miércoles, 19 de junio de 2024

"LA POLÍTICA QUE SOÑABA CON QUE FUÉSEMOS IGUALES". Martha Nussbaum. El País 24 MAY 2020

La tradición cosmopolita defendía una dignidad humana total, independiente del origen, el estatus o el género de cada cual. Martha C. Nussbaum analiza aquel ideal noble nacido con Diógenes

Una vez preguntaron a Diógenes el Cínico de dónde venía y él respondió con una sola palabra: kosmopolitês, “ciudadano del mundo”. Podría decirse que aquel momento, ficticio o no, fue el acto fundacional de la larga tradición del pensamiento político cosmopolita en la herencia occidental. Un varón griego rechaza la invitación a definirse por su estirpe, su ciudad, su clase social, su condición de hombre libre o incluso su género. Insiste en definirse atendiendo a una característica que comparte con todos los demás seres humanos, hombres y mujeres, griegos y no griegos, esclavos y libres. Y al caracterizarse a sí mismo, no ya como habitante del mundo, sino incluso como “ciudadano” de este, Diógenes da a entender también que es posible una política —o una aproximación moral a la política— centrada en la humanidad que compartimos más que en las marcas del origen local, el estatus, la clase y el género que nos dividen. Es un primer paso en el camino que nos conduce hasta la sonora idea kantiana del “reino de los fines”, una comunidad política virtual de aspiración moral que une a todos los seres racionales (aunque Diógenes, más inclusivo, no limitaba esa comunidad a lo “racional”), y hasta aquel ideal, también de Kant, de una política cosmopolita que una a toda la humanidad bajo unas leyes que esta se haya otorgado a sí misma, no por efecto de las convenciones y las clases, sino por una libre elección moral. Aseguran que Diógenes “se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que solo hay un gobierno justo: el del universo [kosmos]”.

El cosmopolitismo cínico/estoico nos insta a reconocer la igual (e incondicional) valía de todos los seres humanos, una valía fundada en su capacidad de elección moral (aunque quizá sea esta aún una condición demasiado restrictiva) más que en rasgos que dependen de configuraciones naturales o sociales fortuitas. La idea de que la política debería tratar a todos los seres humanos como iguales y como poseedores de un valor inestimable es una de las más profundas e influyentes del pensamiento occidental; a ella cabe atribuir muchos de los elementos positivos presentes en el imaginario político de Occidente. Un día, Alejandro Magno pasó junto a Diógenes y se quedó de pie ante el filósofo, mientras este tomaba el sol en el mercado. “Pídeme lo que quieras”, le dijo Alejandro. Y él le respondió: “No me hagas sombra”. Esta imagen de la dignidad de lo humano, capaz de resplandecer hasta en su desnudez siempre que no quede ensombrecida por las falsas pretensiones del rango social y la realeza, una dignidad que solo necesita que le aparten esa sombra de delante para manifestarse vigorosa y libre, es uno de los destinos finales de una larga trayectoria que conduce hasta el moderno movimiento de los derechos humanos.

En la tradición que describiré aquí, la dignidad es no jerárquica. Pertenece en igual medida a todos los seres que tengan un nivel mínimo de capacidad de aprendizaje y elección morales. Es una tradición que excluye explícita y directamente a los animales no humanos; en algunas versiones, aunque no en la de Diógenes, también excluye (aunque sea de forma menos explícita) a los humanos con discapacidades cognitivas graves. Estas son deficiencias que toda versión contemporánea de esta concepción está obligada a abordar y subsanar. De todos modos, el concepto de dignidad no es inherentemente jerárquico ni está basado en la idea de una sociedad ordenada por niveles y rangos (…). CONTINUAR LEYENDO

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