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Un hombre mira pornografía en una tablet. |
La pornografía es un espejo, obliga a las mujeres afrontar cómo las ven los hombres. Refuerza las definiciones tóxicas de la masculinidad y marca las relaciones sexuales. Estas son algunas de las ideas que expone periodista estadounidense Robert Jensen en su libro ‘Sé un hombre, ensayos contra la masculinidad’, del que ‘Ideas’ adelanta un fragmento
Los espejos pueden ser peligrosos, y la pornografía es un espejo. La pornografía como espejo nos muestra cómo ven los hombres a las mujeres.
No todos los hombres, por supuesto; pero lo que nos muestra es cómo ven a las mujeres muchos hombres que aceptan la concepción dominante de la masculinidad. Y
mirarse en ese espejo resulta inquietante.
Contaré una anécdota al respecto. En una ocasión salí a tomar algo con dos amigas: mujeres, heterosexuales, ambas feministas, de unos 30 años, y con éxito en sus profesiones. Ambas son inteligentes y fuertes, y a las dos les cuesta encontrar hombres que no se sientan intimidados por su inteligencia y su fuerza. Hablamos de hombres y mujeres, de relaciones. Como suele ocurrir, me dicen que me muestro demasiado duro con los hombres. Me dan a entender que, después de tantos años trabajando en la crítica feminista de la industria del sexo y la violencia sexual, me he vuelto insensible y me he obsesionado demasiado con el lado oscuro de la sexualidad masculina. Yo sostengo que simplemente estoy tratando de ser honesto. Hablamos y debatimos sobre el tema, en un tono amistoso.
Al final, les propongo a mis amigas que puedo zanjar la discusión describiéndoles una página web. Les digo: “Si os parece bien, os hablaré de esta web. Pero en caso de que queráis que lo haga, luego no me lo reprochéis”. Cruzan una mirada; dudan. Me piden que continúe.
Unos meses antes, me habían mandado un correo electrónico sobre un portal pornográfico para que le echara un vistazo: una web de vídeos porno del Slut Bus, el “Autobús de las Zorras”. Este es el concepto del Autobús de las Zorras: un grupo de hombres, de unos veintitantos años, recorren la ciudad en una furgoneta, provistos de una cámara de vídeo. Van preguntando a algunas mujeres si quieren que las lleven a algún sitio. Una vez en la furgoneta, les preguntan si estarían dispuestas a mantener relaciones sexuales ante las cámaras a cambio de dinero. Cuando ha terminado el sexo, las mujeres salen de la furgoneta y uno de los hombres les tiende un fajo de billetes como pago. Justo cuando la mujer va a tomar el dinero, la furgoneta arranca y se marcha, dejándola a ella tirada en la acera con cara de tonta. Todos los vídeos parecen seguir la misma estructura “argumental”.
Hay hombres que consumen esta clase de vídeos porno en los que se transmite ese sencillo mensaje: las mujeres sólo valen para tener sexo. Se puede comprar a las mujeres para tener sexo. Pero al final, las mujeres ni siquiera merecen que se les pague por sexo. Ni siquiera merecen que se las compre. Sólo merecen que se las follen, y que se las deje tiradas en la acera, mientras unos tipos postadolescentes se ríen a carcajada limpia y se alejan con su furgoneta; mientras, en sus casas, otros hombres ven el vídeo, se ponen cachondos, se masturban, obtienen placer sexual, eyaculan y, después, cierran el vídeo y siguen con sus vidas. (...)
Me quedo mirando a mis amigas y les digo: “Que conste que lo que acabo de describir es relativamente suave. Hay vídeos mucho más brutales y humillantes que ese”. Permanecemos un rato en silencio, hasta que una de ellas suelta: “No ha sido justo”.
Sé que no ha sido justo. Lo que les había contado era cierto, y me habían pedido que se lo contara. Pero no había sido justo forzarles a ello. Si yo fuera ellas, si fuera mujer, no querría saber cosas así. La vida ya es bastante difícil sin saber esa clase de cosas, sin tener que afrontar que una vive en una sociedad en la que no importa quién seas —como individuo, como persona con sueños y esperanzas, con puntos fuertes y débiles—, porque para los hombres eres algo que te puedes follar, para luego reírse de ti y dejarte tirada en la cuneta. Porque eres una mujer.
—Lo siento —respondí—. Pero me lo habíais pedido.
En una sociedad en la que tantísimos hombres consumen tanta pornografía, esta es la razón por la que no podemos soportar verla por lo que es: la pornografía obliga a las mujeres a afrontar cómo las ven los hombres. Y la pornografía obliga a los hombres a enfrentarse a aquello en lo que nos hemos convertido. El resultado es que nadie quiere hablar de lo que hay en el espejo. Aunque pocos lo admiten, mucha gente tiene miedo de la pornografía. Sus partidarios progresistas que celebran la pornografía tienen miedo de mirar honestamente lo que dice sobre nuestra cultura. A sus detractores conservadores les asusta que la pornografía socave sus intentos de encorsetar el sexo en categorías estrechas.
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