Stefan Zweig repasó un siglo atrás en ‘El mundo de ayer’ una Europa que había dejado de existir. Todo era un castillo de naipes, apuntaba el escritor austríaco en unas memorias que se pueden releer ahora a la luz del actual contexto europeo.
Durante unos años, El mundo de ayer de Stefan Zweig era el mundo de mañana: la referencia prestigiosa que utilizaría al día siguiente un columnista, el diagnóstico de un malestar difuso y la oportunidad para lanzar una advertencia a favor del bien y en contra del mal. Como siempre, cada uno encontraba en el libro el consejo que se adecuaba más a lo que pensaba de antemano. Su elocuencia y su maleabilidad hacían que fuera una referencia particularmente útil; los paralelismos históricos exigen cautela, porque podemos fácilmente caer en el presentismo y otras tentaciones narcisistas.
Las memorias del autor de Castellio contra Calvino son la crónica de una pérdida: el fin de una idea de seguridad, de fe en el progreso, el paso de un mundo de identidades múltiples a otro de identidades absolutas. En las primeras páginas describe un lugar apacible, con la sensación de que la ampliación de los derechos y el progreso material son casi inevitables. Gente como el padre de Zweig es ordenada y ahorra, y como la araña que teje su tela, va acumulando una fortuna en un mundo de inflación baja.
La riqueza se posee pero no se exhibe. Las casas permanecen en la familia y en los testamentos se intenta proteger contra la ruina a generaciones muy alejadas. Se habla de arte intensamente. No tienen prestigio las transformaciones súbitas, las revoluciones; los hombres respetables se acarician la barba y no está bien visto subir o bajar las escaleras apresuradamente. Es un mundo de seguridad y, por tanto, obsesionado por los imprevistos: apartar un dinero por si pasa algo, contratar un seguro…
Esas protecciones y garantías son insuficientes frente al gran cataclismo. Todo era un castillo de naipes, dice Zweig, pero sus padres vivían en él como si fuera de piedra. La vida de la generación del austríaco es más difícil que la de sus progenitores: como judío, escritor, humanista y pacifista, está en el lugar donde los daños son más devastadores. Pierde casas, países, comunidades, lengua y una idea del mundo. También, a su juicio, es una vida más rica que la de sus padres: su generación ha tenido que aprender más.
«Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Rusia. Y, sobre todo, el nacionalismo, la peor de nuestras pestes que envenena la flor de la cultura europea», escribe.
Zweig señala la aceleración de la historia y la simultaneidad de los acontecimientos, algo que nos resulta cercano (aunque seguramente nuestra época siempre nos parece plagada de sucesos). El progreso técnico favorece la aceleración y la integración económicas, y la aceleración acaba provocando un descarrilamiento. Hace unos años pensábamos que el mundo era más predecible y teníamos una visión más optimista: ahora creemos que era una ilusión. El paso de la seguridad a la incertidumbre también es un tema de nuestro tiempo. El léxico de la innovación empresarial o de la transición ecológica presenta de maneras más o menos luminosas y con una retórica acartonada el fin del mundo del trabajo y el agotamiento de un modelo de desarrollo basado en los combustibles fósiles.
Al leer esa descripción de un apacible viaje hacia el progreso, sabemos que no en todas partes era así: no en todas partes perdieron ese mundo porque no lo tenían. Esa civilización europea burguesa, por ejemplo, también coincide con el colonialismo. Toda revisión aplana las aristas: así, si el relato del entusiasmo noventero tiende a pasar deprisa sobre la desintegración de Yugoslavia y las atrocidades posteriores, hay otras guerras que el retrato favorecedor deja de lado. William Gibson decía que el futuro ya está aquí, solo que distribuido de forma desigual. Un ejemplo es el calentamiento global. Pero el pasado también está aquí, como muestra la agresión rusa en Ucrania. Lo anacrónico seguramente es pensar que hay un solo tiempo.
Otra diferencia de la mirada de Zweig es que la idea de revolución sí es atractiva. Naturalmente, son revoluciones falsas: viven muy bien con el capitalismo y viceversa. Stefan Zweig escribía durante una guerra mundial. Había vivido también unos años de descrédito de la democracia, y había asistido al fin de muchos regímenes democráticos. No parece que los modelos totalitarios sean ahora alternativas como en esa época.
Pero, además de las prácticas irresponsables que debilitan las instituciones democráticas, sí hay un modelo de líderes fuertes y nacionalistas que resultan atractivos en países importantes. Quizá en considerables partes de Europa no sean tan atractivos, pero también Europa cuenta menos. Durante décadas, la posibilidad de un enfrentamiento nuclear parecía lejana: ahora preferimos fingir que lo es. Algunas de las lecciones de las memorias de Zweig tienen que ver con lo frágiles que son las cosas que parecen estables, lo prescindibles que son hasta que las perdemos y las muchas formas que puede adoptar la ceguera voluntaria.
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