domingo, 31 de agosto de 2025

"LA TRAMPA DE SER FELIZ". Spanish Revolution

Cómo el mandato de la felicidad perpetua refuerza el individualismo, culpabiliza al débil y silencia la protesta

LA FELICIDAD COMO PRODUCTO DE CONSUMO

Nos dicen que seamos felices. Pero no como una posibilidad, sino como una obligación. Una exigencia emocional que ha mutado en dogma de mercado. Desde los anuncios de Coca-Cola hasta los cursos de mindfulness subvencionados por multinacionales que explotan a sus trabajadores y trabajadoras, todo apunta hacia el mismo horizonte: la felicidad como deber, no como derecho.

En este modelo, no estar bien es una forma de traición. El sufrimiento es interpretado como un fracaso personal. La ansiedad, la tristeza o el malestar dejan de ser síntomas de una sociedad injusta para convertirse en defectos individuales. Y lo que es peor: problemas que debes solucionar tú sola, con disciplina, yoga y actitud positiva.

La industria del bienestar factura miles de millones al año vendiendo terapias exprés, retiros espirituales, libros de autoayuda y gadgets que prometen eliminar la ansiedad a golpe de clic. En 2024, el mercado global del “happiness management” superó los 90.000 millones de dólares, según datos de Statista. Pero ¿a quién hace feliz esa felicidad? ¿Quién se lucra del mandato emocional de la sonrisa forzada?

El capitalismo ha secuestrado la emoción más humana para convertirla en una mercancía más. Y como toda mercancía, su distribución es desigual: no hay mindfulness para las limpiadoras de hospital con contratos basura. No hay “gratitud” ni “gestión emocional” que le sirva a una madre sola que no llega a fin de mes.

LA FELICIDAD COMO HERRAMIENTA DE DOMINACIÓN

La trampa es perfecta: si no eres feliz, la culpa es tuya. No del sistema que te precariza. No del alquiler que devora tu sueldo. No del patriarcado que te acosa. No del racismo que te margina. Eres tú, que no sabes ver lo bueno de la vida.

Este discurso no es nuevo. Tiene raíces profundamente reaccionarias. Como señala Eva Illouz, en su ensayo La salvación del alma moderna, la gestión emocional ha sustituido al análisis político. Nos ofrecen recetas individuales para problemas colectivos. Y así desactivan cualquier impulso de protesta.
Porque la felicidad obligatoria desmoviliza. ¿Cómo vas a quejarte si todo el mundo en Instagram parece estar en Bali? ¿Cómo vas a protestar si te han dicho que el universo conspira a tu favor? ¿Cómo vas a hacer huelga si tu jefe te ha puesto una mesa de ping-pong en la oficina y un coach motivacional para los lunes?

La cultura de la positividad perpetua es profundamente autoritaria. Censura el conflicto, desprecia el duelo, criminaliza la tristeza. Reemplaza la solidaridad por coaching. El llanto por meditación guiada. Y la rabia por frases de Paulo Coelho en formato story.

Las empresas han entendido el filón. Cada vez más se promueve un "liderazgo emocional" que pretende gestionar el descontento con abrazos grupales y dinámicas de equipo, mientras se recortan derechos laborales. El resultado es un malestar silenciado, encapsulado, patologizado. La depresión ya es la principal causa de discapacidad en el mundo. Pero seguimos diciendo que el problema es no hacer suficiente journaling.

FELICIDAD SIN JUSTICIA ES PROPAGANDA

Lo más perverso de todo es cómo este mandato emocional se ha infiltrado también en las políticas públicas. Las y los gobernantes han aprendido a prometer felicidad en lugar de derechos. Le hablan a la “clase media aspiracional”, no a las cuidadoras explotadas ni a quienes no pueden pagar la luz. Apelan al bienestar emocional, mientras destruyen el bienestar material.

Y no, no se trata de despreciar la alegría. Se trata de entender quién decide cuándo es legítimo estar mal. Porque a la trabajadora que llora en el baño del supermercado le dicen que no dramatice. Pero al empresario que se quiebra en un TED Talk por “sus comienzos duros” se le aplaude como un héroe.

Quizá lo más revolucionario hoy no sea buscar la felicidad, sino permitirse estar tristes, enfadadas, agotadas. Compartir el dolor, colectivizarlo, entender que no es individual, sino sistémico. Porque cuando el sistema te dice que “hay que ser feliz”, lo que realmente te está diciendo es: “calla, no jodas el negocio”.

No queremos felicidad en PowerPoint. Queremos dignidad. Y la dignidad no siempre sonríe.

viernes, 29 de agosto de 2025

"'Universalismo radical’: Ni Dios puede saltarse la ley (moral)". Manuel Cruz El País 11 AGO 2025

El filósofo israelí-alemán Omri Boehm,
El filósofo israelí-alemán Omri Boehm, crítico con el conflicto en Palestina, cuestiona la asunción acrítica del concepto de identidad de grupo y defiende la universalidad de la idea de humanidad

 No es casualidad que el autor de este libro viera vetada su intervención en los actos conmemorativos del 80º aniversario de la liberación del campo de concentración de Buchenwald, como consecuencia de las presiones de la Embajada de Israel en Berlín. El motivo del veto era la presunta relativización del Holocausto que habría hecho Omri Boehm tanto en sus textos como en sus intervenciones públicas.

Pero cualquier lector que se acerque al discurso que el filósofo israelo-alemán tenía previsto pronunciar (vid. El País del pasado 12 de abril) podrá comprobar lo injustificado del motivo aducido. Nada más alejado del estilo filosófico de Boehm que la relativización de lo que fue de trascendental gravedad (el intento de exterminio de todo un pueblo) ni el trazo grueso de la demagogia (en la que sí incurrieron quienes le vetaron) para abordar lo que requiere matices. En Universalismo radical. Más allá de la identidad, dicho estilo se hace particularmente patente, con las categorías filosóficas clásicas puestas al servicio de una correcta y afinada inteligibilidad de lo histórico-social.

Proceder de esta manera le permite a Boehm percibir aspectos de lo real que se les escapan sistemáticamente a todos los que opinan de prestado, o por cuenta ajena. Estos últimos incumplen la exhortación kantiana a pensar por sí mismos (a utilizar el propio intelecto sin la guía del otro, si se prefiere la formulación clásica), lo que irremediablemente les condena a no entender el mundo. Es el precio que pagan por priorizar la autoridad de los demás, el confortable conformismo a los dictados de la mayoría que hoy adopta la específica forma —socialmente aceptada, cuando no abiertamente inducida desde el poder— de la asunción de la identidad del grupo al que se cree pertenecer (y a la que se alude en el subtítulo).

Frente a esta empobrecedora tentación, Boehm alza la bandera del universalismo. No de un universalismo cualquiera —para él existe un falso universalismo, representado por un liberalismo consensualista-constructivista— sino del que bebe de la tradición kantiana que, a su vez, realiza una específica operación sobre la idea de humanidad ya presente en los textos bíblicos. La operación consiste en traducir dicha idea al pensamiento secular sin volver a caer en la fe religiosa o en una reducción científica. Es precisamente en este punto donde, sostiene Boehm, se tiene que ubicar la radical aportación de Kant, a saber, la de plantear por vez primera “la idea de humanidad como un concepto moral”.

Se trata, en efecto, de un giro copernicano en materia de pensamiento, consistente en apelar a la universalidad de la ley moral como la instancia última que ni el propio Dios podría desobedecer (“¿Acaso el juez de toda la tierra no debe hacer lo que es justo?”, se lee en Génesis, 18, 25). Sin que sea contraargumento la obviedad de la existencia de leyes injustas: una ley injusta no es tal ley, como ya afirmara San Agustín y repitiera, gustoso, Martin Luther King. La fuerza vinculante de las leyes deriva de la idea de dignidad que atribuimos a los seres humanos. De ahí que la celebración nihilista del poder y del interés propio (pinza en la que tienden a coincidir la peor izquierda y la peor derecha) constituya el verdadero enemigo de la justicia en nuestros días. Y la historia ha acreditado no conocer mejor antídoto contra la injusticia que moralizar la vida pública a través de la reivindicación de lo digno de ser universalizado.

martes, 26 de agosto de 2025

"SERES ERRANTES". Un artículo de Irene Vallejo, El País 24 AGO 2025

Fernando Vicente
Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger

En la escuela fui la rara oficial. Dentro de mi cabeza hervían ideas que yo creía fabulosas, pero aburrían a los demás. Era torpe en las conversaciones relajadas, nadie entendía mis chistes, tenía gustos estrafalarios y parecía condenada a no encajar. Por ser extraña, pagué el peaje del acoso escolar. Nacida en la misma ciudad de mis compañeros, compartíamos idioma, costumbres, inmadurez y series de televisión. No había choque de civilizaciones, la rareza era vocacional: de mayor quería ser ciudadana excéntrica.

Aquellos años vienen a mi cabeza cuando oigo decir, quizá a las mismas voces de mi infancia asediada, que los extranjeros ponen en peligro nuestro ser y tradiciones. Por lo visto, alguien olvidó entregarme el manual de coros y usanzas de nuestra asediada aldea gala. Nunca me sentí parte de una uniformidad, sino de una comunidad. Sin duda los distintos necesitan voluntad de entenderse, pero, como aprendí en la niñez, la igualdad obligatoria asfixia. Para los raros locales, esas personas que nunca cumplimos los requisitos, lo diferente es aquello que nos hace sentir en casa. La extrañeza puede ser un hogar.

Dicen que la inmigración nos hunde en la mezcla y el desorden. A la vez, abrazamos una homogeneidad sin precedentes y con marchamo occidental. Aquí y allá las mismas marcas venden idénticos productos y fabrican en serie nuestra ropa. Los escaparates son iguales en las millas de oro de las capitales, escuchamos canciones con millones de descargas, imitamos a celebridades mundiales estereotipadas y un cóctel explosivo de propaganda y algoritmos nos configura según sus moldes. Se diría que el caos de la pluralidad no es nuestro problema más alarmante.

Alimentamos una falsa imagen de la pureza del pasado. Desde que partimos de nuestro primer hogar en África, somos seres errantes, en su doble sentido, criaturas que vagabundean y se equivocan. En la Roma imperial, tres cuartos de la población eran descendientes de esa inmigración forzosa llamada esclavitud. El historiador Suetonio menciona que ya Julio César encargaba espectáculos en distintas lenguas para la Urbe. Según las fuentes, los senadores se burlaban del latín con tonalidad bética del emperador Adriano —ya habían inventado el estigma del acento—. El campeón de los nostálgicos de la identidad perdida, Juvenal, hervía de indignación viendo Italia ocupada por esas gentes insufribles cuya patria habían invadido las legiones romanas: “No soporto una ciudad llena de griegos; Siria desembocó en el Tíber y trajo consigo su lengua y sus costumbres”. Menciona a moros, sármatas y tracios, se enfurece por la prosperidad de ciertos extranjeros.En la que fue, posiblemente, la mayor oleada de emigración ilegal en la historia, los colonos europeos de época moderna abandonaron su terruño para instalarse en otros continentes sin la cortesía de pedir permiso a los habitantes autóctonos. Por otro lado, cuando italianos, irlandeses, polacos y alemanes llegaron a la tierra de las oportunidades, los estadounidenses catalogaron a aquellos judíos y católicos como amenazas para la nación, imposibles de asimilar. En 1914 el conocido sociólogo Edward Ross opinó que admitir a europeos “atrasados” supondría “un deterioro de inteligencia, un suicidio racial”. Su colega Edwin Grant reclamaba “deportaciones sistemáticas que limpien eugenésicamente América de la escoria del melting pot”. Hoy, sus descendientes —según decían, imposibles de integrar— ocupan cargos en parlamentos, tribunales, universidades y grandes empresas, incluso la presidencia del país. En realidad, cualquier tiempo pasado fue impuro y desordenado. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 25 de agosto de 2025

