Imagen de Paul Quimbau |
Creer y difundir el mito de que el dinero no da la felicidad, es la forma más corriente de lavar la conciencia del Primer Mundo.
En el fondo lo hacen por nosotros, porque ser feliz es lo más importante, a fin de cuentas. Y hasta ahí puede que estemos de acuerdo. Pero también puede que tengamos visiones muy distintas de lo que se necesita para ser feliz. Y muchas de esas cosas no son gratis.
Hija de esa época de miseria absoluta conocida como Período Especial, mis primeros recuerdos son de personas en los huesos que soñaban con una casa que no se estuviera cayendo, un jabón para darse un baño decente, un buffet libre de carne de res, y cualquier otro lujo de telenovela importada. La vida se nos podía ir en eso: en imaginar una realidad lejos de la masa de oca y las compresas racionadas. Una realidad donde, si no íbamos a la escuela, era porque no queríamos y no porque no tuviéramos zapatos.
¿Nos reíamos? Sí. Y jugábamos al dominó y hasta bailábamos casino. Contábamos chistes durante los apagones. Quemábamos muñecos la noche de San Juan, y hacíamos caldosas comunitarias con más voluntad que proteína para celebrar las fiestas revolucionarias. Por eso los extranjeros se confundían. Ahí estábamos nosotros, bebiendo matarratas y permitiéndonos el lujo de pasarlo bien un rato, y ahí estaban ellos, cámara en mano, inmortalizando el momento y elogiando nuestras paredes de ladrillo visto, como si fueran cuestión de moda y no de falta de presupuesto.
De ahí pasamos al paternalismo: “Yo, que he tenido el privilegio de viajar mucho y ver mucho, te digo que en otros países se está peor, así que no te quejes”. Gracias por el consuelo, pero no. No me sirve aguantar y conformarme por el miedo a una vida peor; prefiero la esperanza de que se puede cambiar todo aquello que nos ata a la miseria. Y, sea mejor o peor, aspiro a conocerlo por mí misma y no a través de tu opinión.
Y del paternalismo, al colonialismo. Ese colonialismo que aún nos dice que debemos sacrificarnos para que otros puedan mantener sus estándares de vida. Da igual si ya no tenemos el calificativo de provincia o de territorio de ultramar, seguimos siendo considerados lugares a los que explotar. Y debemos cumplir nuestra misión con la sonrisa que nos caracteriza.
Misión que empieza con el compromiso a no cambiar.
Desde que llegué a España (hace algunos años ya), he perdido la cuenta de toda la gente que me ha dicho: “Hay que ir a Cuba antes de que se muera Fidel”, “Hay que ir antes de que lleguen los yanquis”, “Hay que ir antes de que la cosa cambie, porque luego no será lo mismo”. Incluso sin saber si queremos cambiar o no, si el cambio será a mejor o a peor, si vienen los yanquis o no, si nos mantenemos fieles a la patria socialista o cogemos con ganas el capitalismo, la premisa es ir mientras seamos un país atascado en el tiempo, con su tardía llegada al siglo XXI, sus coloridos almendrones vintage, y su gente desesperada con tanto inventar y resolver. Que la cosa cambie, implica que a lo mejor no encontrarás un cuarteto de son en cada esquina ni exóticas nativas low cost, y ante la duda, mejor si se queda todo como está, encajando con tus expectativas.
¿Qué quiere la gente de Cuba? Nada, que vamos a querer. Somos pobres, pero felices. Tener buen humor nos desacredita hasta para desear.
Y seremos pobres, y hasta felices a veces, pero queremos lo mismo que tú. Crecemos teniendo las mismas aspiraciones y recibiendo los mismos mensajes, con la diferencia de que esos mensajes se elaboran en una parte del mundo a la que no pertenecemos: la tuya. A nosotros también nos gustan los mercados bien abastecidos, los armarios llenos de ropa, la conexión a internet de alta velocidad, los coches de último modelo y las vacaciones en el extranjero. ¿Capitalista? ¿Consumista? ¿Antiecológico? Seguramente. Pero te llevas las manos a la cabeza cuando somos nosotros quienes lo queremos, no cuando eres tú quien lo disfruta.
Hace poco me contaba una conocida que había ido a Perú, y, como buena viajera, quería ver las comunidades auténticas, esas donde la gente aún está como hace siglos. Después de varios días en el país, consiguió llegar a una aldea donde los indígenas vivían de hacer artesanía para vender a los turistas. Y se sorprendió cuando una de las artesanas le dijo que su smartphone le encantaba, que ella también quería uno. “Qué pena, ¿no? Al final el capitalismo se lo come todo”.
Esa artesana indígena no tenía derecho a querer un teléfono con conexión al resto del planeta. No podía querer ver lo que otros ven, ir a donde los otros van, ni hacer otra cosa que no fuera permanecer en su sitio, pobre, incomunicada, para que mi conocida pudiera subir fotos cool a las redes sociales con sus collares de semillas.
Y así estamos: el capitalismo buscando nuevos mercados, generando necesidades para seguir vendiendo y vendiendo, y el colonialismo diciendo qué se hará con nuestros recursos, pero que no nos entusiasmemos: para que haya en un lado tiene que faltar en otro. Siempre en el mismo.
Puedes saquear nuestros países mientras nos niegas el derecho a migrar, porque somos pobres, pero felices donde estamos.
Puedes presumir ante nosotros de cualquiera de tus privilegios: no los necesitamos. Nos basta con un taparrabos y un tambor.
Puedes incluso disfrazar de ayuda humanitaria tus donaciones de libros de EGB y enciclopedias desfasadas. Cualquier mierda que te sobre nos hace felices.
No te preocupes: aquí nos quedamos. Seguiremos siendo ese parque de atracciones viviente donde todo permanece tal y como está. Nos sacrificamos los de siempre para que laves tu conciencia pensado que cambiarías con gusto tu vida por la nuestra, porque tú sí sabrías ser feliz ahí donde nosotros no podemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario