domingo, 28 de septiembre de 2025

‘LA SOCIEDAD DE LA DESCONFIANZA', de Victoria Camps: un diagnóstico incómodo para tiempos líquidos". Máriam Martínez-Bascuñáhn, El País 16 SEPT 2025

En su nuevo ensayo, la filósofa desarma meticulosamente el edificio ideológico del neoliberalismo que nos ha vendido la independencia como virtud suprema

Victoria Camps regresa con un libro que duele en los lugares precisos. La sociedad de la desconfianza es un bisturí filosófico aplicado sobre el cuerpo social enfermo, donde cada página confirma lo que intuíamos pero preferíamos no nombrar: hemos construido una civilización de soledades conectadas, de individuos que confunden la autonomía con el aislamiento y la libertad con la irresponsabilidad.

El diagnóstico de Camps es certero y demoledor. La libertad reducida a puro egoísmo no es libertad, sentencia, y desde esta premisa desarma meticulosamente el edificio ideológico del neoliberalismo que nos ha vendido la independencia como virtud suprema. La filósofa catalana identifica en el individualismo extremo la raíz de nuestra incapacidad para confiar: en las instituciones, en los otros, en nosotros mismos. No es casualidad que vivamos la época de los fact-checkers y los departamentos de verificación; cuando la confianza se evapora, todo requiere demostración.

El recorrido intelectual es ambicioso: desde la bioética hasta la educación, del envejecimiento a la comunicación política. Camps construye su argumento apoyándose en un amplio espectro de referencias —de Aristóteles a Byung-Chul Han, de Kant a Michael Sandel— sin perderse en el academicismo. Su prosa mantiene esa claridad que tanto reclama a políticos y tecnócratas, esa “cortesía del filósofo” que Ortega exigía y que hoy brilla por su ausencia en el discurso público.

Particularmente sugerente resulta su análisis del “libertarismo” contemporáneo, esa perversión de la tradición liberal que reduce la libertad positiva —la capacidad de construir una vida con sentido— a mera libertad negativa: hacer lo que me da la gana mientras no me pillen. Es aquí donde su crítica alcanza dimensiones políticas concretas, señalando cómo el abandono de las políticas redistributivas por parte de la izquierda ha dejado el campo libre a populismos que prometen comunidad a cambio de exclusión.

Sin embargo, su argumento —que las políticas de reconocimiento han desplazado las de redistribución— resulta más familiar de lo que reconoce, y su crítica adolece de cierta rigidez binaria. Para Camps no es que ambas luchas sean incompatibles, sino que cuestiona el orden de prioridades. Como sostiene la autora, “la igualdad material es el requisito más importante para que, una vez conseguida, desaparezcan las diferencias discriminatorias de todo tipo”. Sin embargo, esta secuencialidad puede ser problemática: presupone que se puede alcanzar igualdad material sin abordar simultáneamente las estructuras culturales que producen y legitiman esa desigualdad. Su propuesta de “identidades inclusivas enmarcadas en la identidad humana común” corre el riesgo de reproducir una falsa universalidad que históricamente ha servido para invisibilizar diferencias que requieren atención específica. Una trabajadora doméstica racializada no experimenta primero discriminación económica y después cultural: ambas formas de opresión operan simultáneamente y se constituyen mutuamente. Sus bajos salarios están directamente conectados con estereotipos sobre mujeres, inmigrantes y trabajo de cuidados, haciendo artificial cualquier intento de jerarquizar estas dimensiones. La discriminación no funciona por capas secuenciales sino como una estructura integrada donde lo material y lo cultural se refuerzan constantemente entre sí.

Esta tensión se hace más evidente cuando Camps defiende la necesidad de “acercarse a las personas” mientras critica las identidades que precisamente visibilizan a quienes han estado más lejos del centro. Hay algo paradójico en pedir reconocimiento de la interdependencia humana mientras se cuestiona el reconocimiento de ciertas formas de dependencia y vulnerabilidad específicas.

No obstante, estos matices no invalidan la potencia del proyecto intelectual. El libro funciona como un espejo incómodo que refleja nuestras contradicciones: queremos comunidad pero practicamos el individualismo, exigimos transparencia pero huimos del escrutinio, pedimos liderazgo pero despreciamos la autoridad. Camps no ofrece recetas fáciles —lo cual se agradece en tiempos de gurús y coaches— sino que nos devuelve la responsabilidad de hacernos “la pregunta moral por antonomasia: ¿qué debo hacer?”La sociedad de la desconfianza es, en última instancia, un libro necesario. No porque resuelva nuestros dilemas, sino porque los formula con la precisión suficiente para que dejemos de evitarlos. En una época que confunde el ruido con la comunicación y la opinión con el pensamiento, Camps nos recuerda que filosofar sigue siendo un acto de resistencia. O como dice Prometeo en las páginas finales: tal vez el problema no fue dar la libertad a los humanos, sino que estos no han aprendido a ejercerla como autonomía moral responsable.

sábado, 27 de septiembre de 2025

"TIERRA SIN NOSOTROS". Irene Vallejo, El País 21 SEPT 2025

FERNANDO VICENTE
La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue

Nunca más, nunca más. Lo repetía el cuervo implacable en el poema de Poe: “Nunca más”. Lo mismo dijeron millones de voces tras la pleamar del horror, tras la Shoah y —menos recordado— el Holocausto gitano. Sin embargo, la advertencia de aquel pájaro fatal se desvanece una y otra vez: los nuncas y los siempres humanos son efímeros cual pluma al viento. Desde entonces, el monstruo del genocidio ha vuelto a despertar. Exterminios en Camboya, en Guatemala, en Ruanda, en Srebrenica, hoy en Gaza… Con el mismo arsenal de pretendidas justificaciones, los ejércitos siguen masacrando a civiles.

La exaltación de la fuerza está de regreso. Nos impulsan a admirar el poder sin restricciones y la crueldad, que es su despliegue. Nada tiene de novedoso: la sed de destrucción total y las matanzas masivas contra pueblos enteros tienen precedentes antiguos. Hace casi 20 siglos, encontramos una temprana mención a los crímenes contra la humanidad. En el libro VII de su Historia natural, Plinio el Viejo alude a Julio César y le atribuye humani generis iniuriam, es decir, un ultraje, un daño, una afrenta contra el género humano.

Durante sus campañas militares, mientras negociaba una tregua con los usipetes y tencteros, César lanzó un ataque indiscriminado. Lo sabemos por la crónica de sus hazañas, La guerra de las Galias, que escribía para afianzar su propia imagen de general glorioso. Su obra inauguró el recurso de hablar sobre sí mismo en tercera persona, para ocultar —insignificante detalle— que el cronista imparcial y el jefe máximo eran la misma persona. Según contó, “nuestros soldados irrumpieron en el campamento. Una multitud de personas —ancianos, mujeres y niños— huyó en todas direcciones. César envió a la caballería para darles caza. Muchos de ellos fueron asesinados; el resto se arrojó al río y pereció allí, vencido por el pánico, el agotamiento y la fuerza de la corriente". Orgulloso de su gesta, César se jactaba de haber asesinado a más de un millón de combatientes en las Galias, y a 430.000 almas en esa sola acción, a orillas del río ensangrentado. Más allá de la veracidad de las cifras, lo que importa e impacta es la ostentosa satisfacción del general por su ataque a sangre fría contra pueblos desprevenidos con el propósito de aniquilarlos por completo.

A lo largo de la guerra, César entendió el potencial de la hambruna para causar la muerte de familias, incluso de naciones. Gran parte de sus víctimas sucumbió por hambre cuando ordenó confiscar y destruir cosechas, además de quemar asentamientos y granjas. Otras murieron congeladas porque las legiones incendiaron edificios, aldeas y pueblos, expulsando a sus habitantes a la intemperie invernal. Enormes bosques fueron talados para impedirles buscar refugio en la compasión de los árboles. La marcha del ejército romano a través de los territorios enemigos los convirtió en paisajes de devastación y terror.

La masacre de los usipetes y tencteros sacudió Roma. Se nombró una comisión para investigar las acciones militares en las Galias. Catón el Joven exigió que el sanguinario caudillo fuera entregado a los galos por sus delitos. Aquel exterminio parecía violar incluso las laxas ideas romanas sobre las leyes de la guerra. Sin embargo, Julio César, precoz maestro de propagandistas, estaba convencido de que el relato de esas atrocidades afianzaría su reputación como líder invencible. Se aseguró de que sus compatriotas supieran que había sometido a varios millones de personas, muchas asesinadas o vendidas como esclavas, cuantificando minuciosamente sus matanzas. La magnitud de sus victorias acalló las voces críticas y lavó sus crímenes: desde antiguo, el éxito acostumbra a tramitar indultos instantáneos. Partiendo de las cifras de Plutarco y Apiano, se calcula que los ejércitos romanos asesinaron a un cuarto de la población total gala: numerosos historiadores acusan sin ambages a César de genocidio. Como tantas veces ha ocurrido, acto seguido el flamante y admirado general volvió las armas no contra nuevos enemigos extranjeros, sino contra los propios romanos, en una guerra civil. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 25 de septiembre de 2025

"LA PALABRA VERDAD", Martín Caparrós, El País

Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades

En argentino, lengua cruel, muchas frases empiezan diciendo “la verdad que…”. La verdad que, en esos casos, es mejor no creerlas. Para eso, también, sirve la verdad. Si alguno se la atribuye, mejor huye, mejor huye.

Porque la palabra verdad no tiene sentido. O, si acaso: tiene tantos que no tiene uno. En griego la verdad —ἀλήθεια, alezeia, Alicia— significaba des-ocultar, revelar: la verdad era algo escondido que había que encontrar. Los hebreos, en cambio, decían —אמת, emet— que es verdadero lo que se corresponde con su esencia: Dios, por encima de todo. Pero nosotros usamos el latín: veritas significa algo así como “la conformidad entre lo que se piensa y la realidad”. Lo cual nos lleva a otro problema: la realidad. ¿Existe? ¿O solo existen percepciones? Estas hojas verdes que veo mientras escribo, ¿son verdes? Sí, lo son para mí. ¿Pero qué verde ve ese chico que se trepa al árbol? ¿Y cuál esa señora que pasa más atrás? Entonces, ¿cuál es la verdad sobre esas hojas?

La verdad existe en matemáticas: que 2+2 sea 4 puede ser verdadero o falso, y ya. Pero sabemos que ya no existe en la física, donde el observador modificará la verdad de lo que observa, y mucho menos en las ciencias más humanas. Y en la vida cotidiana es fácil suponer que tampoco. Si acaso en casos muy banales: si yo salgo de mi casa a las 9 y digo que salí de mi casa a las 9 estoy diciendo la verdad, pero si digo que salí a las 9 como todos los días es necesario averiguar si lo hago todos los días —si es verdad— y si digo que salí a las 9 porque así llego antes al trabajo, la verdad empieza a dividirse: puede ser verdad que me crea que llego antes, puede no ser verdad que llegue antes, puede serlo a veces y otras no, y así de seguido. En cuanto algo se complica un mínimo, la posibilidad de la verdad se difumina.

Pero hay ideas e ideologías basadas en la existencia de una verdad incontestable. La religión es el ejemplo más evidente. Para aferrarse a una de ellas hay que creer que ciertas cosas inverosímiles son absolutamente verdaderas, sin ningún titubeo —qué bonita la palabra titubeo.

Así que las religiones se dedicaron a convencernos de que la verdad existe. Lo necesitan: lo único verdadero es su dios y lo que su dios nos dice y, por lo tanto, los únicos verdaderos son sus intérpretes, sus sacerdotes —y debemos creerlo y creerles. La verdad —la idea de una verdad indiscutible, que nadie debe discutir— es la base de la existencia de las religiones, la clave de su poder y su dominio.

Y de la misma forma funcionan otras ideologías: el “patriotismo”, por ejemplo, esa manera de asumir como verdad indiscutible que los habitantes de cierto territorio comparten valores e intereses por el hecho de haber nacido en ese territorio —y, con demasiada frecuencia, por el hecho de haber nacido de una misma “raza”. Los totalitarismos —los gobiernos, las religiones, los medios, los amores— necesitan convencernos de que hay una verdad, y que la saben. Así, lo que muchos llaman verdad son reflejos de la ideología del momento. ¿Es verdad que las mujeres son más débiles que los hombres? Durante siglos esa “verdad” fue inapelable; ahora hay que ser muy débil para seguir pelándola.

En tantos otros campos la idea de verdad se discute más y más. Una pelea en la calle, tres o cuatro personas que se atizan. Unos cuantos los miran: cada uno tendrá su versión del asunto, lo contará a su manera; no habrá “verdad” sobre lo que allí pasó, sino versiones, miradas, percepciones. Cuando se puede establecer una verdad, esa verdad es banal, puramente fáctica. Sí, es cierto que aquí y ahora son las 9, pero qué importa. En cambio no es verdad —ni mentira— que sea tarde o temprano: pura subjetividad, puro cruce de tantos elementos.

Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades: sujetos que afirman cosas que honestamente creen pero asumen la posibilidad de haberse equivocado. Que no dicen esta es la verdad sino yo lo vi así, así creo que es. Esa es para mí la verdad: la honestidad de saber que nunca hay una.

La conclusión es básica pero puede servir, por lo menos, para el periodismo. Saber que nuestra posibilidad de decir “la verdad” se termina en la relación de ciertos datos —y que, aún allí, la forma en que los relatamos y relacionamos supone sin duda una opinión.

Pero si la verdad no existe, la mentira cada vez existe más. Entonces, sí, la urgencia del compromiso: no asegurar que dices la verdad —porque no hay una— pero sí garantizar que no vas a mentir. Solo con eso, todo sería tan distinto.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

"EN ISRAEL NECESITAREMOS UN LENGUAJE NUEVO DESPUÉS DE ESTA GUERRA". Etgar Keret, El País 29 AGO 2025

El cuerpo de una niña víctima de los ataques de Israel,
en el hospital de Al-Shifa, en Gaza

El hombre que me increpa por protestar y yo tenemos algunas cosas en común: los dos pensamos que este Gobierno es una vergüenza

Casi todos los sábados por la noche, mi esposa y yo participamos en Tel Aviv en una vigilia silenciosa, en la que cada uno sostiene una fotografía de un niño de Gaza asesinado por los recientes ataques de las Fuerzas de Defensa de Israel. Son muchos. Permanecemos allí durante una hora.

Algunos transeúntes se detienen a mirar las fotos y leer los nombres de los niños; otros nos insultan y siguen andando. Curiosamente, al contrario que en muchas otras protestas contra el Gobierno a las que asisto, en las que me siento un poco inútil, en esta vigilia sí siento que estoy haciendo algo. No es mucho, pero estoy facilitando el encuentro entre un niño muerto y la mirada de una persona que no sabía que existía ese niño.

Hace unas semanas, la vigilia fue más tensa de lo habitual. Hamás acababa de publicar un vídeo monstruoso en el que se veía al rehén israelí Evyatar David, esquelético, cavando su propia tumba por orden de sus captores. Algunas personas se pararon junto a nosotros. Un hombre en bañador me miró fijamente y me preguntó si había visto el vídeo: “Él es tu gente. Su foto es la que deberías alzar. ¡La suya!”. Otra mujer se detuvo y nos gritó: “¡Todo es propaganda de Hamás! ¿No os dais cuenta? Esos niños, es todo inteligencia artificial. ¡No son de verdad!”.

Me habría sido fácil discutir, mostrarme condescendiente con ellos y lo que decían. Pero, como la vigilia es silenciosa, tuve que limitarme a mirarlos y callar. Nunca se me ha dado muy bien callarme. En cierto modo, soy como los comentarios del director cuando da a conocer su versión de una película; siempre tengo respuesta o explicación para todo. Antes pensaba que era el único que lo hacía, pero ahora, con la ubicuidad de las redes sociales, parece que todo el mundo se ha vuelto como yo.

El hombre en bañador intentó que le respondiera y, cuando vio que no lo hacía, cambió a toda prisa y se dio cuenta de que podía seguir hablando sin obstáculos. Su intento de provocar una discusión pronto se convirtió en una peculiar mezcla de monólogo interior y publicación de Facebook. Habló de vidas perdidas, de enemigos, de este país nuestro y en qué demonios se ha convertido, de los rehenes, de su servicio en la reserva y de su sobrino, que está destacado en Gaza.

Lo que decía me hizo pensar que teníamos algunas cosas en común: los dos pensamos que este Gobierno es una vergüenza y los dos hemos perdido a alguien y algo de nosotros mismos en los últimos 22 meses. La diferencia es que yo muestro una foto de un niño palestino asesinado por soldados israelíes y que haga eso, desde su punto de vista, es un acto que no tiene explicación ni significado posible. Ni siquiera tiene nombre.

De repente, toda la situación me pareció, más que una disputa política, una moderna Torre de Babel, cuando Dios hizo que todos hablaran distintas lenguas para interrumpir su empeño en que la torre fuera cada vez más alta, para contener la arrogancia humana. Esta de ahora una historia en la que todos vivimos en un mismo edificio e intentamos alcanzar las nubes. El edificio no deja de crecer y nosotros subimos con él, cada vez más arriba: sabemos más, tenemos más seguridad, nuestros propósitos pesan cada vez más, pero, en algún momento —y no solo por arrogancia—, perdemos nuestra capacidad fundamental de comunicarnos. Estamos todos atrapados en nuestras propias fuentes de información, nuestros propios lenguajes, nuestros datos y conclusiones diferentes, cada vez más consolidados. Cuando dejamos de contemplar las paredes de la torre y miramos a los ojos del otro, lo que vemos nos resulta completamente extraño.

