viernes, 31 de octubre de 2025

"CARNE DE OLVIDO". Juan José Millás, El País

Niños palestinos desplazados buscan leña y plástico en Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza
Los niños son la calderilla del mundo. Lo que sobra tras una transacción. Lo que se pierde en el fondo de los bolsillos o entre los cojines del sofá. De vez en cuando, surge uno con valor numismático, como el pequeño Aylan, ¿recuerdan?, de tres años, que apareció muerto en una playa de Bodrum, en la costa turca. Su familia huía de Siria en una lancha que naufragó al poco de zarpar. Estaba boca abajo, con la ropa (la ropita, si me permiten el atrevimiento sentimental) aún puesta. Su imagen dio la vuelta al mundo y se convirtió en un objeto de consumo muy preciado porque gozó, temporalmente al menos, de la capacidad de avergonzarnos. Es lo que ocurre cuando la calderilla abunda: que de repente, en medio de toda esa chatarra, una moneda adquiere un brillo especial. Sucedió también, por poner otro ejemplo, con Kim Phuc Phan Thi, la niña del napalm. En 1972, cuando tenía nueve años, fue fotografiada desnuda, corriendo con expresión de espanto por una carretera de Vietnam del Sur con el cuerpo en llamas por los efectos de una bomba de napalm. La imagen le valió a su autor un Premio Pulitzer. En fin.

Pero no es lo normal. Ignoramos los nombres de los bebés muertos o mutilados bajo el fuego israelí, así como los apellidos de los jóvenes raptados en Ucrania para venderlos o prostituirlos al por mayor en Rusia, qué vida. Nadie verá jamás los rostros de los niños que en algunos países viven en las alcantarillas buscándose la vida como ratas. Los de la imagen son chavales palestinos, anónimos también, que buscan leña y plástico en un vertedero de Gaza. Carne de olvido.

miércoles, 29 de octubre de 2025

"EL CORRUPTO TRAICIONA SU CONDICIÓN HUMANA. ¿POR QUÉ CAEN TANTOS POLÍTICOS EN LA TRAMPA?" Arash Arjomandi, El País 18 OCT 2025

La persona que se corrompe renuncia a la posibilidad más elevada que ha propiciado la cadena evolutiva: elegir conscientemente el bien cuando se tiene a mano el mal

Una de las características de la corrupción en nuestro país es su diagnóstico prevaleciente. Los análisis dominantes suelen atribuir esta plaga a factores institucionales: controles laxos, partitocracia, ineficaces mecanismos de supervisión y transparencia, etcétera.

Si bien es cierto que una arquitectura jurídica débil actúa como caldo de cultivo para las malas prácticas, centrar ahí la etiología del problema es, a mi juicio, un reduccionismo que impide ver la raíz del fenómeno. Por ello, he propuesto desde hace algún tiempo cambiar el foco del análisis; la pregunta correcta debería ser: ¿qué hace que tantas personas con importantes responsabilidades públicas traicionen con soberbia y descaro el pacto social? Se suele responder que es la falta de educación en valores. Pero si uno observa con atención los discursos éticos predominantes, constata un consenso generalizado en la ciudadanía y en la clase política en torno a los tres valores prosociales básicos para la convivencia democrática. La inmensa mayoría de nuestra sociedad y de nuestros líderes asume que: 1. Está mal aprovecharse de una posición de poder para beneficio propio; 2. Todos debemos respetar, por igual, la ley; y 3. Los responsables públicos deben trabajar únicamente por el bien común.

La regla de oro de la reciprocidad (“no hagas a la sociedad lo que no deseas que otros le hagan”) sigue, por lo tanto, plenamente vigente en nuestro imaginario moral colectivo. El problema no es, entonces, que los corruptos ignoren cuáles son los valores que ellos mismos suscriben, ni que el político que roba o delinque no sepa el daño que está infligiendo a los siempre limitados recursos de su país y, por tanto, a las pensiones de los mayores de su familia, a los hospitales y escuelas que sus allegados y amigos tengan que usar o a las carreteras que él mismo frecuenta, por poner algunos ejemplos. La raíz se halla, más bien, en otro lugar: a pesar de su alta formación académica y cualificada experiencia profesional, estas personas no sienten motivación suficiente para vivir conforme a tales valores. No desconocen los tremendos perjuicios que su mala praxis provoca, sino que sienten apatía para esquivar las tentaciones. A este fenómeno lo llamo desmotivación moral.

Corromperse significa deshacerse, pudrirse, dejar de ser lo que se es. En consecuencia, permitir corromperse es contravenir la propia identidad humana. De ahí que mi diagnóstico sea que quienes se corrompen lo hacen a causa de su analfabetismo antropológico: no han desarrollado suficiente comprensión sobre el valor de pertenecer a una especie tan singular como la nuestra. No han aprendido a gozar del prodigio que implica saber identificar el interés común y ser capaz de escogerlo en lugar de elegir las opciones más beneficiosas y eficientes para sí mismo.

La conciencia de la sublimidad de la condición humana se atrofia cuando tal placer moral no se cultiva mediante la práctica diaria. Como consecuencia, el sujeto desarrolla un fuerte cinismo incapaz de admirarse por tres grandes facultades que nos distinguen de las demás especies: 1. Nuestra portentosa inteligencia; 2. Nuestra milagrosa capacidad de discernir entre el bien y el mal; y 3. Nuestra asombrosa creatividad normativa para la convivencia.

Es un cinismo porque ningunea la propia identidad (humana), desencadenando una fatal profecía autocumplida: “Si no me importa lo prodigioso que significa ser un humano, ¿por qué debo evitar actuar de modo inhumano?”. Y esto mismo explica el hecho de que la corrupción no se restrinja actualmente a la clase política, sino que se dé también en la empresa, en el deporte, en la judicatura, en la universidad y en la religión. Al fin y al cabo, los políticos no provienen de Marte, sino de entre los ciudadanos.

El corrupto es, sobre todo, un traidor a su propia condición (humana) por cuanto con su desmán desmiente la posibilidad más elevada e impresionante que ha propiciado la cadena evolutiva: tener la capacidad de elegir conscientemente el bien cuando se tiene a mano elegir el mal. Parafraseando la famosa fórmula de Hannah Arendt, describo este fenómeno como la banalización de la corrupción, cual hija directa de ese cinismo con respecto a la condición humana. A mi modo de ver, la raíz de la erosión de la pasión moral reside en esta falta de costumbre de admirarse por el prodigio humano. Hace falta habituar a las personas, desde niños, en el asombro moral: cultivar la emoción de amar lo justo, de gozar las acciones bellas, de disfrutar de trabajar por el bien común y de sentirse bien al cumplir con la ley.

No hay política anticorrupción eficaz sin una conciencia motivadora que despierte la atención de las personas a lo sublime humano. Ello requiere una pedagogía sistemática que muestre vívidamente ejemplos de honradez y celebre actos de renuncia al propio interés en beneficio de las virtudes públicas. Pues las evidencias científicas muestran una correlación innegable entre la ausencia de móviles éticos en la persona y su carencia de referentes públicos, a derecha e izquierda, de entrega personal en el servicio desinteresado a los demás.

En efecto, la célebre teoría del aprendizaje social del psicólogo Albert Bandura demuestra que los individuos aprenden conductas morales imitando modelos visibles, y que su ausencia genera desorientación y apatía. Investigaciones de los psicólogos Philip Zimbardo, Dan Ariely y del Instituto de Ética Pública de Copenhague documentan, asimismo, que la falta de ejemplos éticos facilita la normalización de la corrupción. De igual modo, estudios en liderazgo ético muestran que, sin líderes moralmente ejemplares y visibles, los subordinados no interiorizan pautas prosociales. Metanálisis recientes confirman, también, que sin referentes virtuosos públicos, los ideales se debilitan, la ética se desprestigia y la voz de la conciencia se acalla.

Se da en nuestro país un agravante adicional: este cinismo se manifiesta, también, en la frivolidad con la que se eligen los colaboradores y subordinados. Ello actúa como un catalizador de la referida desmotivación moral. Una y otra vez vemos cómo altos cargos depositan su confianza en personas cuya única credencial es haber compartido militancia partidista, lealtad de facción o, simplemente, una amistad superficial. Se les asignan responsabilidades monumentales, presupuestos millonarios y competencias que afectan a todo el país sin que medie una evaluación rigurosa de su pasado en términos de actos abnegados de servicio e historial de praxis ética.

En consecuencia, se repite, con pasmosa ligereza, la fatídica frase “pongo la mano en el fuego por esta persona”. Esta expresión, que parece rebosar convicción y nobleza, no es sino la máscara retórica de la misma banalización. Pues nadie, absolutamente nadie, debería poner la mano en el fuego por otra persona cuya vida no haya estado consagrada al bien desinteresado de sus congéneres. La lealtad es valiosa, sí, pero no puede estar por encima de los principios morales. La amistad o afinidad no exonera el juicio ético.

El problema no es solo que se seleccione mal y precipitadamente a los colaboradores. El problema es que se les elige sin tener en cuenta si han demostrado un inequívoco espíritu de sacrificio por los demás. De ahí que ningún partido y ningún Gobierno esté exento de corrupción si no conoce profundamente el perfil moral de las personas en las que confía responsabilidades. Y es que, paradójicamente, los cargos de confianza no deberían basarse nunca en la confianza, sino en una reconocida vocación de servicio sin esperar contrapartidas.

El fuego es símbolo sagrado. Poner la mano en el fuego por alguien debería ser, por tanto, un acto sagrado, reservado solo para quienes han atravesado la prueba del tiempo en el heroísmo moral.


Arash Arjomandi es filósofo y consultor de liderazgo ético. Su último libro es ¿Efímeros o inmortales? Trascender la finitud de la vida, que publicará en enero RBA.


martes, 28 de octubre de 2025

"SOLEDADES NECESARIAS". Luis García Montero, El País

Luis Cernuda, en Massachusetts en 1948 con dos amigas

Ganarse la vida es importante, pero mucho más no traicionar la vocación que nos llevó a dedicarnos a un trabajo

El poeta Luis Cernuda comprendió que la apuesta por la soledad puede significar un gran abrazo en este mundo que suele quedar arrasado por las deshonestidades. Lo explicó en su Soliloquio del farero, cuando nos confesó que la soledad no era sólo una gran compañera para distanciarse del ruido, sino un modo de defender el valor más decente de la convivencia con otros seres humanos: “Por ti, mi soledad, los busqué un día. / En ti, mi soledad, los amo ahora”. La resistencia de los solitarios ante la vorágine bien puede suponer un modo de compañía para otras muchas personas, también solitarias, que flotan en mares contaminados por el vertido de hidrocarburos. Muchas soledades, rodeadas por las urgencias de la crispación, necesitan de ejemplos para no darse por perdidas. Pienso en la luz que lanza sobre la sociedad una jueza digna en el desempeño solitario de su trabajo. No quiere participar en las corrientes submarinas que intentan legitimar la labor del presidente de la Generalitat valenciana que abandonó a su ciudadanía en los momentos más críticos. Para las personas que necesitamos creer en la decencia democrática de la Justicia, la luz de esta jueza es un faro de compañía, un motivo para seguir remando.

Y pienso en la labor de los periodistas esforzados por no confundirse con la basura, incluso cuando los medios donde trabajan se han convertido en unos estercoleros. Ganarse la vida es importante, pero es más importante no traicionar la vocación que nos llevó a dedicar nuestros días a un trabajo. Son dos ejemplos, la juez decente y el periodista digno, que representan bien la luz que necesitamos muchas soledades empeñadas en seguir apostando por la democracia en el tiempo de los bulos, las demagogias y las campañas más interesadas por el negocio que por la verdad. Cernuda nos explicó su soledad solidaria, su voluntad de resistencia en un mar dominado por los vientos mezquinos.

lunes, 27 de octubre de 2025

"DISCURSO DE BYUNG-CHUL HAN". Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025

Es para mí un gran honor, a la par que una inmensa alegría, recibir tan alta distinción en esta histórica ciudad de Oviedo.

En la Apología, el famoso diálogo de Platón, cuando Sócrates expone su propia defensa después de haber sido condenado a muerte, explica cuál es la misión del filósofo. La función del filósofo consistiría en agitar a los atenienses y despertarlos, en criticarlos, irritarlos y recriminarlos, igual que un tábano pica y excita a un noble caballo cuya propia corpulencia lo vuelve pasivo, y así lo espolea y estimula. Sócrates compara a ese caballo con Atenas.

Yo soy filósofo. Como tal, he interiorizado esta definición socrática de la filosofía. También mis textos de crítica social han causado irritación, sembrando nerviosismo e inseguridad, pero al mismo tiempo han desadormecido a muchas personas. Ya con mi ensayo La sociedad del cansancio traté de cumplir esta función del filósofo, amonestando a la sociedad y agitando su conciencia para que despierte. La tesis que yo exponía es, efectivamente, irritante: la ilimitada libertad individual que nos propone el neoliberalismo no es más que una ilusión. Aunque hoy creamos ser más libres que nunca, la realidad es que vivimos en un régimen despótico neoliberal que explota la libertad. Ya no vivimos en una sociedad disciplinaria, donde todo se regula mediante prohibiciones y mandatos, sino en una sociedad del rendimiento, que supuestamente es libre y donde lo que cuenta, presuntamente, son las capacidades. Sin embargo, la sensación de libertad que generan esas capacidades ilimitadas es solo provisional y pronto se convierte en una opresión, que, de hecho, es más coercitiva que el imperativo del deber. Uno se imagina que es libre, pero, en realidad, lo que hace es explotarse a sí mismo voluntariamente y con entusiasmo, hasta colapsar. Ese colapso se llama burnout. Somos como aquel esclavo que le arrebata el látigo a su amo y se azota a sí mismo, creyendo que así se libera. Eso es un espejismo de libertad. La autoexplotación es mucho más eficaz que ser explotado por otros, porque suscita esa engañosa sensación de libertad.

También he señalado en varias ocasiones los riesgos de la digitalización. No es que esté en contra de los smartphones ni de la digitalización. Tampoco soy un pesimista cultural. El teléfono inteligente puede ser una herramienta utilísima. No habría problema si lo usáramos como instrumento. Lo que ocurre es que, en realidad, nos hemos convertido en instrumentos de los smartphones. Es el teléfono inteligente el que nos utiliza a nosotros, y no al revés. No es que el smartphone sea nuestro producto, sino que nosotros somos productos suyos. Muchas veces sucede que el ser humano acaba convertido en esclavo de su propia creación. Las redes sociales también podrían haber sido un medio para el amor y la amistad, pero lo que predomina en ellas es el odio, los bulos y la agresividad. No nos socializan, sino que nos aíslan, nos vuelven agresivos y nos roban la empatía. Tampoco estoy en contra de la Inteligencia Artificial. Puede ser muy útil si se emplea para fines buenos y humanos. Pero también con la Inteligencia Artificial existe el enorme riesgo de que el ser humano acabe convertido en esclavo de su propia creación. La Inteligencia Artificial puede ser empleada para manejar, controlar y manipular a las personas. Por eso, la tarea acuciante de la política sería controlar y regular el desarrollo tecnológico de manera soberana, en lugar de simplemente seguirle el paso. La tecnología sin control político, la técnica sin ética, puede adoptar una forma monstruosa y esclavizar a las personas.

Últimamente he reflexionado mucho sobre la creciente pérdida de respeto en nuestra sociedad. Hoy en día, en cuanto alguien tiene una opinión diferente a la nuestra, lo declaramos enemigo. Ya no es posible un discurso sobre el que se base la democracia. Alexis de Tocqueville, autor de un famoso libro sobre la democracia estadounidense, ya sabía que la democracia necesita más que meros procedimientos formales, como son las elecciones y las instituciones. La democracia se fundamenta en lo que en francés se llama moeurs, es decir, la moral y las virtudes de los ciudadanos, como son el civismo, la responsabilidad, la confianza, la amistad y el respeto. No hay lazo social más fuerte que el respeto. Sin moeurs, la democracia se vacía de contenido y se reduce a mero aparato. Incluso las elecciones degeneran en un ritual vacío cuando faltan estas virtudes. La política se reduce entonces a luchas por el poder. Los parlamentos se convierten en escenarios para la autopromoción de los políticos. Y el neoliberalismo ha creado ya una gran cantidad de perdedores. La brecha social entre ricos y pobres se sigue agrandando cada vez más. El miedo a hundirse socialmente afecta ya a la clase media. Precisamente estos temores son los que lanzan a la gente hacia los brazos de autócratas y populistas.

Creemos que la sociedad en la que vivimos hoy es más libre que nunca. En cualquier ámbito de la vida, las opciones son infinitas. También en el amor, gracias a las aplicaciones de citas. Todo está disponible al instante. El mundo se asemeja a un gigantesco almacén donde todo se vuelve consumible. El infinite scroll promete información ilimitada. Las redes sociales facilitan una comunicación sin límites. Gracias a la digitalización, estamos interconectados, pero nos hemos quedado sin relaciones ni vínculos genuinos. Lo social se está erosionando. Perdemos toda empatía, toda atención hacia el prójimo. Los arrebatos de autenticidad y creatividad nos hacen creer que gozamos de una libertad individual cada vez mayor. Sin embargo, al mismo tiempo, sentimos difusamente que, en realidad, no somos libres, sino que, más bien, nos arrastramos de una adicción a otra, de una dependencia a otra. Nos invade una sensación de vacío. El legado del liberalismo ha sido el vacío. Ya no tenemos valores ni ideales con que llenarlo.

Algo no va bien en nuestra sociedad.

Mis escritos son una denuncia, en ocasiones muy enérgica, contra la sociedad actual. No son pocas las personas a las que mi crítica cultural ha irritado, como aquel tábano socrático que picaba y estimulaba al caballo pasivo. Pero es que, si no hay irritaciones, lo único que sucede es que siempre se repite lo mismo, y eso imposibilita el futuro. Es cierto que he irritado a la gente. Pero, afortunadamente, no me han condenado a muerte, sino que hoy soy honrado con la concesión de este bellísimo premio. Se lo agradezco de todo corazón. Muchísimas gracias.

viernes, 24 de octubre de 2025

"LOS DIENTES DEL ODIO". Irene Vallejo, El País

Fernando Vicente
El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa

Decían que el mejor señuelo para atrapar atención es el sexo. Hoy las redes sociales han demostrado que el odio es mucho más adictivo, más orgiástico, más contagioso, más irresistible. El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. El extremismo calculado vende. La furia está bien financiada. Por eso, la temperatura de los discursos se está calentando aún más deprisa que el clima.

Un buen enemigo es el mejor abono para cultivar identidad. Azuzar el rencor frente al adversario enardece a las propias huestes y robustece la sensación de pertenencia. Merced a una lógica perversa, si divides, multiplicas tu protagonismo. El odio viejísimo —pero muy trabajador— goza de envidiable buena forma. Podría parecer una pasión simple y visceral, pero procede de nuestras heridas más hondas; se gesta en el recuerdo de los desprecios sufridos, de los abandonos y las ilusiones perdidas. La misma etimología habla de dolor: la raíz indoeuropea od está presente en “odio” y en “odontólogo”. Según una hipótesis, odiar sería como un dolor de muelas anímico, pero también podría asociarse al gesto de enseñar ferozmente los dientes.

En la historia universal de la hostilidad y las dentelladas, fue pionero el profeta persa Zaratustra —en griego Zoroastro–, que vivió hace más de dos mil quinientos años. Según la tradición, sus sacerdotes, los magos, visitaron al niño Jesús en el portal: magu era el término que los babilonios daban a los sabios iniciados en el zoroastrismo. Nietzsche lo reintrodujo en el imaginario occidental al convertirlo en portavoz de su propia filosofía. Por lo que sabemos, Zaratustra fue el primero en afirmar que la vida era una batalla extrema entre el bien y el mal, donde nos acecha el archienemigo, llamado Angra Mainyu o Ahrimán, un espíritu destructivo y perverso —que hoy da nombre a villanos de series y videojuegos—. Acusaba a Ahrimán de propagar calumnias y falsedades: era la encarnación de la mentira. Así nació el chivo expiatorio para todo. Desde entonces, cuando concluimos que nuestros adversarios están poseídos por un impulso maligno, ya no hay necesidad de preguntarse por sus razones o sus corazones. La división del mundo entre amigos y enemigos ha hecho que a lo largo de milenios gente perfectamente amable en privado combatiese a otros, los castigase y los sometiera al terror sin conocerlos ni reconocer su humanidad. Por eso, tal vez el único antídoto sea escuchar: puedes elegir ejercitar o el odio o el oído.

Según esta visión del mundo, el estado natural sería el enfrentamiento y, en su lógica, cualquier catástrofe desataría todos los conflictos latentes. Rebecca Solnit dedicó su ensayo Un paraíso en el infierno a reflexionar sobre las reacciones humanas ante cataclismos como terremotos, inundaciones o huracanes: “En muchos desastres nuestra forma de actuar depende de que pensemos que nuestros vecinos y conciudadanos son una amenaza mayor que los estragos provocados por la catástrofe o, por el contrario, un bien mayor que los bienes materiales en las casas y en las tiendas de los alrededores”. Lo que creemos define nuestro comportamiento. Solnit documenta un hecho inquietante: suelen cometer las acciones más terribles quienes están convencidos de que los demás van a comportarse despiadadamente y se plantean la disyuntiva entre devorar o ser devorados. El egoísmo por naturaleza actúa como coartada.

El historiador Rutger Bregman ha estudiado el efecto de la novela El señor de las moscas en el imaginario colectivo. Su autor, William Golding, inventó la trama en 1951. Un grupo de niños supervivientes de un accidente aéreo se descubren solos en una isla desierta, sin adultos. Al principio organizan una democracia y toman todas las decisiones por votación. Eligen como líder a Ralph, un chico atlético, responsable y carismático. Cuando un barco los rescata meses más tarde, tres chavales han sido asesinados y la isla es un páramo humeante. La violencia ha arrasado con el compañerismo. Ralph llora por el fin de la inocencia, por las ilusiones devastadas, por la crueldad que anida en el corazón humano. En la estela de Auschwitz y la Segunda Guerra Mundial, el público estaba predispuesto a aceptar el concepto del mal intrínseco e ineludible. El mismo Golding, excombatiente alcohólico, atormentado y depresivo, conocía el sufrimiento. La novela es una proyección de miedos compartidos.

La aventura relatada en el libro es una ficción: nunca sucedió. Sin embargo, un hecho muy similar ocurrió en 1965. Tras un naufragio, seis chicos entre 13 y 16 años sobrevivieron quince meses en un islote rocoso del Pacífico. Al terminar la odisea, el capitán que los rescató contó que los chicos habían creado una pequeña comuna con un huerto, troncos huecos para almacenar agua de lluvia, un gimnasio con curiosas pesas y gallineros, “todo ello gracias a su trabajo manual, una vieja hoja de cuchillo y mucha determinación”. Mientras los personajes imaginarios de El señor de las moscas batallaban por adueñarse del fuego, los jóvenes de la experiencia vivida se organizaron para mantener la hoguera ardiendo durante más de un año. A veces discutían, pero lo resolvieron sin herirse. Uno de ellos fabricó una guitarra con un trozo de madera flotante, media cáscara de coco y seis alambres de acero rescatados de su barco naufragado, y solía tocar para levantarles el ánimo. Cuando uno de ellos resbaló, cayó por un acantilado y quedó herido, inmovilizaron su pierna con palos y lo cuidaron. En la verdadera historia, los chicos confiaron y colaboraron. Tristemente, el libro de Golding es lectura obligatoria escolar, mientras el episodio auténtico pasó desapercibido. Nos impacta más la realidad de los miedos que la realidad de los hechos. Resulta más persuasivo el cuento de terror, donde cualquier parecido con la solidaridad es pura coincidencia. El odio y la destrucción venden más que la colaboración.

Piensa mal y lo extenderás. La hostilidad, como la confianza, es una dinámica contagiosa. Ciertos líderes políticos refuerzan su poder personal espoleando la cólera: nos regañan como a niños porque no odiamos lo suficiente. Los autoritarismos triunfan cuando acatamos las coordenadas de sus ejes del mal. Fabricar enemigos es uno de los sectores económicos más rentables y con mayor demanda. Las vísceras cotizan en bolsa. El oficio de comentarista furibundo vive un momento dulce. Los magnates de las redes sociales aman nuestras fobias: atizan rencores que nos mantienen absorbidos, crispados y cautivos. Moldean el resentimiento con mensajes que masajean nuestros victimismos y transforman el enfado en capital. Los inversores en el ramo de la furia recogen beneficios. Tu rabia es su riqueza. Las explosiones de enojo, el previsible y sereno crecimiento del negocio. Tu insomnio febril arrulla sus sueños.

