La crisis sanitaria provocada por la COVID-19 ha hecho que las personas mayores se convirtieran en foco mediático, revelando así la existencia no solamente de los estereotipos, sino de un lenguaje edadista que se ha naturalizado y normalizada
El diccionario de la Real Academia Española define “vejez” de la siguiente manera:
1. f. Cualidad de viejo. 2. f. Edad senil, senectud. 3. f. Achaques, manías, actitudes propias de la edad de los viejos. 4. f. Dicho o narración de algo muy sabido y vulgar.
Claramente, esta definición determina una concepción negativa de la vejez, la cual ha penetrado en los discursos sociales y culturales. Si este concepto negativo se repite una y otra vez en el ámbito público, lo que se produce y perpetúa es la discriminación por edad. De hecho, la edad es la tercera causa de discriminación en España, únicamente superada por la discriminación de género y la racial.
A la discriminación por edad se la denomina ‘edadismo’, un término que fue acuñado por Robert Butler en 1969, quien lo definió como “un proceso de estereotipos y discriminación sistemático contra las personas por ser mayores”. El edadismo se considera parte del sistema social cuyos miembros desarrollan desde una edad temprana un concepto negativo del envejecimiento; es decir, un edadismo interiorizado. Asimismo, los discursos sociales hegemónicos han retratado la vida tras la jubilación como un tiempo de decrepitud, fragilidad, dependencia, pérdida de vigor sexual, aislamiento social, pasividad, falta de atractivo físico e improductividad. Esta homogeneización negativa del envejecimiento es la que resulta necesario eliminar para evitar la discriminación de las personas mayores.
Sin embargo, es necesario también indicar que existe un edadismo interiorizado, el cual se produce cuando los estereotipos por edad contribuyen a una discriminación tanto hacia uno mismo como hacia los demás.
Este edadismo también es intergeneracional y afecta a la percepción que las personas mayores tienen de los/las jóvenes y niños/as y viceversa. Por ejemplo, a los jóvenes también se los homogeneiza con características tales como que son irresponsables, incultos, conflictivos o vagos, entre otras. De la misma manera, las personas jóvenes interiorizan los estereotipos sobre la vejez de tal modo que cuando llegan a ser mayores suelen tener una percepción negativa de aquellas personas que son más mayores, de más edad. En vez de avivar el conflicto generacional (por ejemplo, el que resulta de culpar a los ‘baby boomers’ de la precariedad laboral que sufren los jóvenes y de la hucha de pensiones, o a los jóvenes de los repuntes en contagios durante las últimas olas de la COVID-19), se debería fomentar la solidaridad entre las distintas generaciones y así ayudar a eliminar este edadismo interiorizado y resolver el conflicto intergeneracional que crea.
Como la definición de la RAE pone de manifiesto, el lenguaje tanto escrito como visual tiene el poder de fijar los estereotipos, los prejuicios y la discriminación de las personas mayores. Este edadismo emerge en el ámbito social de muchas maneras; por ejemplo, en la forma en que nos dirigimos a las personas mayores: llamarles viejos/viejas, ancianos/ancianas, abuelos/abuelas o yayos/yayas es edadismo. Hablar de residencias de ancianos o asilos es también edadismo; como también lo es dirigirnos a las personas mayores usando diminutivos o infantilizándoles. Dar por hecho que las personas mayores no entienden de lo que hablamos es edadismo, así como pensar que no pueden aprender cosas nuevas ni enfrentarse a las nuevas tecnologías.
La crisis sanitaria provocada por la COVID-19 ha hecho que las personas mayores se convirtieran en foco mediático, revelando así la existencia no solamente de los estereotipos, sino de un lenguaje edadista que se ha naturalizado y normalizado. Es más, a pesar de que existe una guía, ‘El uso del lenguaje frente al edadismo y los estereotipos’, respaldada por el Imserso, durante la pandemia no hemos dejado de oír y leer una y mil veces palabras como viejos/viejas, ancianos/ancianas, abuelos/abuelas, yayos/yayas, dependientes, jubilados/jubiladas, pensionistas, nuestros mayores, etcétera. Incluso las fotografías que acompañaban a las noticias revelan la deshumanización a la que se ven sometidas las personas mayores al mostrar una parte de su cuerpo, generalmente las manos (y normalmente de mujer), sosteniendo en muchas ocasiones un bastón. ¿Por qué las manos para mostrar a las personas mayores? ¿Es que la vejez no es digna de ser mirada? ¿Solamente lo joven puede ser retratado? ¿Es que todas las personas mayores necesitan un bastón?
Las agendas neoliberales de austeridad han puesto de relieve una política de envejecimiento activo o exitoso con el objetivo de, por una parte, retrasar los costes médicos que para las arcas estatales pueda suponer el envejecimiento de la población, y de, por otra, abrir un sinnúmero de espacios de mercado para el consumo de las personas mayores. En este sentido, la actividad física (gimnasios), la actividad sexual (Viagra), el turismo, el ocio, los cosméticos, las cirugías estéticas... se convierten en productos de consumo que favorecen y apoyan tanto un envejecimiento saludable como la concepción de la vejez como un espacio de consumo. Sin embargo, este envejecimiento activo lo que hace es enfatizar que envejecer de manera positiva se circunscribe a las clases con poder adquisitivo medianamente alto.
La importancia dada al envejecimiento positivo ha llevado a una distinción entre la tercera edad y la cuarta edad. La tercera edad del neoliberalismo se caracteriza como la edad de la jubilación en la que destacan el ocio, la autorrealización, la salud y el compromiso social. En la tercera edad somos mayores, pero no ‘viejos’, con lo que la independencia se mantiene. Por el contrario, la cuarta edad implica la falta de autonomía e individualidad y la presencia de una muerte inminente. En la cuarta edad las personas mayores son despojadas del capital social y cultural y desplazadas a las residencias de mayores o relegadas a la reclusión en el espacio de la casa. Obviamente, este énfasis que se pone en la productividad y en el envejecimiento exitoso deja a los enfermos crónicos, a las personas discapacitadas o a las que prefieren no ser activas o no pueden serlo por cuestiones económicas como un problema para la sociedad, debido a su complacencia con ser ‘viejos’; de ahí que se les aparte y discrimine.
La soledad no deseada de las personas mayores es un gran problema social en España. Según el INE, en 2020 2.131.400 personas mayores de 65 años vivían solas, de las cuales 1.511.000 eran mujeres. Por edad, el 44,1% de las mujeres mayores de 85 años vivían solas, frente al 24,2% de los hombres. La soledad no deseada se produce cuando no se escoge, sino que se impone, pudiendo afectar a nuestro bienestar y estado de salud. La discriminación, los prejuicios y los estereotipos son factores determinantes de la soledad no deseada, de ahí la urgencia en cambiar la percepción de la vejez y del envejecimiento. La labor que diversas ONG (Amigos de los Mayores, Fundación Pilares, Envejecimiento en Red o Matia Fundazioa) están llevando a cabo para acompañar a personas mayores, desarrollar su capacidad creativa y propiciar su participación social es fundamental. Tal y como reivindican estas ONG, es necesario un nuevo modelo de acompañamiento y de cuidados en el que se reconozcan y se prioricen el empoderamiento, la identidad individual y la autonomía.
En definitiva, las personas mayores tienen derecho a tomar decisiones por sí mismas, a potenciar sus relaciones sociales y a obtener prestaciones médicas no discriminatorias que afirmen su dignidad como seres humanos. Por esos motivos, lograr que los derechos humanos de las personas mayores sean respetados debe ser un objetivo primordial de cualquier política social.
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