Al final del relato bíblico, el pueblo renuncia a su proyecto de construir la torre. Muchas historias de la Biblia terminan mal y la nuestra parece ir por el mismo camino. A menos, claro está, que nosotros —yo, el tipo en bañador y todos los demás— volvamos a encontrar un lenguaje común, una lengua que tenga nombre para todo, incluso para una persona que sostiene la fotografía de un niño muerto.
Etgar Keret es escritor y director de cine israelí. Su último libro traducido al castellano es "Avería en los confines de la galaxia" (Siruela).

lunes, 22 de septiembre de 2025

"ENFRENTANDO A JÓVENES CON PENSIONISTAS". Rosa María Artal, elDiario.es 20/09/2025

Manifestación de pensionistas
en Bilbao este verano
Todo ahora es contra alguien y se quiere hacer a los pensionistas culpables de que los jóvenes tengan carencias. De cuantos gastos superfluos se podría prescindir, hay que restar a miles de ciudadanos las retribuciones que se ganaron para su jubilación

El ruido marca la agenda informativa diaria y debajo quedan escondidos temas esenciales. Entre ruido y ruido -el sonido de nuestra época- el proyecto ultraliberal camina con paso firme. Uno de sus grandes objetivos es la merma de las pensiones. Un bocado demasiado jugoso para perder su beneficio, aunque sea a costa de daños colaterales como la calidad de vida de los ancianos, y no solo de ellos: a menudo de sus familias a quienes suelen ayudar económicamente. Hay formas de enmascararlos hasta conseguir incluso la comprensión de una buena parte de las víctimas. La principal, convencer a todo quisque de que las pensiones son insostenibles. La novedad actual es que han incorporado el complejo de culpa. En la era de la crispación que provoca y usa como arma la derecha, todo es contra alguien y se nos quiere convencer de que los pensionistas son los culpables de que los jóvenes tengan carencias. De cuantos gastos superfluos se podría prescindir, hay que quitar o restar a miles de ciudadanos las retribuciones que se ganaron para su jubilación.

Las pensiones no son insostenibles, lo es el modelo de lucro que intenta arramplar con todo lo público desde las pensiones, sin duda, a la sanidad, y a todos los derechos que tanto costó conseguir. Tienen quienes les venden el producto. Hasta medios que pudieran parecer poco sospechosos se apuntan a la supuesta duda de si son sostenibles. No olvidemos que, en la crisis de la prensa escrita, los bancos -principales beneficiarios de los planes de pensiones privados- llegaron incluso a los Consejos de Administración o el accionariado de algunas empresas periodísticas como forma de amortizar la deuda.

En esta campaña deleznable destaca ABC, que lleva una auténtica cruzada contra el “gasto” en pensiones comparado con los pobres jóvenes desamparados. Es un tema que siempre suscita una vibrante controversia.

El catedrático de Economía Aplicada Juan Torres López -que ha escrito varios libros sobre el tema, uno de ellos se titulaba 'Lo que debes saber para que no te roben la pensión'- rebate, entre otros argumentos, las premisas erróneas que esgrimen los detractores. Las fuentes de financiación de las pensiones dependen de muchos más factores que la demografía que tanto se cita (de si se vive más o se nace menos). Si los salarios son más altos, si hay más empleo, más masa salarial -algo que está sucediendo con este Gobierno, por cierto- , si se aumenta la productividad, se lucha contra la economía sumergida y se plantea una fiscalidad auténticamente progresiva, las pensiones públicas son perfectamente sostenibles.

No olvidemos tampoco que este Gobierno subió el salario mínimo, pero no los que pagan a su albedrío las empresas por encima de este. Y que, aunque también ha dado un gran impulso a la subida de pensiones, partíamos de niveles muy bajos. Y que ni en sueños la mayor parte de los jubilados cobran las cantidades máximas previstas en la horquilla. Para comparar hay que usar similares magnitudes, otra cosa es una falacia. Conviene insistir también en que los planes privados de pensiones son un negocio, se especula con ellos, van a bolsa incluso, y han tenido sonoros fracasos. Sin contar con que solo un 25% de los ciudadanos los tiene suscritos en España. No es fácil ahorrar precisamente.

La tendencia a ir contra las pensiones es internacional, en la línea de la ideología ultraliberal ahora dominante, y se sostiene por la desinformación de tantos ciudadanos. Vox tiene planes muy concretos para reducir las pensiones -como explica con claridad Torres también- y el PP ya lo demuestra cada vez que gobierna. Rajoy no solo les dio un tajo importante al desvincularlas del IPC para su revalorización anual sino que hizo una descabellada operación a la que no se le dio demasiado eco. Una acción de alto riesgo. En 2013, vació la llamada hucha de las pensiones. Compró deuda española con prácticamente todo su remanente, con el 97%. Esa “hucha”, el Fondo de Reserva, lo había creado José María Aznar. Argumentó: “Así el PSOE no puede meter mano”. Rajoy introdujo el brazo entero y hasta el fondo, causando la alarma de la mayor parte de los especialistas financieros. El diario neoliberal Wall Street Journal daba la voz de alarma -aquí tienen el enlace- al escribir: “España ha estado vaciando sigilosamente la mayor hucha del país, el Fondo de Reserva de la Seguridad Social, que ha usado como comprador de última instancia de los bonos del Gobierno, una operación que plantea dudas sobre el papel del fondo como garante de las futuras pensiones”.

Lo hizo para maquillar las cifras macroeconómicas, pero también, en las “sólidas” manos de la ministra Fátima Báñez, el fondo fue empleado para intentar cuadrar sus cuentas y pagar con él nóminas cuando ese Fondo era “de reserva”, de seguridad.

Los argumentos a favor y en contra de las pensiones se inscriben en dos modelos de sociedad opuestos. El ruido que produce la derecha busca tapar lo que es más justo y estipula nuestra Constitución. Se puede cambiar, claro, siempre será para cobrar menos, como ya ocurrió al retrasar la edad de jubilación: cobrar más tarde es cobrar menos. Al presidente Zapatero le presionaron mucho y cedió en eso y algunos otros asuntos. Fue en 2010, cuando la Troika y todo el clan obligaron a pagar a los ciudadanos de los países del sur de Europa, sobre todo, la crisis financiera del casino capitalista. Y el PP, en lugar de echarle una mano, usó más bien el pie para ponerle una zancadilla.

El FMI lleva años presionando para bajar la cuantía de las pensiones, ya lanzó todo el argumentario en 2012. De alguna manera, Ayuso, la ultraliberal ultraderechista, ya fue pionera en el trato a unos improductivos ancianos que solo gastaban. Hasta oxígeno y atención médica querían, al asfixiarse por Covid en las residencias. Y ya saben lo bien que le va así con la justicia, con la prensa y con muchos ciudadanos que la adoran. Hoy es un día especialmente duro para recordarlo, dado que el portavoz de su gobierno ha alardeado en la Asamblea de Madrid de que son falsas las denuncias y por eso las tumba la justicia, cosas de la izquierda que utiliza el dolor de las familias, dice. Indigna oírle, sabe perfectamente cómo murieron. Es el ruido, detrás está la verdad de los hechos.

Pero hay mucho más que argumentar. Los jubilados de hoy son -somos- los que abrieron la brecha para lograr todos los derechos que hemos y habéis disfrutado hasta ahora. Sueldos precarios, falta de oportunidades para las mujeres, intereses bancarios desorbitados -pese a la leyenda facha que dice lo contrario-. Somos los que luchamos por todo eso, sin sentarnos a lloriquear porque no nos lo daban. Trabajando desde los 14 años, como es mi caso concreto, ni ahorrando mucho me hubiera podido comprar un hospital y los tratamientos que dispensan, ni un cuerpo de bomberos, ni unas calles asfaltadas para transitar, por ejemplo… El contrato era que pagábamos impuestos para tener todo eso y más, una pensión digna también. Aprendan los jóvenes airados que simpatizan con la ultraderecha y sus falaces mensajes que nada de eso les darán, que les quitarán lo poco que quede. Y que nadie hará por ellos lo que dejen de hacer por sí mismos… y por los demás. Por todos los demás lo hacemos los demócratas con conciencia social.

sábado, 20 de septiembre de 2025

"UN PROBLEMA DE IMAGINACIÓN". Juan Gabriel Vásquez, El País 14 SEPT 2025

MIKEL JASO
La atención humana tiene límites y ahora está colonizada por la frivolidad organizada y el entretenimiento sin tregua

He vuelto a recordar por estos días una anécdota que he repetido muchas veces, de viva voz y por escrito, porque sirve para hablar de muchos lugares aparte del lugar donde ocurrió. La solía contar el escritor israelí Amos Oz, que murió en 2018 y no alcanzó a ver los atentados terroristas de Hamás ni el genocidio que perpetra todos los días, y ante la mirada de todos, el régimen asesino de Benjamin Netanyahu. Se la había contado su amigo Sami Michael, escritor y judío como él y, como él, defensor de la creación de un Estado palestino independiente: es decir, de la calumniada y ya tal vez irrealizable solución de los dos Estados. Sami Michael, al contrario que Oz, murió en un mundo donde ya el gobierno de Netanyahu había tenido tiempo de inscribirse con pleno derecho en la historia universal de la infamia. No sé qué haya pensado frente a los horrores que llenaban ya las noticias cuando murió; sé que saldría a las calles junto a Etgar Keret y otros miles que protestan en silencio —y corriendo riesgos— contra las atrocidades de su gobierno. Pero eso es otro tema.

La anécdota es la siguiente.

Iba Sami Michael en taxi por la ciudad de Haifa cuando, de repente, el taxista empezó a soltarle un discurso sobre lo importante que era para Israel matar a todos los árabes. En lugar de gritarle nazi o fascista y bajarse del taxi, como había hecho otras veces, Michael decidió esa vez razonar con el hombre. “¿Quién cree usted que debería matar a todos los árabes?”, le preguntó. “Nosotros”, dijo el taxista. “Los judíos israelíes”. “¿Pero quién exactamente?”, preguntó Michael. “¿La policía? ¿El ejército? ¿Los bomberos? ¿El cuerpo médico?” El taxista dijo: “Pienso que deberíamos dividirlo en partes iguales. Cada uno de nosotros debería matar a alguno”. “De acuerdo”, dijo Michael. “Suponga que a usted le toca un barrio residencial de su ciudad natal en Haifa y llama usted a cada puerta y toca el timbre y dice: ‘Disculpe, señor, o disculpe, señora, ¿no será usted árabe, por casualidad?’ Y si la respuesta es afirmativa, le dispara. Luego termina con su barrio y se dispone a irse a casa, pero al hacerlo oye en alguna parte del cuarto piso del bloque llorar a un recién nacido. ¿Volvería para dispararle?” Entonces se produce un momento de silencio y al final el taxista responde: “¿Sabe, señor? Usted es un hombre muy cruel”.