El círculo se estrecha, ya no basta recelar del otro. Los algoritmos buscan cebarse en nuestras inseguridades. La publicidad se filtra por las grietas de nuestra autoestima: nos empuja a odiar lo que somos para vendernos soluciones individualistas y perfecciones envasadas, desde la cirugía plástica a la autosuperación. Al final, necesitamos creer en nosotros mismos para creer en los demás. Frente a los accionistas de la ira, podemos fortalecer los vínculos y decidir que confiamos en nuestros vecinos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa: cultivar el debate frente al combate. No podemos permitirnos tener más odios que ideas.

miércoles, 22 de octubre de 2025

"GRACIAS POR EL REGALO". Manuel Vincent, El País

Uno está muerto y no lo sabe si no reacciona ante la maldad y la estupidez que contempla cada día

Decía Maquiavelo: si tienes que hacer daño, que sea rápido, contundente y demoledor. Al enemigo que no puedas matar, no lo hieras, puesto que estarás siempre a merced de su venganza. Extírpalo con toda su familia como se arranca una hierba con sus raíces y semillas. En cambio, si tienes que hacer el bien, adminístralo en pequeñas porciones para que la víctima crea que es larga tu misericordia. Si alguien te está ahogando y al llegar al punto de la asfixia decide aflojar la zarpa sobre tu cuello, pensarás que estás obligado a darle las gracias. Después del abominable atentado de Hamás, el haber asistido en directo durante dos años al espectáculo de los bombardeos de Gaza con la muerte de decenas de miles de mujeres y niños; después de contemplar a diario el panorama de la completa devastación de una ciudad, uno puede llegar a pensar que también ha sido demolido por dentro y que su alma forma parte de los escombros. Entre los escombros puede haber muchos cadáveres aplastados. Podrías llegar a creer que también tú eres uno de ellos. De hecho, ir de zombi por la vida es lo último que se lleva. Uno está muerto y no lo sabe si no reacciona ante la maldad y la estupidez que contempla cada día. Mientras sucedía el genocidio de Gaza, Netanyahu se hacía injertar pelo para peinarse el flequillo disimulando la calva. ¿Es posible mayor escarnio? Pero ha sido suficiente que se declarara el alto el fuego para que la crueldad de Netanyahu mostrara el rostro humano, como si el Yahvé feroz del Antiguo Testamento se tornara de repente en el ser bondadoso del Evangelio. Moisés fue llamado por Yahvé a la cumbre del Sinaí para recibir las tablas de la ley. El pueblo esperó al pie del monte 40 días a que el profeta bajara la roca tallada con los diez mandamientos. El quinto decía: no matarás. Pero durante la espera el pueblo decidió adorar a un becerro de oro y Moisés oyó a su espalda que Dios le gritaba: “Mátalos”. Así puede terminar el alto el fuego. Gracias por el regalo.

lunes, 20 de octubre de 2025

"NOMBRES BORRADOS". Antonio Muñoz Molina, El País

Hay que enseñar la historia en las escuelas, y hay que honrar la memoria de las víctimas del terrorismo. Pero lo que no puede ser es esa tradición española de que algunas víctimas valgan más que otras

Me acuerdo como si fuera ayer de la tarde tórrida de julio en la que oímos en la radio que Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Me acuerdo de salir del Museo Thyssen y encontrarme en la acera con mi amigo Iñaki Esteban, que tenía la cara pálida y desencajada y me dijo que acababan de matar en Vitoria a Fernando Buesa y a su escolta. Y me acuerdo exactamente de la calle de Madrid por la que íbamos mi mujer y yo y oímos en la radio del taxi que unos etarras acababan de asesinar a Ernest Lluch. Nos quedamos en silencio y mi mujer rompió a llorar en la oscuridad del taxi, alumbrado apenas por las luces frías de la noche de Madrid. Las noticias de asesinatos eran tan frecuentes que se había instalado como una sorda rutina para acompañarlas: la rueda de “enérgicas condenas” de unos dirigentes políticos, el silencio o la ambigüedad oportunista y cínica de otros, los juegos malabares con las palabras, que en esa época habían alcanzado un nivel insuperable de vileza: la “lucha armada”, “el conflicto”, la siniestra “socialización del sufrimiento”.

Estábamos tristemente acostumbrados, casi resignados, porque a veces nos ganaba un fatalismo derivado del agotamiento, una amargura de impotencia. Me acuerdo del silencio del anochecer en la plaza amplia y civilizada de la Villa de París, el rumor luctuoso de las personas que nos congregábamos después del asesinato de Francisco Tomás y Valiente, en los alrededores del Tribunal Supremo. Me había cruzado alguna carta con él, y planeábamos comer juntos algún día. La comida quedó secamente cancelada por el disparo de un pistolero.

Amigos muy queridos vivían confinados en casa y solo salían de ella seguidos por la sombra de dos guardaespaldas. España, en los años noventa, en los primeros de este siglo, era un país en el que se podía morir tomando un café, paseando por la calle, poniendo en marcha el coche, comprando el periódico. Los familiares de las víctimas solicitaban audiencia y aliento a monseñor Setién, obispo de San Sebastián, y él los trataba con frialdad despectiva y les decía pastoralmente que en ninguna parte del Evangelio estaba escrito que el pastor debiera amar por igual a todas sus ovejas. Aquel pastor, y a bastantes de sus subordinados, amaban más a unas ovejas que a otras, pero sobre todo amaban y bendecían a los lobos.

Pero vuelvo a acordarme de esa noche en Madrid, el taxi a oscuras, el estallido del llanto, las aceras nocturnas y los escaparates y los bares de la calle San Bernardo, con sus luces tan crudas, llegando a la glorieta de Ruiz Jiménez, la voz del locutor en la radio, repitiendo el nombre de Ernest Lluch. Era la gota que colmaba el vaso, el vaso volcado de la sangre, de la sinrazón, del fanatismo frío, de la pura maldad, la maldad imbécil que se recrea en sí misma y enfervoriza a su babosa clientela, la maldad cebada en el hombre más pacífico del mundo, el mejor intencionado, el político íntegro que se había afanado con los cinco sentidos para mejorar la sanidad pública, el ciudadano aficionado a la música y a la literatura, tan optimista o tan inocente y tan valeroso que había creído en la posibilidad de propiciar un mínimo de buena voluntad o de sentido común en la conciencia no ya de los verdugos, pero sí al menos de sus valedores y beneficiarios políticos, los que sacudían el árbol y los que recogían las nueces, según la metáfora macabra de otro personaje de entonces cuyo nombre, por fortuna, ya no se escucha nunca.

Yo había hablado con Lluch una sola vez, en un trayecto prolongado en autobús, camino de un acto oficial. Con sus gafas grandes, su flequillo, su acento catalán, era de esas personas que vistas de cerca parecen algo ensimismadas y atrabiliarias, pero que combinan la visible distracción con una infalible agudeza. Cuanto más parecen no enterarse de nada, más atentas y observadoras permanecen. Descubrimos que teníamos en común, aparte del amor por la literatura, la amistad con Pere Gimferrer, y eso tan solo podía habernos dado para varias horas de conversación. Una singularidad de Lluch era que quien no lo conociese no podía saber que se dedicaba a la política.

Ya no lo vi nunca más. Los años del terrorismo fueron también los de la esperanza de una fraternidad que pusiera por encima de las divergencias partidistas la vindicación de los valores democráticos más elementales, el derecho a la vida y a la libertad por encima de todo, el imperio estricto y sereno de la ley. Fue esa fraternidad la que estalló como un bello espejismo en las mayores manifestaciones unitarias que se han visto en España, las que desbordaron las plazas de todo el país en los días siguientes al asesinato de Miguel Ángel Blanco. Parecía una de esas insurrecciones populares que fundan un tiempo nuevo en un país, un vigoroso borrón y cuenta nueva, la de Portugal en 1974, la de Italia en 1946, en los días del referéndum sobre la República. Yo veía a la gente inundando las calles y gritando contra el terrorismo y pensaba que esa era la efervescencia racional y emocional que no habíamos conocido en los días confusos de la Transición: el ensueño de una patria común que no era otra que el sistema democrático, y de una fecha indudable para la fiesta nacional.

El sectarismo político y las deslealtades de unos y de otros desbarataron muy pronto aquella esperanza. La participación de España en la guerra de Irak, a la vez vergonzosa y ridícula, creó una fractura que se volvió irreparable un año más tarde, con las mentiras escandalosas del Gobierno sobre la autoría de los atentados islamistas del 11 de marzo. Ni siquiera la derrota policial y jurídica de los terroristas ni su expresa rendición sirvieron para apaciguar el encono político, para alimentar el orgullo compartido de una victoria de nuestra muy imperfecta pero resistente democracia. Cuanto más se aleja el fantasma de ETA, más se empeñan en agitarlo la derecha y la extrema derecha españolas. Hay demagogos y demagogas que aseguran que los terroristas salieron victoriosos. Hay colegios en la Comunidad de Madrid donde se enseña ahora que la banda terrorista sigue existiendo, porque sus herederos políticos “han cambiado las bombas por los trajes”.

Hay que enseñar la historia en las escuelas, y hay que honrar la memoria de las víctimas, igual que el trabajo de quienes se jugaron la vida para combatir el terrorismo con las armas de la ley. Pero una antigua vergüenza española es que siempre hay unas víctimas más respetables y más dignas de recuerdo que otras, unas visibles y otras invisibles, conmemoradas o borradas, según una tendencia al mangoneo político que tiene mucho de profanación de los muertos y de ofensa añadida a los vivos que sufrieron su pérdida. En Valencia un nuevo gran hospital iba a llevar el nombre de Ernest Lluch, lo que habría sido un gesto doble de justicia, por la tragedia de su muerte y por los esfuerzos que dedicó en su vida a la causa de la sanidad pública. Pero, cicateramente, la Generalitat valenciana retiró el nombre de Lluch al complejo y lo relegó a uno de los edificios. Mientras, la alcaldesa, del mismo partido, alegó que al fin y al cabo un nombre no tiene ninguna importancia. Hace unos meses, el Ayuntamiento de Madrid le quitó a una calle el nombre de una maestra republicana represaliada para devolvérselo a su titular originario, el general Millán Astray. Quizás el Ayuntamiento de Valencia debiera ponerle al nuevo hospital el nombre del general Planas de Tovar, que entró en la ciudad al mando de las tropas victoriosas de Franco.

domingo, 19 de octubre de 2025

"DONDE VIVEN LOS MONSTRUOS". Irene Vallejo, El Espectador (Colombia) 17 OCT 2025

Algunos políticos y celebridades empresariales se comportan en público como crecidos abusones escolares

Tras largo tiempo de silencio, empiezan a aflorar voces. Nadie hablaba de aquello en tu infancia: eran cosas de niños. Como si los problemas que afectan a los pequeños no pudieran ser grandes. Hoy sabes que el acoso escolar o las novatadas no son solo dramas infantiles. La edad adulta no sana el impulso de acorralar y humillar. Los matones que campaban a sus anchas en la escuela se hacen mayores y, si alcanzan puestos de poder, siguen hostigando con impunidad. El trabajo, con sus delicadas dinámicas internas, es el nuevo campo de batalla. En épocas de crisis y miedo a perder el empleo, el conflicto se agudiza.

A tus ocho años, no supiste reaccionar. No es fácil, tampoco para los adultos. Surge primero la incredulidad, después la esperanza de que se resolverá tan rápido como empezó. Y crees, al principio, que podrás resistir; ignoras aún lo destructiva que será la espiral si se prolonga demasiado tiempo.

En el patio de recreo, como en la oficina, el acoso nunca es solo un dilema individual. La reacción de los demás decide las reglas del silencio. Entran en juego dos impulsos humanos muy arraigados: solidarizarse con quien sufre un ataque o aliarse con el más poderoso. Un cínico personaje de la serie Succession describe así su particular imperativo categórico: “Yo estoy espiritualmente, y emocional, ética y moralmente, del lado de quien gane”. Capítulo tras capítulo, esta historia retrata a los miembros de un multimillonario clan empresarial luchando por el trono de la corporación. A la sombra de sus traiciones y ambiciones, sus propósitos y despropósitos, sus riquezas y vilezas, crean un ambiente laboral asfixiante y opresivo, donde la humillación y el desprecio son ingredientes habituales. En su batalla interminable, únicamente comparten la admiración por la arrogancia poderosa, símbolo de habilidad, fuerza, liderazgo y dominio. El patriarca de la familia define con estas palabras su estrategia respecto a los competidores: “Los atornillas. Los cincelas. Les haces daño. Y luego los ves chillar”.

El dramaturgo griego Eurípides se preguntó ya hace más de veinticuatro siglos si los personajes míticos, tradicionalmente considerados héroes, no eran sencillamente tipos prepotentes y despiadados. En una de sus obras, Ifigenia en Áulide, el general Agamenón ha reunido el ejército que atacará Troya, pero la expedición no consigue zarpar porque soplan vientos desfavorables. Un oráculo dictamina que solo podrá navegar si sacrifica a su hija Ifigenia en el altar de los dioses. Angustiados, Agamenón y Menelao discuten y compiten entre ellos como los hermanos de Succession, y tratan con violencia a sus subordinados. “Llorarás si no desistes. Pronto con mi cetro llenaré de sangre tu cabeza”, grita un enfurecido Menelao a un anciano a su servicio que expresa una crítica. Los dos guerreros parecen temer, por encima de cualquier reproche, la acusación de ser débiles y carecer de madera de líder. En el desenlace, se impone la sed de conquista, y la joven Ifigenia se convierte en la primera víctima de una guerra aún por comenzar.

La romantización del poder despótico y el aura autoritaria no es un fósil del pasado. Algunos políticos con éxito y celebridades empresariales se comportan en público como crecidos abusones escolares. La misma actitud chulesca surge a veces entre las estrellas del famoseo y el deporte, convencidas de que sus fortunas y sus victorias son un salvoconducto de soberbia. La admiración popular les otorga impunidad: los triunfadores tienen licencia para la crueldad. Durante demasiado tiempo hemos aplaudido los liderazgos avasalladores e incluso parece un mérito que deportistas, ejecutivos o vendedores sean agresivos. Sin embargo, en política, sus consignas furiosas desencadenan tensión, sufrimiento y, en ocasiones, dañinos conflictos. En el trabajo, los insultos, las órdenes dementes, los ataques de ira, las amenazas y las humillaciones provocan cada año un torrente de bajas, ansiedad y depresiones evitables. Como ya intuyó Eurípides en sus tragedias irreverentes, ciertos personajes carismáticos nos salen carísimos.

sábado, 18 de octubre de 2025

"MI REGALO, SEÑOR FEIJÓO". Najat El Hachmi, El País

Quien ha debido esperar 10 años y rellenar miles de papeles sabe de sobra que la nacionalidad española no es un obsequio

Catorce años y alguno más me llevó obtener la nacionalidad española. Para quienes ni somos latinoamericanos, ni venimos de un país europeo, ni podemos demostrar ancestros sefardíes, ni sabemos golpear como Topuria o meter goles como Messi, el primer requisito que se nos exige es demostrar una residencia ininterrumpida en el país mínima de 10 años. Si te despistas y no constas como inscrita durante algún periodo, por la razón que sea, pues vuelta a empezar hasta que llegues de nuevo a esos 10 años con todos sus meses y sus largos, larguísimos días. Luego, contrata un abogado que te consiga una cita y espera a que te la den mientras reúnes papeles y más papeles. Yo me río de Ulises, que en su viaje no tuvo que enfrentarse con la burocracia intercontinental: que si demostrar medios de subsistencia, incluso aunque seas estudiante y como tus compañeros vas haciendo trabajillos a media jornada (contrato de un mínimo de un año, pedían entonces y ¡ay!, a mí me los hacían por horas en la ETT). Pero nada, terca como una mula en mi objetivo de convertirme en persona, seguí insistiendo. Pidiendo papeles a ese país desconocido a cuyos funcionarios les tenía pánico.

Menos mal que había tíos en el pueblo que podían solicitar en mi nombre cosas tan surrealistas como un certificado de antecedentes penales (no fuese que antes de los ocho años hubiera pasado por las cárceles marroquíes). Gracias a eso sé que no he cometido delito alguno del que no me acuerde. Entregué todo lo que me pidieron, pendiente siempre de que no caducara un papel mientras llegaba otro. Y esperé. Como en los cuentos, esperé y esperé a que el cartero trajera el sobre con la feliz validación de mi condición de ser humano de pleno derecho. Y, mientras esperaba, miraba como mira un pobre un escaparate de tienda de lujo las ofertas de empleo a las que no podía acceder porque era administrativamente inmigrante. Legal, pero inmigrante, aunque no hubiera decidido trasladarme a ningún lado, aunque yo y mis hermanos no hubiéramos sido más que el equipaje de nuestros padres. Me dio tiempo a tener un hijo, a publicar mi primer libro. Hubiera tenido que plantar un árbol. A mi hermano mellizo le llegó antes la nacionalidad, y recuerdo acompañarlo a las urnas por primera vez y compartir con él esa alegría al decir “este es mi voto y cuenta igual que el de los demás”. Así que, señor Feijóo, deje de mentir al hablar de nosotros, porque los inmigrantes sabemos mejor que nadie lo que cuesta tener la nacionalidad española. ¿Qué ha hecho usted para merecerla más que nacer de su madre?

jueves, 16 de octubre de 2025

"ELÍAS CANETTI, EL FILÓSOFO QUE CONSIDERABA EL PODER COMO UNA ENFERMEDAD MENTAL". Use Lahoz, El País 26 AGO 2025

El autor de ‘La provincia del hombre’ pensaba que el deseo de dominar a los demás o de fundirse en una muchedumbre nacía del miedo a la muerte. Frente a esa tendencia proponía una ética del respeto

Misia Sert, pareja del pintor Josep Maria Sert, tío del gran arquitecto Josep Lluís Sert, y considerada musa de tantos artistas en el París de principios del siglo XX, contaba en sus memorias que siendo niña ensartaba con gran placer moscas vivas en un hilo para hacer con ellas un “collar” que colocaba luego alrededor de su cuello. Le emocionaba profundamente el zumbido de las alas atrapadas que sentía contra su piel. La imagen de ese collar —la crueldad disfrazada de juego— inquietó tanto a Elias Canetti que la utilizó en 1992 como metáfora central del ensayo El suplicio de las moscas, donde trata de forma inquietante la fascinación humana por el poder y el sufrimiento ajeno.

Sin fundar una escuela filosófica ni un sistema teórico cerrado, Elias Canetti (Ruse, Bulgaria, 1905-Zúrich, Suiza, 1994), autor de una novela, Auto de fe, y de numerosos ensayos en lengua alemana como el recientemente reeditado por Taurus La provincia del hombre, apuntes y textos breves escritos entre 1942 y 1970, mereció en 1981 el Premio Nobel de Literatura. Es uno de los pensadores determinantes del siglo XX por su mirada única, penetrante y radicalmente humana sobre los grandes temas de su tiempo: el poder como enfermedad mental y la avaricia como enfermedad moral, la masa, la lucha contra la muerte, el lenguaje y la identidad, la violencia, la libertad del espíritu, la relación entre el individuo y la sociedad.

También en El suplicio de las moscas decía Elias Canetti: “El verdadero poder no se ejerce a gritos ni con látigos, sino en los detalles sutiles, en actos que parecen insignificantes pero que anulan a otros seres con impunidad”, y añadía: “A medida que crece, el saber cambia de forma. No hay uniformidad en el verdadero saber. Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez. Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante. Lo decisivo es el saber torcido y, sobre todo, lateral”, una cita que inspiró hace años el nacimiento de la revista de cultura Lateral.

La idea del “salto lateral” como un movimiento del pensamiento libre y creativo estaba ya presente en La provincia del hombre. En el prólogo a la nueva edición de Taurus, Ignacio Echevarría recuerda: “Buena parte de este libro, uno de los más ricos y plurales del siglo XX, está escrito al dorso de otro no menos rico pero mucho más monolítico y extraño, Masa y poder, de 1960, que Canetti consideró siempre la obra de su vida”. No es La provincia del hombre una obra sistemática ni teórica: se lee como un diario intelectual fragmentario, donde Canetti plasma sus impresiones sobre el ser humano y su misterio, el poder, la lengua, la muerte, la locura, el mundo animal…, y lo hace con una escritura incisiva, a veces lírica, a veces filosófica, otras casi profética. Canetti desconfía del pensamiento rígido: “Quien piensa con rigor deja de pensar”. Y en otro momento: “El pensamiento más claro es el que más duda de sí mismo”. Canetti analiza no solo los dictadores y las masas, sino los gestos cotidianos de dominio: “Quien quiere dominar a los demás, se convierte en esclavo de su propio poder”. No escribe como un filósofo académico. Lo hace a través de apuntes que le permiten respirar y sobrevivir en el mundo intelectual, lo que en cierto modo lo vincula con Heráclito, Demócrito, Pascal, Nietzsche o Cioran. En 1943 Canetti anota: “Los grandes aforistas se leen como si todos ellos se hubieran conocido bien unos a otros”. Y seguidamente: “Ha habido imperios milenarios: el de Platón, el de Aristóteles, el de Confucio”. Después de vivir las catástrofes del siglo XX —las guerras, el nazismo y el gulag—, Canetti articuló una resistencia del espíritu, una especie de ética de la atención, la vigilancia, la compasión. Cada ser vivo merece respeto. Se rechaza toda forma de destrucción gratuita, desde torturar a una mosca hasta el exterminio de pueblos enteros (sería interesante conocer hoy su opinión sobre Gaza, él que era un judío sefardita ciudadano del mundo). CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 15 de octubre de 2025

"SON PELIGROSOS Y ESTÁN ENTRE NOSOTROS". Toni Mejías, Público 22 AGO 2025

El otro día, ante una de esas diatribas ilusorias del votante medio de Alvise a raíz de los incendios que asolan España, leía un comentario que me parecía tan acertado como banal: no todos pueden ser tan tontos, alguno tiene que estar fingiendo. Es la sensación que te queda cada vez que existe una noticia de gran alcance político en el Estado español, como son ahora los fuegos descontrolados causados por el cambio climático y agudizados por la dejadez de funciones de varios gobernantes. No puede ser que tanta gente se trague todos los bulos y todas las acusaciones que vierten sus líderes favoritos. Por mucho WhatsApp reenviado con un vídeo manipulado que le llegue, por muchas horas de Horizonte o Espejo Público que vea en televisión, por mucho sesgo de confirmación que favorezca a creerse la mayor mentira que le llegue sin contrastar ni pestañear. Algún límite tiene que haber. Alguna vez tienen que dudar o al menos torcer un poco el morro ante las conspiraciones.

Aunque no es nuevo, desde la pandemia se han agudizado este tipo de comportamientos tan extremos como sorprendentes. Creo que casi todo el mundo tiene alguien cerca que parecía una persona normal, incluso con ideas progresistas, que de repente se torció y se fue a un lado oscuro del que ya no regresó. Pueden empezar con un vídeo manipulado que mezcla vacunas y autismo o que habla de Bill Gates y su idea de reducir población mundial y acabar en un sectarismo donde a toda persona, digamos, normal, la ve como cómplice de una conspiración mundial que quiere anteponer una ideología woke a las libertades individuales. Ellos nunca tienen ideología, ni son manipulados, ni los medios ni nadie influyen en su manera de pensar. Se dicen libres y que tienen el derecho, como mínimo, de dudar. Como publicaba el otro día El Mundo Today: "Curiosamente, un joven que no se deja manipular por nadie defiende las mismas ideas que los tres hombres más ricos del mundo". Así es esta gente.

¿Qué podemos hacer para romper ese muro que se han creado? ¿Es posible que regresen a un mundo donde, como mínimo, se pueda debatir con ellos sin sentir vergüenza ajena? Porque dato ya no mata relato. Tienen respuesta para todo y de nada sirve que les enseñes información contrastada, el BOE o una confesión en vídeo de su líder favorito admitiendo que tiene cadáveres enterrados en el jardín de su casa. Ya dijo Trump que podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos. Y eso lo saben bien en el Partido Popular y, sobre todo, en la extrema derecha española. Lo vimos recientemente en la tragedia de la DANA en València, donde el máximo responsable de las consecuencias evitables de la catástrofe sigue en su cargo, culpando a otros y tratando con soberbia a las víctimas. Por desgracia, no sería extraño que fuera el partido más votado en algunas zonas afectadas. Quienes ya peinamos canas recordamos el chapapote gallego o el accidente del metro de València, por ejemplo.

En estas últimas dos semanas estamos viendo otro ejemplo de cómo aprovecharse de la mentira y de esos abrazadores de bulos. Los incendios que están arrasando varias comunidades autónomas gobernadas por el Partido Popular han pasado a ser culpa del Gobierno central, de los ecologistas y de lo que llaman ideología climática. No importa que las competencias en prevención y extinción de incendios sean de las comunidades autónomas, que se haya visto claramente cómo desde Génova 13 se ha orquestado a sus dirigentes regionales a atacar en bloque al Ejecutivo, que se haya desmentido que los ecologistas impiden la limpieza de montes o que esté demostrado que el cambio climático ha acelerado y empeorado los incendios. De nada sirve la realidad si están en una existencia paralela y virtual en la que el odio no les deja ver más allá. Pero los manipulados somos nosotros y estamos cegados por el Perro Sánchez y su poder dictatorial.

A veces da miedo. Piensas que no estás tan lejos de poder hacer clic e irte a un lugar del que no parece haber vuelta. O, como poco, te ves incapaz de poder dialogar con esa gente e intentar hacer del mundo, o al menos de tu barrio o localidad, un lugar un poco más respirable. Sientes que es difícil competir contra una maquinaria ideada y engrasada para que la posverdad reine y mantenga las relaciones de poder invariables. Antes pensaba que mediante el BOE y políticas sociales disruptivas se podría cambiar a estas personas, pero ya no lo tengo claro. ¿Podrían el PSOE y Sumar (ojalá) hacer una Ley de Vivienda que responda a las necesidades actuales, que limite precios, que termine con el alquiler vacacional, que haga accesible el acceso para todos y, pese a ello, saldrían votantes cavernarios a decirte que estás limitando su libertad para hacer negocio y premiando a los vagos, aunque ese mismo votante no tenga ni dónde caerse muerto? Parece mentira, pero hasta ese punto hemos llegado.

