboral— se interesan solo por aquellos que prometen dotes de liderazgo. Los niños y adultos contemplativos, en cambio, merecen menor atención, y para ayudarles a triunfar se les aconseja rapidez, audacia, y pensar menos. Quienes hablan así desean vivir siempre en acción y creen perder el tiempo cuando sus ocupaciones no llevan la marca angustiosa de la prisa. Olvidan que los hallazgos científicos, las invenciones y las ideas que han edificado nuestra forma de vivir requerían reflexión en solitario. La soledad y la pausa son el hábitat del pensamiento. El filósofo Pascal escribió que muchos infortunios del hombre vienen precisamente de no saber estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación. Y antes que él, los sabios de la Antigüedad aconsejaban buscar felicidad en la quietud, donde se disipan los errores del acelerado vivir cotidiano. Hace falta reivindicar que el mundo es mejor de lo que podría ser gracias también a personas tímidas y reflexivas que no tenían dotes de mando pero fueron capaces de dar sentido a su soledad. Pensar es hoy más que nunca un oasis humano en los desiertos de la prisa.
"No necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen" (Juan Bravo Murillo, Ministro de Instrucción Pública). "Quienes no se mueven no notan sus cadenas" (Rosa Luxemburgo). "Ningún hombre tiene derecho a una verdad que perjudique a otro" (Benjamín Constant)
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