Amos Oz incluyó la anécdota en una conferencia del año 2000, y es imposible no maravillarnos por lo mucho que han cambiado esas palabras y sus implicaciones en un cuarto de siglo. Por otra parte, hay algo que no ha cambiado nunca: la anécdota le gustaba a Amos Oz porque ponía en escena la relación extraña que existe entre el fanatismo y la falta de imaginación. Tan pronto le pedimos al fanático que vaya un poco más allá —venía a decirnos Amos Oz—, tan pronto le pedimos que imagine las consecuencias de su odio o a los seres humanos sobre los cuales habrán de recaer esas consecuencias, se abre una grieta en su fanatismo. Digo que esto no ha cambiado nunca y de inmediato me pregunto: ¿será cierto? Tal vez ya no sean ciertas las verdades que Amos Oz podía tranquilamente asumir en el año 2000; tal vez hemos cambiado desde entonces, se me ocurre a veces, y la convivencia constante con las imágenes de la violencia nos ha acabado anestesiando, o las imágenes recurrentes y rutinarias del dolor ajeno han acabado por facilitarnos la convivencia con él. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 19 de septiembre de 2025

"LOS SESGOS COGNITIVOS". Mariana Toro Nader

El pensamiento heurístico es útil, pero también puede llevar a distorsiones o a errores sistemáticos de juicio. Eso son los sesgos cognitivos.

Al cerebro le encantan los atajos. Dado que debe tomar decisiones constantemente —a veces con información incompleta o bajo presión—, nuestro cerebro utiliza heurísticas, es decir, formas de razonamiento rápido y práctico que le ayudan a resolver problemas sin que tenga que analizar toda la información disponible. Según el psicólogo Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía en 2002, los seres humanos creemos que tomamos decisiones porque tenemos buenas razones para hacerlo, pero lo cierto es que es al revés: creemos en nuestras razones porque ya hemos tomado la decisión. El pensamiento heurístico es útil y ágil, pero también puede llevar a distorsiones o a errores sistemáticos de juicio. Eso son los sesgos cognitivos.

Efecto Dunning-Kruger

Cuanto menos sabes, más confiado eres. Esa es la base de este sesgo cognitivo al que, de forma coloquial, algunos han denominado «el síndrome del cuñado». Los investigadores David Dunning y Justin Kruger descubrieron que las personas incompetentes sobreestiman sus capacidades, al tiempo que las más competentes tienden a subestimar sus conocimientos. Así, quienes tienen un conocimiento limitado sobre un tema no solo llegan constantemente a conclusiones equivocadas, sino que, además, se consideran superiores a personas más inteligentes y preparadas que ellos. El problema es que su propia incompetencia les impide darse cuenta de que están en el error.

Efecto de Arrastre

Seguir al rebaño. También conocido como efecto bandwagon, este sesgo hace que las personas opinen o hagan algo solamente porque esa es la opinión o el comportamiento de la mayoría. Se basa en la idea de que si algo es popular es porque debe ser bueno. Así, se forma una especie de comportamiento gregario en el que no se cuestiona de forma racional una determinada idea o conducta, sino que simplemente se apoya porque muchos más lo están haciendo.

Sesgo de confirmación

En época de redes sociales, uno de los sesgos cognitivos más extendidos es el sesgo de confirmación, también conocido como cherry picking. Debido a este, el cerebro separa de forma selectiva las evidencias y confía solo en la información que reafirma sus creencias, ignorando o incluso rechazando aquella que las contradice. De esta manera, se generan cámaras de eco, en las que las personas solo se exponen a los datos y argumentos que retroalimentan sus propias creencias y opiniones. Los expertos afirman que esto está contribuyendo significativamente a la polarización y que puede incrementar el extremismo.

Efecto Zeigarnik

A nuestros cerebros no les gusta quedarse a medias. Este fenómeno cognitivo recibe su nombre de Bluma Zeigarnik, la primera psicóloga que observó que es más fácil para el cerebro recordar lo incompleto. Las tareas inconclusas o que han sido interrumpidas en su proceso tienden a prevalecer en la memoria, a diferencia de las tareas que sí han sido finalizadas. Esto genera tensión cognitiva y favorece la memorización. El efecto Zeigarnik es ampliamente utilizado en marketing y comercio electrónico, por ejemplo cuando se recuerda a los usuarios que tienen artículos en su carrito de compras o presentándoles ofertas «por tiempo limitado».

Sesgo de autoridad

Describe la tendencia a dejarse influenciar por las opiniones de figuras que se consideran de autoridad —como personajes públicos o superiores jerárquicos— sin cuestionar si la información que están dando es correcta. Este sesgo hace que los individuos deleguen la responsabilidad de la toma de decisiones en otra persona, y puede llevar a que se sigan consejos e instrucciones equivocadas solamente porque las ha dicho alguien que se percibe como «autoridad» sin importar si es realmente experto en la materia.

Efecto Halo

Este sesgo cognitivo lleva a que las personas atribuyan cualidades positivas a alguien o algo basándose simplemente en primeras impresiones. El cerebro tiende a inferir destrezas y atributos en personas que considera atractivas, como pensar que son inteligentes, amables o bondadosas, por el mero hecho de su apariencia física y sin que esas otras cualidades se hayan demostrado. Puede surgir fácilmente en relación con personajes de la farándula o incluso con marcas célebres.

Ilusión de frecuencia

«Compré un coche azul y ahora veo coches azules en todos lados», «ahora todo el mundo habla del libro que me recomendaste»… No necesariamente. Pero así es como funciona el efecto Baader-Meinhof, también denominado «ilusión de frecuencia». Se trata de un sesgo cognitivo que provoca que nos hagamos más conscientes de algo después de conocerlo o verlo por primera vez, lo cual nos hace pensar que sucede con más frecuencia de la que realmente tiene.

Falacia del coste hundido

Esta falacia hace que sigamos adelante con algo solo porque ya hemos invertido tiempo, dinero o esfuerzo en ello —incluso cuando ya se ha hecho evidente que los costes superan los beneficios—. Lleva, por ejemplo, a seguir invirtiendo dinero en una empresa que no despega solo porque se han empleado muchos recursos en ella, o a permanecer en una relación que no funciona porque ya se le ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo.

Falacia del jugador

«Si ese número no ha salido en el último sorteo, ahora ya le toca». O, por el contrario, «si ya salió antes, lo más seguro es que ahora no se repita». Estas son dos de las creencias base de la también llamada «falacia de Montecarlo». El sesgo del apostador lleva a pensar que los resultados aleatorios están influenciados por sucesos pasados. Así, se tiende a descartar el hecho de que en los juegos de azar cada sorteo es independiente y la probabilidad de que salga un número seguirá siendo la misma.

Efecto Ikea

Investigadores de las universidades de Harvard, Yale y Duke encontraron que tendemos a valorar más las cosas que hemos hecho nosotros mismos —sin importar si quedaron bien hechas o no—. Los consumidores les otorgan valor de forma desproporcionada a los productos que ellos mismos han armado. Este efecto está relacionado con la «justificación del esfuerzo», que hace que se valoren mucho más las cosas que ha costado lograr o conseguir.

Sesgo de atribución

También llamado «sesgo de correspondencia», es la tendencia a atribuir el comportamiento de los demás a rasgos de su personalidad o a su carácter, mientras que lo propio se atribuye a factores o circunstancias externas. De esta manera, si una persona comete un error, se tenderá a pensar que se debe a motivos personales —por ejemplo, que no sabe hacer las cosas o que es imprudente—. Sin embargo, si uno mismo comete el mismo error, la tendencia se achaca a motivos externos —por ejemplo, «la herramienta está fallando», «había mucho tráfico», «me explicaron mal», etcétera—.

Efecto del espectador

Cuantas más personas haya en una situación de emergencia, menor será la probabilidad de que alguien intervenga. El efecto del espectador hace que la gente sea menos propensa a ayudar a alguien en una situación crítica cuando hay más personas alrededor. Debido a la «difusión de responsabilidad», se tiende a pensar que alguien más saldrá al rescate.

jueves, 18 de septiembre de 2025

"AUTORITARISMO DIGITAL". DANIEL INNERARITY, El País 17 SEPT 2025

Eulogia Merle
Los ‘tecnosolucionistas’ prometen un mundo sin incertidumbres ni controversias, es decir, sin democracia

Resulta curioso que quienes más esperanzados están con la técnica menos confían en la democracia. Al grupo de los autoritarios conocidos se añaden ahora tecnólogos de alta reputación. ¿Hay alguna razón que explique el hecho de que quienes formulan las promesas tecnológicas más audaces sean quienes menos creen en las promesas democráticas de la conversación igualitaria y la soberanía popular? ¿Existe alguna conexión entre el autoritarismo digital y el pesimismo respecto de la condición humana? En mi opinión, el nexo conceptual entre ambas disposiciones se encuentra en el modo como los tecnófilos conciben la relación de los seres humanos con el futuro.

