![]() |
Martín Elfman |
Quien ordena matar de hambre a la población, ¿no sabe lo que está haciendo? Quien dispara a quien busca víveres, ¿es un cumplidor de la ley?
Cuando Jean Améry escribió sobre su experiencia en los campos de concentración y describió las torturas a las que se vio sometido durante su encarcelamiento en Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia (1966), la polémica tesis sobre la banalidad del mal propuesta por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén (1963) ya contaba con cierta aceptación y se iba consolidando. Era duro aceptarlo. Con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los mayores tópicos a la hora de explicar el mal en situaciones que no nos entran en la cabeza, aunque nos echemos las manos a ella. Se emplea muchas veces así como lugar común, como especie de locus amoenus horaciano transformado en locus horridus, es decir un lugar espantoso, sobrecogedor e inquietante, deshumanizado y atravesado de fuerzas indómitas, como se reformula en la literatura medieval. Aparece antes en la tradición hebrea, como en Deuteronomio 32:10, donde se asocia al páramo y al aullido de alimañas (yelel, en hebreo yəlêl). Efectivamente, es horrendo si pensamos que cualquiera puede hacer el mal, cualquiera puede ser un monstruo o una alimaña, cualquiera puede colaborar activamente o con su inacción a una matanza y tener al mismo tiempo la conciencia tranquila al no reflexionar sobre sus consecuencias.
Con el genocidio en la Franja de Gaza ha irrumpido con fuerza la formulación de Arendt. Estamos ante un ejemplo de banalidad del mal, aunque al sostener tal cosa podemos incurrir en un ejercicio de banalización del daño que, lejos de ayudarnos a entender, cierra la discusión al etiquetarla. Sin embargo, precisamente lo que quiso Arendt fue abrir la reflexión para favorecer la comprensión de las causas y consecuencias de ciertos fenómenos asociados a una ideología totalitaria cuando queda alterada la capacidad de juzgar moralmente.
Vayamos a la tesis de Arendt muy esquemáticamente. Sus reflexiones se centraron en dos elementos: la colaboración de los Judenräte con las SS y el papel del burócrata Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y responsable de la logística de transporte. Todas las descripciones de Eichmann coinciden: un hombre gris y mediocre, un cualquiera. En su defensa se presentó como “un ciudadano cumplidor de la ley”, como se titula el capítulo octavo del informe de Arendt. Nunca se consideró culpable porque “solo” seguía órdenes. Esto conduce a Arendt a enfocar el problema del mal en la capacidad de juzgar o, mejor dicho, en la incapacidad de reflexionar sobre las consecuencias de los propios actos. De ahí la noción de banalidad: el mal no es banal porque sea trivial sino porque, frente a la tesis kantiana del mal radical, el mal puede extenderse superficialmente en el momento en el que los seres humanos dejan de cultivar su reflexión. Dejan de ser personas para transformarse en seres sin conciencia. Nada más nihilista y peligroso. En una carta a Gershom Scholem de 1963 escribe: “Puede crecer desmesuradamente y reducir el mundo a escombros porque se extiende como un hongo por la superficie”. Cuando toleramos el mal o lo justificamos, lo perpetuamos y lo extendemos. Eichmann era un cualquiera. Cualquiera puede cometer un genocidio. Pero no, no cualquiera puede.
En 1999 fueron encontradas las cintas originales de la transcripción de la entrevista que Eichmann, en libertad, concedió en 1957 en Buenos Aires al periodista holandés nazi Willem Sassen y donde cuenta orgullosamente su labor. Esta transcripción, que apareció resumidamente en la revista Life, fue desestimada en el juicio de 1961 porque no se hallaron los audios. La imagen de Eichmann es otra, como muestra el documental de Yariv Mozer, La confesión del diablo: las cintas perdidas de Eichmann (2022). Fueron muchas las horas de grabación que fueron corregidas a su vez por Eichmann en las transcripciones. En ellas se oye: “Si hubiéramos asesinado a diez millones trescientos mil de estos enemigos entonces, diría con satisfacción, habríamos cumplido nuestra tarea”. Habla del orgullo de la raza a la que pertenece. No solo fue un burócrata, sino que creía en lo que hacía: “Cualquier cosa por el bien de mi raza. Esa es la ley sagrada”. Se lamentaba de la escasez de tiempo y de la falta de competencia de sus superiores a los que tuvo que desobedecer para ser más eficaz. CONTINUAR LEYENDO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario