El fin de la actividad laboral y la cercanía de la muerte expulsan a nuestros mayores al extrarradio de la relevancia social, sean cuales sean sus aptitudes (mentales, físicas, productivas) reales. Pero ¿qué dicen estas etiquetas de la sociedad que hemos construido?
No hay duda de que en estos tiempos que corren la vejez arrastra un estigma (como tantas otras cosas, pues vivimos en la era del estigma). A falta de una comprensión más cabal de los asuntos humanos, tendemos a imponer marcas dolorosas sobre aquello que se nos escapa, que no facilita la entrada a su entendimiento (a causa generalmente de su ambigüedad) o que por razones diversas se ha convertido en enemigo o adversario. Lo peor del estigma es sin embargo el autoestigma. Aquí la víctima es también su verdugo. Es decir, y en este caso, el viejo siente sobre sí, y está de acuerdo con ello, todas las carencias y pecados que la comunicación y las relaciones sociales le adjudican: menoscabo físico y mental, marginación, olvido, falta de competencia, sentimiento de falta de utilidad para los demás, conciencia de parasitismo, etcétera.
El autoestigma funciona en la dirección de convencerse uno mismo de que la realidad (es decir, el consenso público) tiene razón. Y así los viejos, mucho antes de ser objetivamente viejos o incluso siéndolo, lo primero que padecen es una vejez emocional que se autoinflige sus propias limitaciones en todos los órdenes señalados. He aquí un acelerador efectivo de la decadencia de los individuos, más allá de la edad y de las lacras.
Se trata de una autopersuasión psicológica que se nutre del medio, de argumentos ideológicos y culturales que circulan de manera implícita en la información y en la representación. Y para esto no hay edad: sentirse viejo a partir de unos cuantos datos de la realidad convencionalmente adjudicada a la vejez puede suceder en cualquier periodo, entre márgenes por lo demás bastante amplios. CONTINUAR LEYENDO
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