La técnica está hoy sobrevalorada por los tecnosolucionistas que la consideran apropiada para resolver muchos problemas cuya naturaleza parecería requerir otro tipo de procedimientos y lógicas. Uno de los optimismos más audaces consiste en suponer que los problemas de naturaleza política tienen una solución técnica y que no es necesaria una intervención de otro tipo para que desaparezcan como problemas. La técnica se presenta así como un sustituto de la política; la democracia sería innecesaria, sus procedimientos de deliberación y decisión representan un estorbo cuando disponemos de los instrumentos, cálculos y velocidades que proporciona la tecnología; el debate es una pérdida de tiempo, la regulación un freno al avance tecnológico y la soberanía popular una consagración de la incompetencia. La versión digital de la expertocracia consiste hoy en la pretensión de los desarrolladores tecnológicos de decidir por nosotros, sin perder el tiempo en otras consideraciones.

Hay distopías tecnológicas, pero también un tecnosolucionismo exagerado. Ray Kurzweil lleva años augurando el adelanto de la inteligencia artificial a la humana y, entre otras cosas, la solución al envejecimiento. Sam Altman, el fundador de OpenAI, anuncia otros triunfos como la reparación del clima, el establecimiento de una colonia en el espacio y el descubrimiento de la totalidad del mundo físico. Estos y otros anuncios similares se apoyan en la convicción de que nuestro futuro se decidirá en la técnica. No es solamente que la técnica resolverá nuestros problemas, sino que disolverá el carácter problemático del porvenir en general, las angustias y temores que produce un futuro que desconocemos y que no logramos dominar. Por supuesto que el desarrollo de la técnica ha ido resolviendo muchos de nuestros problemas (al mismo tiempo que planteaba algún problema ella misma), pero la gran promesa de los nuevos señores tecnológicos no es tanto resolver como disolver los problemas y, por consiguiente, hacer que desaparezca ese futuro problemático, con su incertidumbre e imprevisibilidad. La misma idea de acabar con el envejecimiento e incluso garantizar la inmortalidad pretende salvarnos del porvenir, que eso es precisamente aquello de lo que carecen los seres inmortales.

La inteligencia artificial también está prometiendo la inmortalidad digital de los otros y propone convertir a nuestros difuntos en avatares con los que chatear. Y que lo hacen, por cierto, sin su consentimiento. Porque, ¿qué tipo de interacción es la que se establece entre un humano vivo y ese ser que los llamados “embalsamadores digitales” han reconstruido a partir de las huellas digitales que dejó antes de que pareciera morir? Tendríamos así un simulacro de pariente inmortal e interactivo que perfecciona la vieja superstición de quien creía oír la voz de sus ancestros. Podríamos llegar a convencernos de que ese otro no ha muerto del todo, de que las despedidas ya no son definitivas, como si la muerte fuera un mero cambio de estado y la digitalización pudiera proporcionarnos una cierta inmortalidad.

Cualquier promesa de inmortalidad digital implica una mutación de nuestra condición humana, que incluye temporalidad limitada, futuro indeterminado y libertad para configurarlo. Librarse del porvenir no es solo librarse de lo que está por venir, sino también no tener que decidir. Si nuestra vida fuera prolongada ilimitadamente gracias a la técnica, no tendríamos que tomar ninguna decisión relevante, ni nos encontraríamos frente a opciones en las que se jugara nuestra supervivencia o la de nuestras instituciones. Estaríamos en un presente continuo en el que solo nos correspondería la tarea de optimizarlo, sin cuestionamientos radicales. Una técnica así entendida no solo nos protege de posibles males futuros, sino que nos libra del porvenir en general en el que puedan irrumpir esos posibles males. Nos convertiríamos en seres a los que, en el fondo, no puede pasarles nada. Ciertas promesas de los tecnófilos, además de que no alcanzan a todos, tienen como objetivo terminar con una condición humana que consideran deplorable y todo su cortejo de incertidumbre, complejidad y necesidad de decidir. Se trataría de escapar de esa indeterminación que nos caracteriza: la del porvenir. Gracias al desarrollo de la técnica, la humanidad llegaría por fin a un estadio fijo y determinado, sin incertidumbre ni controversias, protegida de los riesgos de la decisión, es decir, sin humanidad.

El mito de Prometeo en el que se narra el origen de la técnica, comentado por Platón, se inicia con la constatación de una deficiencia que nos caracteriza a los humanos: no tener garras, ni pelaje, ni alas, disponer de un cuerpo tan poco especializado para una tarea determinada, nos convierte en los únicos seres cuyas facultades no son decididas de antemano. El malestar de no ser como los animales lo calmamos con un robo que hacemos a los dioses: el del fuego que posibilita la técnica de forjar, que es un poder divino de crear y moldear las propias facultades, convertir nuestra originaria inutilidad en versatilidad. El robo prometeico compensa nuestra falta de animalidad predeterminada con el poder de hacer casi cualquier cosa gracias a la técnica. No somos animales a los que la biología ha dotado con una específica habilidad, pero gracias a esa indeterminación podemos desarrollar habilidades inauditas. Hemos robado el poder de hacer, pero no hemos dejado de ser animales, es decir, seres vivos cuya vida depende de lo que hagamos, una supervivencia que no está garantizada por naturaleza, sino que se asegura artificialmente. El futuro que tendremos depende de nosotros, no está prefijado. Los humanos no podemos asegurar el porvenir ni con la fijación natural de los animales en un mundo determinado ni por asimilación a los dioses; nuestra viabilidad futura debe ser continuamente creada, protegida, decidida, y mediante una técnica que no está inscrita en nuestra naturaleza, sino que será siempre el resultado de un robo, que es una metáfora para designar nuestra artificialidad.

Tal vez ahora se entienda mejor la coherencia de los autoritarios digitales: se comienza confiando a la técnica que nos haga inmortales y se termina dando muerte a la democracia. No es una casualidad el hecho de que Xi Jinping y Vladímir Putin estuvieran hablando de la inmortalidad en su reciente encuentro en Pekín. Para hacer frente a los autoritarios tenemos que abordar ciertas preguntas básicas. ¿Por qué razón únicamente los seres mortales tienen democracia? La democracia solo tiene sentido en un ser que no está predeterminado, que tiene que decidir, cuyo futuro depende de una decisión. Por eso los señores tecnológicos tratan de convencernos de que algo se va a producir inexorablemente (una inevitable disrupción, el adelantamiento de la inteligencia artificial, las innovaciones tecnológicas que solo se producirían si no hay regulación, es decir, si no decidimos colectivamente acerca de cómo las queremos) y que empeñarse en decidir entre todos el futuro deseable es una pérdida de tiempo cuando ellos, investidos de su autoridad digital, pueden convertir esa técnica que según la mitología empezó con un robo, en una propiedad que adquirimos para toda la vida, eso sí, pagando el precio de que en ella todo esté decidido y predeterminado, que abandonemos esa condición humana cuya indefinición es lo que nos obliga a discutir, negociar y decidir, aquellas cosas que hacíamos en los viejos tiempos de la indeterminación democrática.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

"UNA ENORME ESPERANZA, UNA CIERTA DECECPCIÓN". Rosa María Artal, escritora y columnista de elDiario.es

Cortejo fúnebre en Vitoria (1976). La multitud acompaña
a los ataúdes de los muertos por el ataque de la
policía franquista
Nunca entendí, de niña, por qué algunos asuntos se hablaban en mi casa en voz baja. Las paredes oían y hasta las más leves críticas al franquismo podían acarrear grandes males. Lo he entendido mucho después: somos un pueblo capaz de la mayor grandeza y también de una soberana mezquindad. Así hemos vivido, y nos hemos forjado.

Solo desde la ignorancia de aquel tiempo –no se ha estudiado apenas en los colegios– se puede explicar que jóvenes y no tan jóvenes generaciones veneren y deseen tamaño desastre, ruina de valores fundamentales. Los que se suman a esa parte de la sociedad que no ha terminado de aceptar la democracia, ni entiende la verdadera libertad. Los que, oyendo, denuncian y coartan todo avance.

Arrostrando peligros ciertos, palizas, cárcel, mucha gente empujó para lograr una España libre de fascismo, moderna y con futuro. Demócratas de todos los sectores no se resignaban. Se ha contado poco que las mujeres dijimos un “basta ya” rotundo para dejar de ser ciudadanas de segunda, inválidas tuteladas siempre por un hombre –padre, marido– cuya autorización era imprescindible para hacer gestiones básicas.

El franquismo murió oficialmente con Franco porque no se podía mantener en el mundo de los años 70 del siglo XX. Lamentable, la diferencia con un hoy proclive de nuevo a ideologías totalitarias. La Transición nos costó mucho, no fue un camino de rosas: huelgas, asesinatos terroristas y de la extrema derecha. Demasiada violencia, sangre, dolor y lágrimas.

Pero la sed de democracia no se rindió. Reinventamos la política, los derechos, el feminismo, el periodismo también. Una época apasionante porque se partía de cero o menos uno.

Gente muy joven entonces llenaba el Congreso, el Senado y las redacciones de gran parte de los medios. Contar la noticia tal cual era, sin menciones a compromisos. Enorme privilegio, inolvidable, que marca de por vida. Lástima que algunos de entonces exhiban ahora un gran envejecimiento de las neuronas democráticas.

