viernes, 31 de enero de 2025

"NO ME PUEDO CONCENTRAR". Carlos Javier González Serrano, Ethic 5 DIC 2024

Nuestra imaginación ha sido el precio a pagar por la exposición continua a un sinfín de estímulos: la capacidad para imaginar otros modos de vivir ha sido raptada paulatinamente por los estándares productivistas de rapidez y eficacia.

En una de las obras menos leídas y más ricas de Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos (publicada en español por Seix Barral), donde se recoge una generosa porción de sus memorias, el psiquiatra y psicoanalista suizo escribió un profético pasaje. Dicho fragmento, redactado en 1957 –cuando Jung ya era octogenario–, se encuentra precedido por una constatación: nos sentimos cada vez más desarraigados a causa de «un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego» porque ya no podemos vivir en lo que hay, en el presente, sino que nos nutrimos enfermiza y vorazmente de promesas que se encuentran «en las tinieblas» de un futuro «en que se aguarda el auténtico amanecer».

De esta forma, podríamos añadir al diagnóstico junguiano, el mercado para traficar con nuestro(s) deseo(s) está servido: empresas, medios de comunicación y partidos políticos se encargan de mantener azuzada nuestra voluntad para que nunca descanse, para empujarnos a transitar nuestra vida a través de un capcioso estado de intranquilidad que nos arrastre incesantemente de un anhelo a otro. La excitación, el azoramiento y el nerviosismo, así como un sinnúmero de trastornos emocionales y de la conducta, describen la disposición afectivo-intelectual de gran parte de la población occidental actual mientras que, en paralelo, gurús de la felicidad, del crecimiento personal y de la autoayuda nos instigan a ser resilientes y a sobrellevar tesituras inhabitables. Como señaló el sociólogo Richard Sennet en las primeras páginas de La cultura del nuevo capitalismo (2006), se busca diseñar «un yo orientado al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de abandonar la experiencia del pasado». Si solo existe el cortoplacismo y desaparece la tradición, no hay lugar para la reflexión pausada y atenta, que se desecha por resultar inservible o, peor, prescindible. Todo se juega en la urgencia de un atosigante ahora.

En paralelo, y como consecuencia de esta capacidad que nos obligan a desarrollar para aceptar y continuar (es decir, para transigir y callar), la disidencia o la oposición ante tal modo de funcionar las cosas se hacen imposibles porque se las cataloga de estúpidas o ridículas; el detractor de semejante extractivismo emocional, quien practica la resistencia intelectual contra el totalitarismo emocional del «si quieres, puedes», es juzgado como un paria que no ha sabido adaptar sus ideas y conductas a las necesidades actuales o emergentes, porque –aseguran aquellos directores espirituales del sistema– «si cambias tu forma de pensar el mundo, el mundo cambiará gracias a tus pensamientos».

Es inevitable recordar aquí al maestro Paulo Freire en su imprescindible Pedagogía del oprimido (1970), cuando explicaba que la libertad no es una donación, no es un objeto que nos puedan dar o regalar; la libertad es más bien una conquista. En palabras contundentes de Freire: la lucha contra la alienación es posible «porque la deshumanización, aunque sea un hecho concreto en la historia, no es, sin embargo, un destino dado, sino resultado de un orden injusto que genera la violencia de los opresores». Sabemos también, por María Zambrano en Persona y democracia (1958), que no hay nada que lastime más al ser humano que verse arrollado por la imagen de un designio inamovible, pues no estamos acabados de hacer «ni nos es evidente lo que tenemos que hacer para acabarnos; no está prefijado cómo hemos de terminarnos. Somos problemas vivientes». Pero ¿es que acaso nos han hecho temer la libertad? ¿Nos hemos sometido dulcemente a la fanática estimulación que nos sirven y que nos impide pensar –y por tanto cuestionar– los goznes de nuestro modo actual de vivir?

Las líneas de Jung que siguen a aquel diagnóstico sobre la imposibilidad de arraigarnos son esclarecedoras, preocupantes. Jung asegura que por todas partes asistimos a «mejoras progresivas» presentadas «mediante nuevos métodos o gadgets» (es el término que él mismo emplea en 1957), los cuales «resultan a primera vista verdaderamente convincentes, pero dudosos en cuanto a su duración y en todo caso se pagan muy caros. En ningún caso incrementan el bienestar, la satisfacción o la felicidad», ya que, en la mayor parte de los casos, «representan modos pasajeros de endulzar la existencia, como, por ejemplo, las medidas de acortamiento del tiempo que aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que antes». Vamos más rápido y, sin embargo, tenemos menos tiempo. Concluye Jung con la mención a una cita latina: omnis festinatio ex parte diaboli est (toda prisa proviene del diablo), «solían decir los antiguos maestros». CONTINUAR LEYENDO


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