Carlos Paez, uno de los 16 supervivientes de la tragedia aérea de los Andes. Raúl Martínez (EFE) |
En la tragedia actual de la conversación pública sería bueno recordar que la risa nos libera y nos une
Me encuentro a Carlos Páez en un desayuno en México. Llega en traje de baño azul con un estampado de veleros, una camiseta Lacoste negra, gafas de sol, un rosario vasco colgado del cuello y una cruz alargada que le cubre una buena parte del bíceps que acaba de tatuarse en Playa del Carmen. El sobreviviente de la tragedia de los Andes dice que no ve la cruz como símbolo de lo tachado y de la muerte, sino de las aspas del helicóptero que le dio la bienvenida a la vida. Cuando las vio creyó que ahí terminaba esa historia insólita con la que se estrelló a los 18 años, pero más de medio siglo después ahí sigue en el encierro de su hit, de la canción que no puede dejar de cantar.
Me cuenta que, ya pasados unos años, en un avión le ofrecieron el menú y dijo: “No, mejor tráigame la lista de pasajeros”. Y ahí descubro, sorprendido, que podemos hablar en ese registro en el que el humor aliviana la tragedia, y le cuento de la historia de Zeke, que en su librería de La Plata ubicó el libro Viven en la sección de gastronomía. El humor es el mejor antídoto para transitar los temas más incómodos, para poner en marcha la fábrica cerebral de nepente, la droga que vertió Helena en la crátera del vino para poder hablar con Telémaco, que no sabía si su padre Ulises había sobrevivido a la guerra de Troya.
Coincidimos en un congreso, y en su charla Páez recorre las historias archiconocidas del avión partido al medio, de la avalancha y de comerse a sus amigos muertos. No hay nada nuevo en lo que cuenta, pero sí en cómo lo cuenta: lo hace en tono de humor y no de tragedia. Dice que la madre lo encuentra después de 70 días en el hospital, y que, cuando ya se está yendo, él le da los 70 dólares con los que había despegado para que le compre algo de ropa y la madre lo mira y le dice: “Carlitos, ¡no gastaste nada!”. Y que hace 10 años sube a un avión, que cierra las puertas y enciende motores, y pasan minutos no se mueve y una señora le grita: “Tenía que venir usted para que pase algo en este avión”. Y luego, que apenas vueltos de la tragedia, un periodista argentino le pregunta: “¿Ustedes sabían que estaban en territorio argentino, a 14 kilómetros de un hotel?”. Y le contesta: “Sí sabíamos, pero como nos parecieron mejores los chilenos caminamos 70 kilómetros”.
El humor nos salva. En la tragedia actual de la conversación pública sería bueno recordarlo. Robert Levenson, el profesor de Psicología de la Universidad de Berkeley que ha estudiado exhaustivamente el devenir de distintas parejas en el tiempo, hizo un experimento de lo más curioso en el que convocó a unas cuantas parejas al laboratorio y las expuso a todo tipo a conversaciones estresantes. Las reacciones eran de lo más variadas en tono y emociones, y en medio de este menjunje descubrió que aquellas que afrontaban el estrés con humor resultaban ser, retrospectivamente, las más duraderas y las que tenían mejor convivencia. Es decir, la risa nos une.
Ese era el rol de Carlos Páez, el menos entrenado, un niño mimado que ni siquiera había hecho su maleta y que, de repente, encontró en el humor una herramienta para sacar a todos de ese enredo imposible. La risa sincrónica produce una cascada de endorfinas, una sustancia análoga a los opioides que amaina el dolor y da una sensación de bienestar que permite, como el nepente, superar las conversaciones más ásperas. No existen, que yo sepa, experimentos análogos al de Levenson llevados de la arena de la pareja a la conversación política, salvo un estudio de Dean Yarwood sobre los beneficios del humor en el Congreso de Estados Unidos, pero todo hace suponer que el mecanismo debería ser idéntico y que poder alivianar cada tanto la aspereza plomiza de la chicana constante con la grasa del humor no puede ser un mal ejercicio.
Hay un precedente célebre en la política española en días de mucha mayor cordialidad. En 1994, luego de muchas horas de sesión, la secretaria de la Mesa del Parlamento andaluz Hortensia Gutiérrez del Álamo tuvo que llamar por tercera vez a una votación y algo disparó un ataque de risa que se propagó sin remedio entre los parlamentarios hasta obligar a su presidente, Diego Valderas, a suspender la sesión. Es imposible ver el vídeo sin contagiarse.
Reírse cada tanto de uno mismo, desde una discusión de tráfico hasta el hemiciclo, da liviandad, nos tempera y a veces nos salva. Años después, los sobrevivientes volvieron al lugar del accidente. Nando Parrado no quiso ir al sitio donde yacían muertas su hermana y su madre, y les dejó una carta de la que Carlos solo cuenta la última frase: “Chicos, si se llegan a perder, la salida es para el otro lado”.
Mariano Sigman es neurocientífico. Su último libro es "La vida secreta de la mente" (Debolsillo).
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