Con el tiempo llegó la sensación de haber sido estafados por quienes, mirado desde hoy, tenían otros planes. Un maquillaje efectista para mantener pilares reaccionarios del pasado, como el poder judicial y las estructuras policiales, que aún marcan su impronta en el presente, sin cambios sustanciales durante cinco décadas. Monarquía como forma de Estado y con la prevalencia del hombre en la sucesión al trono.

Y, sin embargo, cuando pienso en las personas excepcionales que he conocido a lo largo de mi vida personal y profesional compruebo cuánta gente de aquí se ha dejado la piel por lograr un país mejor, más sabio, justo, fuerte, culto, creativo, libre, seguro.

Ese espíritu de valentía y discreción también está en este pueblo, aunque lo oculte a veces el ruido y la mugre que flota en charcas muy visibles. Son los que trabajan mientras otros gritan, los que hacen mientras tantos deshacen que es otra costumbre española. Porque ahí se aclara aquel misterio de mi niñez: no era solo “el régimen”, eran sus serviles colaboradores, descompuestos al oír “libertad”, “derechos”. No he conocido dictadura en la que la gente añore nada, más que la libertad.

Somos un pueblo roto y mal cosido, víctima de demasiada impunidad, que ha generado un presente manifiestamente mejorable. Hay que apoyar la tarea de levantarse, recuperar la lucha y lograr un país y una democracia como todavía se nos debe.

martes, 16 de septiembre de 2025

"USTED Y YO: NOSOTROS". Juan José Millás, El País

Me obsesionan y aturden aquellos versos de Lêdo Ivo según los cuales “Dios camina entre los hombres como un sonámbulo y no hay forma de despertarlo”.

Me los repito al deambular por las ciudades, entre las grandes multitudes. Los declamo interiormente cuando me detengo a mirar (o a fingir que miro) un escaparate. Pronuncio cada una de sus palabras en el metro, como un mantra o como una oración, al tiempo de observar entre los viajeros quién podría ser ese Dios sonámbulo al que no hay manera de despertar. Si consiguiera distinguirlo, me acercaría a él y le tocaría suavemente el hombro. Cuando volviera el rostro para atender a mi llamada, le diría:

—Yo soy tu vigilia.

Tradicionalmente, se admite que despertar a los sonámbulos es peligroso porque altera de súbito la realidad en la que viven. Pero lo cierto es que vendría bien que Dios se despertara para que nosotros, por fin, pudiéramos dar una cabezada. Lleva dormido, aunque sonámbulo, desde el día después de la Creación; de otro modo, no se explica el desorden que reina en este mundo.

—Despierta de una vez, tío, brother, hermano, como prefieras que te llame, porque vivimos al borde de la autodestrucción, contigo dentro.

Cuando tropecé con esta foto en el periódico, permanecí perplejo durante unos minutos y luego la clavé en el corcho de la pared. Quizá una de esas personas que ocupan la calle sea el Dios sonámbulo de Lêdo Ivo. Aunque, observándola a fondo, se me ocurrió que tal vez quienes caminamos dormidos entre los dioses del comercio, sin que haya forma de despertarnos, seamos usted y yo: nosotros.

lunes, 15 de septiembre de 2025

"EL DESEMBARCO DE ALUCEMAS". Najat El Hachmi, El País 12 SEPT 2025

Al pretender conmemorar la guerra del Rif, Vox borra tanto a los que murieron en aquel conflicto como a quienes en España estaban en contra del colonialismo

El pasado se ha convertido en un campo de las batallas culturales del presente. Los hechos son manipulados y reinterpretados, encajados en rígidos marcos ideológicos en beneficio propio, borrando, si hace falta, los matices y la complejidad de un momento no vivido. Yo creía desfasados los discursos que legitimaron la colonización, creía que ya estábamos todos de acuerdo en que fue un error histórico mayúsculo de catastróficas consecuencias para los pueblos conquistados (y para los hombres que eran obligados a luchar contra los indígenas). Pero la extrema derecha ha desempolvado ese supuesto patriotismo belicoso que no fue el de la mayoría de la población española ni siquiera en los tiempos de la guerra emprendida contra los rifeños hace más de un siglo. Vox pretendía que se conmemorase el Desembarco de Alhucemas, la victoria militar de 1925 que siguió al horror del desastre de Annual y acabó con la resistencia de Abdelkrim. Si, por un lado, sería injusto y absurdo exigirle a la España de hoy que rinda cuentas de lo que hizo la de Alfonso XIII o la de Primo de Rivera también podríamos tachar de revisionismo lo que hacen los radicales de Abascal: borrar el contexto de esa guerra que trajo muerte y desgracias para los que iban a morir a Marruecos por los intereses de unos pocos empresarios que se valieron de sus influencias políticas para iniciar una conquista. Llegan a comparar la operación del Rif con el desembarco de Normandía, algo ofensivo no para Marruecos ni su gobierno, como dicen, sino para todos los que se dejaron la vida en las áridas tierras en las que nací, vidas de rifeños y de españoles.

Pretendiendo conmemorar esa guerra Vox borra de la memoria histórica tanto los que murieron en ella como a quienes estaban en contra de la penetración colonial. Desempolvan así el discurso de un sector de ese ejército predemocrático con altos índices de corrupción y cuyos oficiales actuaban a menudo al servicio de sus propios intereses y no de los de España. Los militares de hoy deberían repudiar con contundencia esa instrumentalización tendenciosa.

De lo ilegítima que fue esa desgraciada aventura tampoco se acuerdan los ultras. No leyeron a Sender ni a Barea ni a Galán ni ninguno de los que escribieron entonces. Ni tienen en cuenta la visión crítica de historiadores demócratas como Rosa María de Madariaga, Eloy Martín Corrales y tantos otros que no se han conformado con el relato único de los vencedores.

A Vox no le importan los muertos del pasado, lo que pretende con su revisionismo es volver a construir a ese enemigo que tan bien armó la propaganda belicista: el moro como anárquico, salvaje, violento, rebelde y traidor. Rasgos que perduran en el imaginario colectivo y en mayor medida en los discursos de la extrema derecha morófoba.

Los moros no pudieron defenderse entonces de su encierro en el estereotipo deshumanizador (aunque las entrevistas a Abdelkrim demuestran que su resistencia fue también con razones y argumentos), algo con lo que nos vemos enfrentados, a nuestro pesar, los moros del presente. Porque encontramos ecos del pasado en el racismo que vivimos hoy pero también porque al indagar en las razones últimas de la diáspora rifeña, fenómeno endémico desde hace décadas en la zona, acabamos en ese punto crucial de la historia de España, descubriendo con asombro que ahí se unen nuestras dos identidades, la española y la amazig (palabra que, por cierto, no aparece en el diccionario de la RAE).

Al intentar viajar al pasado para comprender el peso que tiene en el presente yo he tropezado con un enorme vacío fruto, en parte, del flagrante desequilibrio entre la historia que contaron los vencedores y lo que callaron los vencidos. En este caso, además, me encuentro, como descendiente de esos insumisos guerreros, con dos silenciamientos y un olvido. Las autoridades españolas derrotaron a los rifeños y contaron desde su condición de colonizadores lo que llamaron proceso de ‘pacificación’ pero es que una década después la zona fue brutalmente reprimida por el gobierno de ese Marruecos del que nunca nos hemos sentido parte. Abandono, plomo y maltrato por parte del régimen de Hassan II que también explica el origen de nuestra disgregación por el mundo. El olvido, en cambio, se debe al hecho de ser hablantes de una lengua oral cuya memoria colectiva se remonta a lo que puedan recordar los mayores. Sin archivos, sin hemeroteca, sin tangibles a los que aferrarnos para conocer el pasado, nos vemos obligados a buscar en la Historia de otros la nuestra.

Nunca nadie en mi familia me habló de la guerra con España ni de la Civil que se produjo en la Península pero un día mi primera suegra mencionó como de pasada que no conoció a su padre porque murió en combate en Sppania y que nunca supieron dónde fue enterrado, si es que alguien le dio sepultura (sería uno de esos ‘moros de Franco’). Y luego en un encuentro familiar se aludió al hecho de que el padre de nuestra abuela materna fue militar en un tiempo en el que solo podía serlo bajo las autoridades españolas. La última vez que estuve en mi pueblo una de mis tías me señaló la casa de al lado, en la que habían nacido mi madre y sus hermanas, y me aseguró que ahí había estado Abdelkrim. Me tomé la información con cautela dado que los relatos orales suelen permitirse no pocas licencias literarias pero un día, buceando por la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, di con una crónica en la que se afirmaba que el líder de la resistencia rifeña se encontraba en el aduar de Tanut n’Arruman, que es donde está la casa de mi bisabuelo. Y en algunos vídeos recientes en YouTube unos primos lejanos la recorren acompañados de un señor mayor que va mostrando dónde tenía Abdelkrim su “tribunal”, dónde los prisioneros o los escondrijos.

Así que sí, es bastante probable que la memoria oral acierte en este caso y que ese líder inteligente y carismático que unió por primera vez a las tribus de la zona para frenar la colonización española se hospedara en la misma casa en la que nació mi madre. También es probable que Tanut n’Arruman fuera uno de los primeros sitios donde la población civil fue bombardeada con gases tóxicos (mostaza, cloropicrina y fosgeno e iperita) a pesar de que ya se habían prohibido después de la Primera Guerra Mundial. Hay organizaciones que atribuyen a esos ataques el elevado número de enfermos de cáncer que hay en todo el Rif pero la hipótesis es difícil de demostrar a pesar de los conocidos efectos mutagénicos de las armas de ese tipo. Más cuando algunas décadas más tarde la zona volvió a ser bombardeada con los mismos gases venenosos por un joven príncipe llamado Hassan.

