Dolores junto a su marido Francisco, enfermo de Alzheimer |
Este miércoles se conmemora el Día Mundial de esta enfermedad y Cordópolis pone su mirada en tres pacientes que sufren esta demencia de manera precoz
La muerte y la enfermedad nos igualan a todos los mortales. No entienden de rangos sociales ni de edad. Cómo llegamos a ellas ya es otra cuestión. Las hay más crueles que otras, más inesperadas que otras, más despiadadas que otras. Y cuando aparecen con ansia de ferocidad, arrasan con todo y solo queda convertirnos en robles con ramas al son de latigazos. Así es la enfermedad del alzhéimer, de la que este miércoles se conmemora el Día Mundial. Su detección precoz, como cualquier dolencia, es vital para hacerle frente con rapidez. Siempre asociada a la senectud, el alzhéimer afecta cada vez más a personas jóvenes. Lo más común es que aparezca a partir de los 60 años, pero ese rango de edad se amplía hasta los 40 años, lo que se conoce como alzhéimer de inicio temprano, un gran desconocido en la sociedad.
De ello sabe muy bien Dolores, pareja de Francisco, quien padece la enfermedad. Aunque fue en 2018 cuando ya obtuvieron un diagnóstico certero de que “aquellos despistes” eran en realidad los inicios del alzhéimer, los primeros síntomas aparecieron en 2010. Hoy, con 59 años -le detectaron la enfermedad con 55 años-, Francisco vive acompañado continuamente de su mujer. “Siento un dolor intenso enorme, una desilusión y una rabia... Sabía que algo pasaba pero no nos hicieron caso”, cuenta Dolores con crudeza, relatando un periplo médico desde 2010. Afirma que los neurólogos que empezaron a tratar a su marido no asociaban “sus despistes” con un inicio temprano del alzhéimer. Por aquel entonces, Francisco tenía 47 años.
Dolores es los pies y las manos de su marido. A pesar de que cuentan con el apoyo familiar, tampoco quiere “abusar”, reconoce honestamente. “La vida nos ha cambiado tanto... Llegó un día en que le dije a mi marido que ya me tenía que meter con él en la ducha. Le voy indicando qué se tiene que echar, pero tengo que estar con él”. Caminar por casa tampoco es del todo seguro para él. “La enfermedad le ha afectado mucho a su concepto del espacio e, incluso, se pierde en el pasillo”. Francisco está volviendo a ser aquel niño que fue hace mucho, pero llora como quien peina canas al ver cómo avanza la enfermedad. “Él es consciente de todo y eso es realmente duro. ¿Cómo le quito yo ese dolor? Muchas veces se le caen las lágrimas y me dice que no tiene edad para estar así”. La impotencia en su máxima expresión. “Pero nos tenemos el uno al otro. Me quedo con eso”. CONTINUAR LEYENDO
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