domingo, 25 de agosto de 2024

"POR QUÉ NO SOMOS CAPACES DE SUPERAR LA POLARIZACIÓN". Un artículo de Iñaki Domínguez publicado en Ethic el 24 de junio de 2022

El enfrentamiento gana muchas veces la batalla al entendimiento: nos resulta imposible resistirnos a ser polarizados. Da la impresión de que el tribalismo es inherente al ser humano y que, particularmente, al tratar asuntos identitarios, el convencimiento por medio de argumentos representa una imposibilidad. Esto está siendo fomentado desde todo tipo de medios, redes sociales incluidas.

A pesar del largo periplo civilizatorio de la Humanidad, hoy parece que el enfrentamiento, en muchas ocasiones, gana la batalla al entendimiento. La confrontación impide el diálogo. La emoción se impone a lo racional. ¿Por qué no podemos evitar acabar polarizados? Da la impresión de que el tribalismo es inherente al ser humano y que, particularmente, al tratar asuntos identitarios, el convencimiento por medio de argumentos representa una imposibilidad. Y hay que decir que hoy en día dicho tribalismo identitario está siendo fomentado desde todo tipo de medios, redes sociales incluidas. Huelga que los últimos años representan la era de las políticas de la identidad. Una de las razones por las que la polarización predomina hoy día es que el discurso se centra, ante todo en asuntos identitarios: catalanismo, racismo, feminismo, identidades sexuales, izquierda-derecha…

El sano debate racional queda así imposibilitado de base, puesto que el debate identitario es intrínsecamente ad hominem: A afirma B; hay algo cuestionable (o que se puede cuestionar) acerca de A; por tanto, B es cuestionable. Este tipo de argumento implica que uno ha perdido el debate, puesto que no es a los argumentos mismos a lo que se remite, sino, básicamente, al insulto. Y puesto que «el hecho de que alguien desacredite al orador no prueba nada acerca de la falsedad o veracidad de lo que este diga», tales argumentos son inválidos y utilizados a menudo para remontar cuando uno siente estar perdiendo la razón o carece de argumentos racionales y razonables.

En un mundo tan centrado en la identidad como el actual, es habitual desacreditar al otro, puesto que ese pertenece a uno u otro grupo social sobre el que se debate: es hombre, mujer, negro, blanco, gay, etc. Junto a esas categorías están otras más profundas que contienen a unos y otros, como las afiliaciones políticas. Por eso, todo debate político, de algún modo, enciende resortes irracionales, fomenta disputas, crispación y acritud. Unos y otros se identifican con unos colores o una posición política y la cosa, en última instancia, acaba por tratar de demostrar qué color o grupo político –con los que se identifican los agentes en disputa– es mejor. Por ello, finalmente, tales debates tienen como base una reafirmación identitaria.

El argumento ad hominem lo vemos por doquier en redes. Parece que actualmente, como antaño, al agente que debate le cuesta separar su identidad y la de su antagonista del argumento mismo. Así, en estos debates, por lo general la idea no es argumentar sino imponer la propia opinión, y, particularmente, en asuntos en los que el polemista se juega su identidad. Las personas, generalmente, carecen de coherencia lógica en sus posturas políticas porque se identifican con uno u otro grupo político a modo de forofos deportivos que aspiran a que su equipo gane el campeonato a toda costa, no siendo el debate mismo el que cobra protagonismo. Tal afiliación deportivo-política es un hecho que cualquiera puede constatar.

Por otro lado, que las políticas de la identidad sean las dominantes es la razón por la que la polarización domina. Son el mejor medio de dividir y vencer; la polarización identitaria produce riñas entre unos grupos y otros que no prestarán atención a las jerarquías más elevadas (las que cuentan con verdaderas herramientas para moldear y transformar la realidad), siendo de ellas de quien depende, en última instancia, crear estructuras sociales justas o no.

Esta sea probablemente una de las causas por las que hoy tales políticas identitarias son omnipresentes. Y en este tipo de debates el argumento ad hominem es habitual. Igual que podríamos afirmar A –«Los triángulos tienen cuatro lados»– y B –«Usted nunca estudió geometría. No tiene razón en lo que dice»–, hoy comúnmente se acusa al orador diciendo: «eres un hombre blanco hetero», un «señoro», un «cuñao», un «perroflauta», una «Charo»… Cuando esto ocurre, el debate real puede darse por concluido, y el que insulta a su contrario quien habrá perdido la disputa.

Es natural que en redes sociales la gente empleé este tipo de argumentos falaces y despectivos, puesto que es mucho más fácil despreciar abiertamente a alguien si no lo conocemos y no debatimos con él de modo directo. Es más fácil insultar a alguien por Twitter que a la cara. A su vez, gran parte de los medios de comunicación de masas están interesados en crear polémica y fomentar la polarización, puesto que «la crispación vende» y hace que unos espectadores, oyentes o lectores se identifiquen, también, con los involucrados en un debate particularmente apasionado.

En este sentido, es evidente que los debates políticos en televisión son hoy mucho menos sosegados que a principios de los noventa. Por poner un ejemplo, cuando cada persona inmersa en el debate hablaba durante su turno mucho más pausadamente que ahora y sin interrupción alguna. En los debates por el estilo emitidos por televisión hoy da la impresión de que los propios conductores o las televisiones incentivan las interrupciones, las voces altas y las ofensas con la intención de «calentar el debate» y crear expectación.

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