Al investigar sobre esta parte de la historia he dado con un vacío difícil de suplir solo con la memoria de los ancianos: el que dejan los ganadores al tener en exclusiva el poder de relatar la historia. En este caso quienes acabaron perdiendo la guerra, a pesar de la larga resistencia, fueron mis antepasados, esos “indígenas” primitivos y atrasados que había que “civilizar”. En realidad, como toda empresa colonial, de lo que se trataba era de explotar los recursos naturales de la región sin que ese supuesto progreso llegara nunca a los rifeños. De haber revertido positivamente en la población civil quién sabe, puede que no nos hubiéramos visto obligados a emigrar. Nos habríamos ahorrado así el tener que defendernos, de nuevo, de la morofobia de esa ultraderecha que hoy, como hace cien años, quiere volver a convertirnos en el enemigo.

domingo, 14 de septiembre de 2025

"LA FURIA EN LA CALLE". Elvira Lindo, El País 07 SEPT 2025

Un hombre increpaba el martes a la Policía durante

una protesta contra un centro de acogida de menores

inmigrantes, en Madrid

Hay quienes están dispuestos a poner a prueba la paz social si así agarran un cacho de poder entre los dientes

Y, a pesar de todo, deberíamos considerarnos afortunados por vivir en este punto del mapa. Mientras en mi juventud había un anhelo de explorar mundo, hoy existe un repliegue al origen por la necesidad imperiosa de sentirse protegido. Incluso dentro de España, más aún de las grandes ciudades, hay un deseo de retorno, tal vez para restituir ese lazo con lo rural que un día se rompió. Y, a pesar de este ruido insufrible que perturba el sueño, deberíamos ser conscientes de ello y estar agradecidos, ser capaces de coser o de remendar lo que de cordialidad hay en unas relaciones diarias que pudieran acabar hechas jirones si nos dejamos llevar por el hedor de la vida pública. A pesar de todo, se convive, pero hay quienes sin escrúpulos están dispuestos a poner a prueba la paz social si con ello agarran un cacho de poder entre los dientes. Son los que dejan atrás cínicamente a los que fueron arrastrados por la dana sacudiéndose la responsabilidad; los que se olvidan, cuando en la tierra aún parece palpitar la amenaza del fuego, de la pobre gente que lo ha perdido todo, porque saben que convirtiendo la desgracia ajena en motivo de enfrentamiento rabioso eluden sus culpas.

Esta ola de indignidad ha ido creciendo sin respiro y hoy, este principio de curso, amenaza en el horizonte como un tsunami. Este septiembre recién inaugurado ha sido ejemplo de lo que nos espera: una gresca ensordecedora y estéril. Algo que en absoluto mejorará España, que no la preparará para los desafíos futuros: justo el ambiente donde suele brotar la discordia. Quien no lo vea está ciego o es un cínico. Somos un país con el suficiente bienestar como para asumir la protección de unos cuantos menores desamparados, hemos sido tradicionalmente generosos, pero, quién sabe, igual nos convencen para dejar de serlo.

No sufrimos de una violencia que nos impida salir a pasear por la noche como en tantos otros pobres países comidos por la violencia, pero puede acabar triunfando la idea de que nos urge atrincherarnos. Aún sentimos los ecos de una guerra, razón de que cediéramos tiempo y espacio a la lucha contra un genocidio que nos espanta y avergüenza. Habiendo salido de una dictadura que marcó a fuego una moral católica, nos hemos puesto a la cabeza de los derechos civiles y en leyes que las respaldan, pero no somos capaces de negar el espacio dentro de las instituciones públicas a quienes quieren cercenarlas. Teniendo una macroeconomía razonablemente saneada, podríamos llegar a acuerdos que posibilitaran la vida a quienes no alcanzan a tener un hogar en el que protegerse cada noche. Gozamos de un turismo que crea suficiente riqueza como para que no nos engolfemos en las cifras del éxito y atendamos también la vida de los barrios y el bienestar de los vecinos. En suma, somos lo suficientemente privilegiados como para repensar el país, protegernos ante la vulnerabilidad climática, ser generosos con quienes huyen del hambre, afianzar los derechos logrados. Hay talento de sobra para afrontar el desafío, pero algo nos dice que en el ansia ya desesperada por el poder prevalecerá el cinismo que nace de un egoísmo extremo.

Ya no se habla de incendios cuando aún olemos el humo, solo de los asuntos que son rentables electoralmente, el fiscal general, la mujer del presidente, los menores migrantes, la supuesta pérdida de la España esencial. ¿Ha marcado usted esta agenda? Yo tampoco. Poseen la indiscutible astucia de dirigir nuestros temas de conversación. El centro de las ciudades no se llena para exigir acceso a la vivienda ni para parar el genocidio, pero crecen el número de los autodenominados españoles genuinos que se plantan delante de un centro de menores para sacarlos a patadas.

Y todo esto en un país en el que se sigue viviendo mejor que en la mayor parte de este mundo convulso. Nos tendría que castigar Dios, diría un creyente. A lo mejor nos castiga y traslada esta furia a la calle. Ya se va sintiendo. ¿No la oyen?

sábado, 13 de septiembre de 2025

"EL DESEO DE INMORTALIDAD Y EL DESCRÉDITO DE LA DEMOCRACIA". Santiago Alba Rico, El País 10 SEPT 2025

Nicolás Aznárez
Los ricos y poderosos quieren vivir para siempre, los pobres quieren llegar a vivir algún día

A veces a uno le entran ganas de morirse. No por nada. No por inclinación depresiva al suicidio ni por desenganche de un mundo en harapos ni por disgusto de la luz del sol o de las aceitunas verdes. Ni siquiera por impotencia para cambiar las cosas. A veces a uno le entran ganas de morirse por pura rebeldía frente a los multimillonarios y ultrapoderosos que, mientras desgastan el suelo que pisamos, sueñan con su propia inmortalidad. Pienso en los libertarianos y transhumanistas de Silicon Valley, esos que conforman una parte de la corte de Donald Trump. Elon Musk es uno de ellos. Otro es Peter Thiel, plutócrata filósofo, fundador de Palantir, que declara “erigirse contra la ideología de la inevitabilidad de la muerte individual” y que ha dejado instrucciones para ser criogenizado, que se trata con hormonas del crecimiento y recurre a la parabiosis, una técnica regenerativa basada en la transfusión de sangre joven. O está el multimillonario Bryan Johnson, que gasta dos millones de euros al año en mágicos tratamientos palingenésicos, entre los cuales se incluye el intercambio de plasma sanguíneo con su hijo. O está la empresaria Elizabeth Parrish, que se inyecta sustancias para los telómeros solo probadas en ratones; o Kenneth Scott, potentado de avanzada edad, que recurre desesperadamente a toda clase de sustancias alquímicas, según narra en el documental Longevity Hackers. No es una cosa solo de yanquis. Hace unos días sorprendíamos una conversación en la que el chino Xi Jinping y el ruso Vladímir Putin, ensoberbecidos ante el despliegue del nuevo poder de Pekín, jugueteaban con la idea de “vivir 150 años” e incluso de alcanzar la “inmortalidad” gracias a trasplantes sucesivos y biotécnicas avanzadas. La tecnología ha sustituido a la alquimia y la magia medievales como fuentes taumatúrgicas de las utopías destructivas de los ricos y los poderosos. Gilles de Rais y Elizabeth Bathory, famosos asesinos en serie de los siglos XV y XVI, confiaban en la sangre de niño para saciar su hambre de oro y de eterna juventud; los dueños del mundo confían hoy en transfusiones y trasplantes para sus fantasías de poder sin límites.

Creo que hay una evidente relación entre los deseos de inmortalidad y el descrédito de la democracia, cuyo fundamento es justamente la asunción de los límites: poderes limitados, conflictos reglados, reconocimiento de la libertad del otro como matriz de la propia libertad. Esta idea de la inmortalidad, antes volcada en la Historia y la posteridad, hoy se deposita en la tecnología, verdadera ideología dominante de la época (que es siempre la de las clases dominantes, como bien sabía Marx). Los pobres quieren llegar a vivir algún día, los ricos quieren vivir para siempre. ¿Y las clases medias? El capitalismo nos prometió la inmortalidad y nos ha dado vejeces muy largas, a menudo trabajosas, minadas por el alzhéimer y la demencia y confinadas en cuartos oscuros, al margen de la sociedad. La inteligencia artificial nos ofrece ya, es verdad, la posibilidad de seguir hablando con nuestros muertos a través de aplicaciones que recogen la huella digital de los seres humanos y la vivifican, interactiva y coherente, tras el fallecimiento: podemos preguntarle a nuestra madre, por ejemplo, qué le ha parecido su propio funeral. Ahora bien, si es posible digitalizar a los muertos, no se puede, en cambio, digitalizar la vejez, que es el último refugio del cuerpo, residual ya como resistencia y como molestia. Es contra eso contra lo que se sublevan los ricos y poderosos que luchan de manera simultánea contra el tiempo y contra la democracia. No quieren una vejez eterna, como el pobre Titono, amante mortal de la diosa Eos, engañado por Zeus. Quieren comer, saltar, follar, gastar, mandar eternamente.

