Reunión del comité ejecutivo nacional del PP el pasado abril. |
Hay quien pretende camuflar el debate fiscal como una cuestión técnica; suelen ser los mismos que después argumentan con bulos como que bajar impuestos aumenta automáticamente la recaudación. Pero no hay nada más ideológico que los impuestos: quién financia el gasto social y cuánto dinero hay para repartir
Hace unos años, en un viaje a Bogotá, escuché a un importante empresario colombiano quejarse del “populismo” de un político de la izquierda que empezaba a ser percibido como una amenaza por las grandes fortunas del país. Hablaba del hoy presidente, Gustavo Petro, y de su propuesta de elevar los impuestos a los ricos para mejorar los servicios sociales. “Quiere ganar votos prometiendo imposibles”, decía. Pocos minutos después el mismo empresario empezó a quejarse de la inseguridad de Bogotá, y de la envidia que le daban las ciudades españolas, donde cualquiera puede pasear o coger el metro sin miedo a que le secuestren. “Aquí la única manera de andar por la calle es ponerte un jersey viejo y una gorra gastada, y que nadie sospeche que puedes tener dinero”.
“Ambas cosas van unidas, los impuestos y la inseguridad”, le expliqué al empresario. Creo que con poco éxito, a pesar de que los datos son bastante claros.
No es una teoría, es un hecho: la desigualdad económica y el crimen van de la mano. Hay incluso un estudio de una organización tan poco sospechosa de izquierdismo como el Banco Mundial que así lo demuestra. Y nada debería interesar más a un millonario que vivir en un país con un sistema fiscal justo y poderoso, que financie un Estado del bienestar sólido. Aunque le toque pagar más impuestos de lo que desearía.
Porque no solo es una cuestión de justicia. Entre los grandes beneficiados de un sistema fiscal adecuado también están los ciudadanos más ricos de ese país. ¿Hay alguien más interesado que ellos en que se mantenga el contrato social?
En la última semana, nuestros compañeros Raúl Sánchez y Diego Larrouy han publicado tres estupendos reportajes infográficos que os recomiendo encarecidamente. Es un especial que hemos titulado ‘La gran brecha’ y que desmenuza al detalle y con muchos datos y gráficos el sistema fiscal español. El primero explica las trampas: por qué la declaración de la renta beneficia a los millonarios. El segundo es un espectacular mapa interactivo, que muestra de qué vive cada barrio de España –del trabajo, de pensiones o de las rentas del capital–. El tercero pone la lupa sobre los agujeros del impuesto de sociedades: por qué las grandes empresas pagan hoy menos por sus beneficios que quince años atrás.
Todo esto es política. Es ideología. Porque no hay nada que esté más en el centro de la cosa pública que los impuestos: cómo se financia el gasto social y cuánto dinero hay para repartir. Quién paga y quién recibe de ‘la teta del Estado’, como la llaman despectivamente los neoliberales cuando es dinero que no va para ellos.
Hay quien pretende camuflar el debate fiscal como una cuestión técnica; suelen ser los mismos que después argumentan con bulos como que bajar impuestos aumenta automáticamente la recaudación –ya saben, la famosa mentira de la curva de Laffer–. Y sí, es obvio que la política fiscal tiene impacto en la economía, y puede generar efectos no deseados en el crecimiento o el empleo. Pero detrás de los ingresos y el gasto público hay algo más. Eso que llamamos ideología.
Que una familia de Madrid que gana 140.000 euros tenga derecho a una subvención para pagar enseñanza privada es ideología. Esa misma ideología que considera “clase media trabajadora” al 10% más privilegiado de la sociedad. Una ideología que funciona como Robin Hood pero al revés: quitando el dinero a los pobres para dárselo a los ricos. Es la misma comunidad, la de Madrid, que está entre las que menos invierten por habitante en Sanidad, pero perdona a las grandes fortunas 990 millones de euros al año en el Impuesto de Patrimonio.
Que un Gobierno reconozca a las empleadas del hogar los mismos derechos que tiene cualquier otro trabajador también es ideología. Cabe preguntarse por qué esta injusticia ha tardado tanto en corregirse: hace décadas que era una absoluta aberración. La respuesta es obvia: la mayoría de las empleadas del hogar son inmigrantes, sin derecho a voto; quienes votan son sus empleadores. Reconocer al fin este derecho es cualquier cosa menos un gesto populista o electoral.
Dice la Constitución española, artículo 31, que el sistema tributario español deberá ser “justo” y cumplir con los principios de “igualdad y progresividad”. Hace dos décadas que no es así. La progresividad se ha roto en el último peldaño, el del 0,1% más rico, que paga menos de lo que debería. Especialmente en las comunidades autónomas gobernadas por la derecha: Madrid y ahora también Andalucía.
Las medidas anunciadas este jueves por el Gobierno van por eso en la buena dirección, aunque hubiese sido deseable una ambición mayor. No es, en conjunto, una rebaja fiscal: supone un aumento total de 1.500 millones de euros anuales en la recaudación que servirán para financiar el gasto social, medidas como el Ingreso Mínimo Vital. Es, además, una factura que no todos pagarán por igual. ¿Con qué criterio oponerse a unos cambios fiscales que benefician a quienes ganan al año 21.000 euros o menos en detrimento de los 23.000 más ricos de España?
Para esos ricos, aunque muchos no lo crean, también es una buena noticia. Salvo que prefieran vivir en un país donde los millonarios tienen que disfrazarse de pobres para poder pasear sin miedo por la ciudad.
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