miércoles, 22 de noviembre de 2023

"LOS EXPULSADOS DEL CULTO A LA JUVENTUD". Un artículo de Pascal Bruckner publicado en Ethic el 21 de JUL de 2021

En ‘Un instante eterno: filosofía de la longevidad’ (Siruela), el filósofo Pascal Bruckner plantea cómo los avances de la ciencia han hecho del tiempo un aliado paradójico para aumentar la vida del ser humano. Pero ¿queremos vivir mucho tiempo, o empezar de nuevo y reinventarnos?

En su libro autobiográfico, El mundo de ayer (1942), Stefan Zweig cuenta cómo a finales del siglo XIX, en Viena, en el Imperio austrohúngaro, gobernado por un soberano de 70 años rodeado de ministros decrépitos, la opinión pública no se fiaba de la juventud. Pobre de aquel que mantuviera un aspecto infantil: no le resultaba fácil encontrar un trabajo; el nombramiento de Gustav Mahler a la edad de 37 años como director de la Ópera Imperial fue una escandalosa excepción. Ser joven era un obstáculo para cualquier carrera.

Los jóvenes ambiciosos tenían que parecer mayores y empezar a envejecer en la adolescencia: acelerar el crecimiento de la barba afeitándose todos los días, llevar gafas con montura dorada en la nariz, lucir cuellos almidonados, ropa rígida y una larga levita negra y, si era posible, tener un poco de sobrepeso, lo cual era signo de seriedad. A los 20 años, vestirse de persona madura era la condición sine qua non para el éxito. Era necesario castigar a las nuevas generaciones, ya penalizadas por una educación humillante y mecánica, arrancarlas de sus comienzos como novatos, de su indisciplina de chicos malos. Era el triunfo de la gravedad que impone la edad honorable como el único comportamiento civilizado de la humanidad.

Qué contraste con nuestros tiempos, cuando cualquier adulto trata de forma desesperada de mostrar los signos externos de la juventud, practica la confusión de disfraces, lleva el pelo largo o vaqueros; cuando las propias madres se visten como sus hijas para anular cualquier brecha entre ellas. En el pasado, la gente vivía la vida de sus antepasados, de generación en generación. Ahora los progenitores quieren vivir la vida de sus descendientes.

Jovencitos de 40 años, cincuentones con aspecto adolescente, sexigenarios, aventureros de 70 o más, con sus mochilas, sus bastones de esquí y sus cascos, aficionados a la marcha nórdica, que cruzan la calle o los jardines públicos como si estuvieran atacando el Everest o el Kalahari, abuelas en escúter, abuelos en patines o en monociclos eléctricos. Es el vértigo de la regresión autorizada. El desajuste generacional es tan cómico como sintomático: entre los jóvenes encorsetados en sus trajes ceñidos y los viejos con sienes plateadas que se pasean en pantalones cortos, la cronología se altera.

Mientras tanto, los valores se han invertido. Para Platón, la escala de conocimiento debía seguir la de las edades. Solo el individuo mayor de 50 años podía contemplar el Bien. La dirección de su República debía dejarse, a través de una especie de «gerontocracia atemperada» (Michel Philibert), solo a los ancianos, capaces de impedir la anarquía de las pasiones, de orientar a los ciudadanos hacia un alto grado de humanidad. El ejercicio del poder era una función de la autoridad espiritual. Fue Platón, mucho antes que el Benjamin Button de Scott Fitzgerald, quien en el Político imaginó que en los viejos tiempos «los ancianos muertos salían de la tierra para vivir sus vidas al revés» y regresaban al estado de un bebé recién nacido. Así que vio la infancia como el fin de la existencia, un regreso al punto de partida después de un largo viaje. El principio pasó a ser el final, y el final, el principio. CONTINUAR LEYENDO

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