El último libro que ha escrito la gran Maruja Torres tiene un título hilarante y provocativo: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. A mí me pasa lo contrario: cuanta más gente quiere ser inmortal, más ganas tengo de morirme. Me acuerdo mucho últimamente de ese cuento tradicional chino en el que el viejo de la montaña salva tres veces de la ruina a Du a cambio de que se preste a servir a un plan secreto. No importa lo que vea, lo que oiga, lo que sienta, Du es conminado a guardar silencio y así lo hace hasta que, tras soportar mil torturas y suplicios, los demonios le infligen el peor castigo imaginable (dice el relato): lo matan y lo resucitan de nuevo, ahora en el cuerpo de una mujer. Es esta mujer la que finalmente hace fracasar la ambición del todopoderoso anciano, pues ocurre que Du, silenciosa, sí, durante años y años, acaba por sucumbir. Un día, en efecto, su marido le arranca el hijo que acuna entre los brazos y, para obligarla a hablar, lo arroja contra el suelo. El lastimero, horrorizado “ay” de la mujer rompe el hechizo, de manera que Du se encuentra de nuevo en la torre de la montaña, frente al viejo furibundo, quien le reprocha haber malogrado, en el último momento, la fórmula de la inmortalidad en la que llevaba trabajando tanto tiempo: “la alegría y el enfado, la tristeza, el miedo, el dolor, el odio, la concupiscencia, todo lo has superado; pero no has podido escapar a la fuerza del amor”.

Imagino que todas las generaciones, al menos desde la Revolución Francesa, han creído que en el curso de su vida se decidía el destino de la humanidad. Ahora bien, me parece que hoy tenemos razones fundadas para concebir nuestra época como una encrucijada civilizacional. No se trata de elegir qué modelo político queremos, como fue el caso, en el siglo XX, de la batalla ideológica entre socialismo y capitalismo. Hoy se trata de decidir qué humanidad queremos. Es la elección, digamos, entre la tierra y el aire, entre la política y la IA, entre el humanismo y el transhumanismo, entre el amor y la inmortalidad. La tierra, la política, el humanismo y el amor no han sido nunca soluciones: son sencillamente la condición chapucera, disputada también por los conservadores trumpistas, de una batalla por la perfectibilidad milimétrica de la vida humana. Los ricos y poderosos no se conforman ya con ostentar el poder en la sombra, limitando desde despachos opacos la soberanía popular cristalizada en las instituciones. Ahora tienen un proyecto de transformación radical del mundo (son oligarcas, legisladores e intelectuales) y poseen además los medios para llevarlo a cabo. La paradoja —o no— es que ese proyecto de inmortalidad individual fragiliza las condiciones de supervivencia colectivas, cuya existencia no puede darse ya por sentada. O no. La apuesta de los ricos por el aire es sin duda una fantasía, pero no una utopía. En la letra pequeña de los contratos de Starlink, empresa propiedad de Elon Musk, se especifica que los eventuales litigios legales se dirimirán, si se producen en la Tierra, con arreglo a las correspondientes legislaciones nacionales; si se producen en Marte o camino de Marte, “las partes reconocen a Marte como un planeta libre y acuerdan que ningún gobierno terrestre tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas”. De algún modo vivimos ya en Marte, o camino de Marte, donde ningún “gobierno terrestre” es capaz de poner límites a la libertad de los ricos y poderosos, cuyas acucias de inmortalidad se revelan inseparables de genocidios, invasiones imperiales y bombardeos aéreos; se revelan, es decir, como la muerte del derecho y la ética terrestres.

Reivindicamos una vida digna y razonablemente larga. Y reivindicamos una muerte antigua, pacífica y negociada, en la que quepan un poco de dolor y un poco de amor. Y una aceituna verde.

viernes, 12 de septiembre de 2025

"UNIVERSALISMO RADICAL. Más allá de la identidad". Un libro de Boehm, Omri (2025), Madrid, Taurus


¿Todavía tiene sentido hablar de universalismo? El reputado profesor y teórico Omri Boehm tiende un puente entre la filosofía y la política contemporánea en esta crítica del pensamiento identitario.

¿Qué valores básicos defendemos en las democracias liberales? ¿Puede salvarse aún hoy el universalismo? Sí, pero debemos volver a sus orígenes: solo cuando comprendamos realmente el atractivo humanista de figuras como las de los profetas bíblicos o la de Immanuel Kant podremos luchar sin concesiones contra la injusticia y en favor de la igualdad absoluta de las personas.

En Universalismo radical, Omri Boehm ofrece algo más que una nueva interpretación del concepto: revoluciona nuestra comprensión fundamental de lo que es de verdad el universalismo y explica por qué debemos tener esperanza si no queremos vernos abocados a una distopía. Para ello, recurre a Kant y a su a menudo incomprendida recuperación del monoteísmo ético de los profetas judíos. Es una propuesta audaz que, por su osadía, abre una salida al estancado debate sobre la identidad.

jueves, 11 de septiembre de 2025

"REVERTE Y LA BARRA DE BAR: CUANDO EL FASCISMO SE DISFRAZA DE LITERATURA". Spanish Revolution

No es ironía. Es odio. Y es viejo.

LA VIÑETA DEL CUÑADO QUE ESCRIBE EN ABC

"Vente para acá, Mohamed, primo, que en España puedes ocupar una casa ajena, decirle puta a una zorra con minifalda, robar a punta de navaja y al día siguiente estás en la calle. Y si eres menor, mejor. Además, te subvencionan. A qué pasar hambre si es de noche y hay higueras"

No es una frase salida del rincón más mugriento de Forocoches ni del programa de Javier Negre. Es parte de un texto firmado por Arturo Pérez-Reverte en su columna del 21 de julio de 2025. Un autor que presume de tener más libros que empatía, y que ha encontrado en el resentimiento su estilo literario. Lo que escribe no es sátira, ni provocación, ni literatura dura. Es basura ideológica disfrazada de genialidad maldita.

Reverte no hace crítica social: hace pornografía del desprecio. En vez de escribir novelas, lleva años redactando panfletos camuflados con referencias cultas, pero con un fondo tan rancio como el de cualquier jubilado cabreado con Telecinco.

Su imaginario: el menor extranjero violento. La mujer convertida en “zorra con minifalda”. El “primo” que viene a vivir del cuento. Y por encima de todos ellos, su voz: la del hombre blanco español que se cree licenciado en verdad por haber sobrevivido a la Guerra de Bosnia con un puro en la boca.

CUANDO EL CANSINO SE VUELVE PELIGROSO

Pérez-Reverte lleva décadas construyendo el personaje de “antisistema ilustrado”. El que insulta a políticos de todos los colores, pero al final solo coincide con los que quieren cerrar fronteras, eliminar derechos y volver a una España en blanco y negro. El que se hace el cínico, pero nunca critica al poder económico. El que se burla del feminismo y del antirracismo porque no los entiende, ni los ha leído, ni le interesa.

Lo suyo ya no es solo una opinión polémica: es una estrategia cultural de legitimación del fascismo posmoderno, el que viene sin uniforme pero con columna semanal, sin esvásticas pero con metáforas de mierda. Porque eso es lo que son: palabras cuidadosamente diseñadas para inocular veneno mientras se disfraza de literatura.

¿Y qué hay detrás de todo esto?

Mentiras. El bulo de las subvenciones a inmigrantes (desmentido una y otra vez por el Defensor del Pueblo). El bulo de la ocupación (que representa solo el 0,2% de las viviendas). El bulo de la impunidad delictiva por ser menor (desmentido por los propios datos del Ministerio del Interior y de la Fiscalía General del Estado). Todo se repite como dogma porque no importa la verdad, importa agitar el resentimiento, alimentar el odio y vender libros.

La España que Reverte retrata es la de una ultraderecha que quiere convertir la ignorancia en identidad nacional. Y lo hace desde los salones de la RAE, desde las editoriales que le publican sin leer, desde los medios que le ríen las gracias aunque ya solo diga barbaridades. Porque ser franquista de salón aún cotiza.

Y mientras tanto, los Mohamed reales están sirviendo cañas, recogiendo fruta, trabajando en residencias, estudiando sin papeles, sobreviviendo sin derechos. Pero en su mundo, solo son caricaturas útiles. Carne de barra de bar. Munición para la cruzada cultural del cuñado ilustrado.

Cuando llegue el fascismo, Reverte se situará en una cómoda posición desde donde podrá seguir vomitando desprecio con pose de sabio. Pero no hará falta que dé más discursos. Ya lo ha dicho todo. Ya ha legitimado todo. Ya ha hecho su trabajo.

Y por eso hay que señalarlo, sin paños calientes, como lo que es: uno de los principales fabricantes de odio de nuestra época.

¿Quieres que sigamos citando a este señor en los institutos? ¿Que su firma tenga más peso que las vidas que degrada con cada palabra?

No hay literatura en la deshumanización. Solo fascismo con acento de académico.

"ELÍAS CANETTI, EL FILÓSOFO QUE CONSIDERABA EL PODER COMO UNA ENFERMEDAD MENTAL". Use Lahoz, El País 26 AGO 2025

El autor de ‘La provincia del hombre’ pensaba que el deseo de dominar a los demás o de fundirse en una muchedumbre nacía del miedo a la muer...