En Disney+ podemos ver la serie documental 548 días: captada por una secta, que narra cómo una adolescente alicantina acaba en una secta en la selva peruana. Sus padres no sospechaban nada, ni su gente más cercana, y de repente, alguien que parecía tener una vida normal, cruza el océano para seguir a un gurú que prometía salvar su alma. Parece un caso extremo, pero para nada. Existen numerosos casos a nuestro alrededor. Pero ahora esas sectas que antes se hacían a escondidas están registradas en el Ministerio del Interior; las tenemos a plena luz del día, con cámaras enfocando y medios de comunicación blanqueando y respaldando. Y ante eso, la realidad no es suficiente. Los datos y los hechos no valen. Poco se puede hacer. Pero no queda otra que seguir intentándolo, hacer pedagogía y dejar de reír las gracias a los conspiranoicos, por mucho que sea el primo que te cuidó de pequeño, un padre del grupo de WhatsApp de tus hijos o el antiguo amigo del cole. Si los normalizamos, también normalizamos la mentira y el odio. Aislarlos y repudiarlos no ayuda, pero hay que dejar de asumir que pueden estar entre nosotros con sus "opiniones" como válidas. Es agotador chocar con un muro constantemente, pero, poco a poco, esos ladrillos que parecen infranqueables pueden ir cediendo. Ánimo. Nos hará falta.

lunes, 13 de octubre de 2025

"SONRISA MEFISTOFÉLICA". Juan José Millás, El País

El techo de los dormitorios y de las habitaciones de hotel tiene algo de pantalla de cine donde, a partir de cierta edad, el diablo proyecta tu vida

Los mismos zapatos que por la mañana me vienen grandes por la tarde me aprietan. ¿Cómo me quedarán de muerto? Es un misterio lo del tamaño de los pies. Cambia con las horas, con el estado de ánimo y con la fuerza de la gravedad, que a lo largo del día acumula líquidos en la parte baja de cuerpo (por eso siempre hay que comprarse el calzado por la tarde, cuando los pies alcanzan su tamaño máximo). Tengo una relación semejante con la culpa, con los remordimientos. Los que me parecen controlables al mediodía se agigantan de madrugada hasta el punto de sacarme de entre las sábanas, pues a pie firme se aguantan mejor que en la posición supina, con los ojos abiertos en dirección al techo. El techo de los dormitorios y de las habitaciones de hotel tienen algo de pantalla de cine donde, a partir de cierta edad, el diablo proyecta la película de tu vida.

—¿Lo ves? —dice—, si me hubieras hecho caso aquí y aquí, si hubieras optado por esto en vez de por lo otro, si no hubieras salido a cenar aquella noche, si no tomaras carnes rojas, si me hubieras vendido el alma en su momento… Las almas se deprecian mucho cuando salen del concesionario, aparte de que ahora solo compro cuerpos.

Nada, en fin, es grande o pequeño en términos absolutos. A mí la palabra “grande” siempre me ha parecido pequeña. De hecho, tiene una letra menos que “pequeña”, como si uve se escribiera con be. La lengua está llena de contradicciones gramaticales y ortográficas algo burlonas. No es normal que “monosílabo” tenga cinco sílabas o “abreviatura” tantas letras. Palabras que no cumplen, en fin, y que defraudan, lo mismo que nosotros defraudamos (y nos defraudamos) o dejamos de cumplir. Todo esto era para decir algo que se me ha ido con el parloteo. Dejas lo importante para luego y al final se te olvida.

—¿Qué desea? —me pregunta el camarero.

—Un café con leche.

—¿En taza grande o pequeña? —insiste con sonrisa mefistofélica.

viernes, 10 de octubre de 2025

"DE LA AUTOINCULPACIÓN AL ODIO". Lola López Mondéjar, El País

Mikel Jaso
Parte del electorado natural de la izquierda se gira hacia la derecha y culpa a aquella de su situación

El pasado agosto se publicó en este periódico un amplio artículo, firmado por Ángel Munárriz, titulado ”Abascal gana fuerza entre obreros y parados y se acerca al umbral de Le Pen", donde se informaba del aumento de los apoyos a Vox entre los desempleados, los asalariados y quienes se consideran pobres. Se trata de ciudadanos que no votan políticas progresistas, a pesar de que son estas, precisamente, las que han incrementado el salario mínimo interprofesional, aumentado las pensiones, defendido la sanidad y la educación públicas, o intentado, intento frustrado por la derecha, reducir la jornada laboral. A pesar de todo lo anterior, parte del electorado natural de la izquierda se gira hacia la derecha y culpa a aquella de su situación.

Pablo López Calle ha investigado la subjetividad precaria en las periferias metropolitanas desindustrializadas, mediante entrevistas realizadas a jóvenes trabajadores de Coslada que sufrieron la crisis de 2007. Jóvenes que, en época de bonanza, dejaron pronto la enseñanza en busca de oficios manuales que ofrecían salarios bien remunerados y que, tras la recesión económica, se encontraron en situación de desempleo sin cobertura, abocados a vivir con sus padres o a volver a formarse para acceder a otras profesiones supuestamente mejor pagadas. Su insuficiente formación inicial les impedía optar al escaso trabajo decente disponible, continúa el autor, lo que les llevó a soportar situaciones de “infraempleo y sobreexplotación”. Notemos que se trata de las mismas condiciones materiales que hoy encontramos en los potenciales votantes de Vox a los que se refiere Munárriz.

Hace menos de diez años, López Calle observaba en estas clases populares una subjetividad, es decir, un modo de saber y representarse a sí mismo, que tenía conciencia de su precarización, que sufría el duelo por la pérdida de estatus, y también, y esto es lo que más nos interesa aquí, una subjetividad que se culpaba, psicologizaba y consideraba problemas individuales los conflictos colectivos que le afectaban. Es lo que se conoce como individualizar la queja. Tratar de convertir en problemas personales los problemas sistémicos es una práctica común del neoliberalismo, como sabemos. La crisis económica fue vivida entonces como un episodio traumático, un shock que se interpretó como un conjunto de errores colectivos y personales, un pecado involuntario, lo llama López Calle, vinculado con una naturaleza débil o con elecciones personales equivocadas, entre otros factores.

Lo que quiero destacar es que el desclasamiento, la precarización, la falta de reconocimiento social que la pérdida de un trabajo más digno comportaba era interpretado por los afectados como efecto de una mala gestión de sus recursos personales, con el consiguiente correlato de culpa, depresión y otras patologías del reconocimiento, como son la pérdida de aprecio social, en palabras de Axel Honneth, que afectan a quienes pierden el sostén identitario que el trabajo y el acceso a los bienes materiales e intangibles que este proporciona.

En apenas una década, insisto, una parte de quienes hoy ven disminuidas sus oportunidades laborales y sociales ha pasado de aquella autoinculpación a la exculpación actual. Esta población desfavorecida ya no se instala en la dolorosa rumiación culposa de entonces, sino que identifica primero a un culpable de su situación, para deshumanizarlo y convertirlo en chivo expiatorio después: los inmigrantes y el Gobierno, proyectando sobre ellos el odio que genera su pobreza, el agudo resentimiento que experimentan quienes observan cómo descienden sus expectativas de prosperidad. Un odio que, en ocasiones, incitado por las arengas de Abascal y compañía, se vierte de manera casi letal, como vimos en los sucesos del pasado verano en Torre Pacheco y Hortaleza.

La autoinculpación reflexiva caracterizaba el modo en que eran socializadas las mujeres en el patriarcado tradicional; mujeres que nos sentíamos fácilmente culpables de cualquier conflicto, de ahí que la depresión la sufra casi el doble la población femenina. La exculpación, por el contrario, es una característica central de la socialización de los varones, especialistas en culpar a otros de sus errores, eludiendo así la reflexión y el aprendizaje, y manteniéndose en una satisfactoria situación de poder. De ahí que la expresión del malestar psicológico entre ellos se manifieste con irritabilidad, comportamientos de riesgo o aislamiento, antes que con tristeza depresiva, que permanece subyacente.

La autoinculpación es dolorosa, produce una hemorragia narcisista difícil de manejar, genera una pasividad que es fruto de la impotencia, mientras que la exculpación reactiva es consoladora: no soy yo el culpable, es el otro, pudiendo generar actuaciones impulsivas para recuperar el control que se siente perdido. Es el inmigrante quien me quita el trabajo, alarga las listas de espera de los hospitales, me roba los recursos de un Estado que no hace lo suficiente por los suyos y protege a los extranjeros; son los inmigrantes quienes convierten España en un país más inseguro. Reconocerán en estas afirmaciones el argumentario más recurrente entre los dirigentes y los votantes de Vox, tan masculinos ellos.

A efectos de esa exculpabilización gratificante no importa que nada de esto sea cierto. Que los inmigrantes no nos quiten el trabajo sino que desempeñen aquellos que los nacionales no queremos hacer, que tengan una buena salud y no frecuenten los hospitales con la insistencia que ellos afirman, o que no se beneficien de esos recursos que sienten amenazados quienes los acusan, pues los trabajadores extranjeros suponen casi un 14% de las aportaciones a la Seguridad Social. No importa que, según datos del Ministerio de Interior, el aumento de extranjeros no haya incrementado los delitos, sino que la criminalidad en España haya disminuido un 0,3% en el último año. Y no importa porque el uso de la razón está reñido con la exculpación impulsiva, que se instala cómodamente como mecanismo de defensa debido a su capacidad de reparar de inmediato cualquier herida, proporcionando potencia y expulsando de sí la responsabilidad. Al proyectar el odio sobre el chivo expiatorio elegido se mantiene intacta la autoestima, dando un sentido simplista y reparador a cualquier malestar. El mecanismo es muy utilizado por los hombres maltratadores, que culpan indefectiblemente a sus mujeres de los reveses que les proporciona la vida, mientras ellas se autoinculpan. Y la extrema derecha y la derecha extrema han sabido capitalizar el descontento, potenciándolo, para hacerse con las simpatías de miles de jóvenes precarizados por un sistema económico capitalista, caníbal y deshumanizado. La culpa que siguió a la crisis anterior se convierte en acusación y odio, en la separación radical entre un nosotros y un ellos, en una peligrosa designación de un culpable al que estigmatizar y desear destruir.

Sin embargo, culpar exclusivamente a la ultraderecha y a la derecha de esta dinámica es caer en el mismo error exculpatorio que ellos, pues está claro que los partidos progresistas han contribuido sin proponérselo a este peligroso giro al no atender suficientemente a las condiciones materiales de la población más vulnerable, entre las que la precarización laboral y la falta de vivienda serían las más urgentes, pues privan de agencia y de futuro, aumentando el rencor.

La rectificación está llegando, esperemos que no sea demasiado tarde. Urge para el bien de todos una reflexión profunda que identifique las causas ocultas tras ese malestar desesperado. Urge hacer autocrítica y enmendar. No hay tiempo que perder.
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Lola López Mondéjar es psicoanalista y escritora, premio Anagrama de Ensayo de 2024 por Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad.


miércoles, 8 de octubre de 2025

"EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EXPONENCIAL". Daniel Inneraryti, El País 19 AGO 2025

Tenemos una política cortoplacista ante dinámicas han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles

Durante la pandemia nos familiarizamos con una serie de gráficos que hacían visualmente comprensible el concepto de desarrollo exponencial, en aquel caso el de los contagios y fallecimientos. No era algo nuevo. Conocíamos incrementos acelerados en diversos fenómenos y procesos, pero tal vez entonces entendimos mejor que nunca el desastre asociado a una variable dañina que crece fuera de control. Aprendimos también que la mejor manera de hacer frente a un desarrollo exponencial consistía en adoptar una serie de medidas gracias a las cuales se pudiera “doblegar la curva” de contagios y reducir su velocidad de propagación.

La diferencia entre los cambios lineales y los cambios exponenciales es que en aquellos el crecimiento es constante, mientras que en estos se acelera, de modo que el incremento termina alcanzando una fase casi vertical; este aumento vertiginoso se representa con curvas que se elevan bruscamente y en periodos cada vez más cortos de tiempo. Además, se da la circunstancia de que muchas de estas curvas se relacionan entre sí (el incremento de la temperatura impulsa la migración y radicaliza la polarización política en las sociedades de destino; el envejecimiento de la población dispara el número de las enfermedades asociadas con la edad; cuanta más digitalización, más difusión de las noticias falsas, por mencionar solo algunos ejemplos) y esa interrelación potencia su aceleración catastrófica. Por si fuera poco, no hay quien se ocupe de su interdependencia, en la teoría y en la práctica: las disciplinas especializadas solo saben de lo suyo, y los responsables políticos se limitan a gestionar sus competencias propias; falta una perspectiva macroagregada y una autoridad legítima para regular una intervención coordinada que pudiera moderarlas y neutralizar su potencial destructivo.

En otras sociedades había ciclos, repeticiones o cambios suaves, e incluso revoluciones bruscas, pero apenas conocían el incremento exponencial: en las sociedades actuales casi todas las evoluciones relevantes siguen un patrón exponencial. El hecho de que actualmente haya tantos desarrollos exponenciales (crisis ecológica, aumento de los incendios, movilidad, turismo, envejecimiento, migración, digitalización, conectividad, producción de basura, viralidad de la comunicación, desarrollo tecnológico, polarización, desigualdad, incremento de la población, aceleración, obsolescencia...) permite calificarnos como una “sociedad exponencial” (Emanuel Deutschmann). Vivimos en una sociedad que está enfrentada a sus límites críticos y que no sabe cómo estabilizarse, lo que produce unas tensiones y conflictos específicos. Esta situación precatastrófica es lo que explica que estén apareciendo tantos escenarios de suma cero y que se endurezca la confrontación política. El tiempo acelerado no distribuye oportunidades para todos sino un mismo patrón de comportamiento angustiado, tan explicable como inútil: salvarse a costa de otros.

Una de las peores respuestas a este tipo de crisis es la de confiar su solución a la aceleración de los procesos. Jason Hickel ha etiquetado como crecimientismo (growthism) diversas formas de aceleración social cuyo común denominador es propiciar un desarrollo irreflexivo de procesos exponenciales: tecnología sin regulación, crecimiento económico sin consideración del impacto ambiental, oportunismo político que genera sospecha y degrada la conversación pública, desconfianza hacia los procedimientos democráticos a los que se asocia con una prescindible lentitud, la fijación en lo inmediato a expensas del largo plazo, la hipérbole crítica que no solo daña la reputación del adversario sino la credibilidad política en general, el aumento de la desigualdad que erosiona la cohesión social, el crecimiento irresponsable de la deuda... A veces, estas evoluciones catastróficas tienen su origen en el desconocimiento de su resultado final, pero en otros casos responden a un empecinamiento ideológico frente a cualquier forma de límite. El programa de eficiencia de la Administración pública ensayado por Elon Musk o la asociación que Javier Milei hace del Estado con la lentitud burocrática responden a una similar batalla ideológica que culpa de los problemas sociales a las trabas de la Administración, a su tamaño y su obsesión regulatoria. Las promesas de expansión ilimitada de los tecnosolucionistas han sido precedidas por una crítica sistemática hacia lo que, desde posiciones libertarias, se despreciaba como cultura de la prohibición o furor regulatorio. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 6 de octubre de 2025

"EL FIN DEL MUNDO COMÚN. HANNAH ARENDT Y LA POSVERDAD". Máriam Martínez-Bascuñán, Taurus, 2025

«La era de la posverdad puede entenderse, por supuesto, como la era de la desinformación, pero la novedad de lo que nos ocurre tiene más que ver con un ejercicio pervertido del juicio ciudadano y con nuestra incapacidad para discernir lo verdadero de lo falso».

Al día siguiente de la primera investidura presidencial de Trump, su jefe de prensa afirmó que el acontecimiento había congregado a la mayor audiencia de la historia; a la hora de defender lo que era una falsedad demostrable, una asesora de la Casa Blanca afirmó que se trataba de «hechos alternativos». En este lúcido y perspicaz ensayo, Máriam Martínez-Bascuñán defiende que en aquel momento se acabó una era de la política y empezó otra.

Con la experiencia que le brinda su trayectoria como profesora de Ciencias Políticas y como columnista y directora de Opinión de El País, la autora arroja luz sobre este nuevo paradigma asistida por la presciente inteligencia de Hannah Arendt. El problema de la aparición de hechos alternativos, posverdades y prementiras no es que estos eliminen la verdad –al fin y al cabo, la verdad no es un valor absoluto en política–, sino quedan al traste con el mundo común que de un tiempo a esta parte venía permitiendo la deliberación democrática. Sin una imagen compartida del mundo, se hace inviable un debate acerca de las cuestiones que nos preocupan y nuestra condición de ciudadanos deja de tener sentido. La pluralidad de miradas solo se puede ejercer si todos miramos lo mismo.

Las ideas de Arendt, de una impactante actualidad, y su contraste con las de otros pensadores como Orwell, Foucault o Platón sirven de guía para el análisis de esta nueva realidad, cuya complejidad no puede conducir a la desesperanza.

(Artículo del País)

"LOS MERCADERES". Luis García Montero, El País

'La expulsión de los mercaderes del Templo' (hacia 1600, óleo sobre lienzo) Los negociantes suelen ser gente rencorosa, como muestra...