"HACER LA GUERRA!". Un libro de Simone Weil


Simone Weil, filósofa, revolucionaria y mística francesa, descrita por Albert Camus como «el único gran espíritu de nuestro tiempo», vivió dos guerras mundiales y participó en la guerra civil española. Este libro es una muestra de la evolución de su postura en relación con los conflictos armados, desde unas primeras reflexiones cercanas a los discursos pacifistas por principio (de los que más adelante se desmarcó) hasta el elogio de la valentía, de la acción y del combate. El enfoque sutil con el que aborda los dilemas, contradicciones y matices en torno al uso de la fuerza dialoga elocuentemente con nuestro presente.

domingo, 24 de agosto de 2025

"ESTOY RODEADO DE ASESINOS, PERO TÚ TRANQUILO". Berna González Harbour, El País 23 AGO 2025

El 'influencer' Raphael Graven conocido como 'Jean Pormanove',
en una imagen de su cuenta de Instagram.
La era de la crueldad se va instalando entre nosotros cuando la maldad se convierte en diversión. O en política de Estado

Que Hannibal Lecter no es solo un producto del cine lo sabemos. Que hay asesinos, psicópatas y maltratadores alrededor nos consta de sobra. Pero que eso se convierta en diversión masiva, que una constelación de cientos de miles de personas disfruten en secreto del dolor ajeno, que se diviertan con ello en la intimidad de sus habitaciones mientras una plataforma gana audiencia y dinero con el espectáculo habla demasiado mal de nosotros.

El maltrato se ha hecho negocio. Sin filtros, sin reglas, sin árbitros.

La muerte de Raphaël Graven, un exmilitar francés de 46 años que se dejaba golpear, humillar e insultar en directo para distracción de sus seguidores, nos pone ante un espejo de nuestra sociedad que no queremos, pero que debemos mirar. El streamer murió mientras dormía durante una maratón sádica que llevaba emitiéndose 24 horas al día desde hacía diez jornadas. Que la autopsia desvele que no murió de los golpes tal vez deje a sus agresores más tranquilos, pero nadie debería estarlo ante la impunidad con que han actuado durante días, meses y años mientras ejercían la violencia.

Francia está conmocionada, nos dicen, al sumar este caso de sadismo colectivo convertido en entretenimiento al de Gisèle Pelicot, la mujer violada por decenas de hombres tras ser drogada por su marido, que la ofrecía en Internet como si fuera una olla exprés en Wallapop. El susodicho, además, la grababa. Esta misma semana, Facebook cerró un grupo en el que cientos de hombres compartían imágenes íntimas de sus mujeres sin su consentimiento. Se llamaba Mia moglie y llevaba funcionando siete años. Como se graban y comparten violaciones grupales.

¿Estamos enfermos? Cuando la maldad se convierte en diversión y eso se convierte en una actividad sostenida durante años sin que salten las alarmas de quien participa o lo atestigua, algo grave está fallando en nuestra sociedad. No en vano, estos sucesos coinciden con un tiempo en que la crueldad se ha vuelto política de Estado. Lo es en Israel y lo es en EE UU, donde la exhibición del poder frente al vulnerable incluye su aniquilación, su deportación, su borrado. Lo es para Vox y los grupos xenófobos, que ponen en la diana a quienes tienen la piel más oscura.

También estos días, una mujer se arrojó por la ventana en Llíria (Valencia). Días antes había logrado escapar de un secuestro de 12 días en que su pareja la violó, incomunicó y maltrató. Su muerte no contará en la lista de asesinatos pero, como la de Raphael Gräven, nos habla de quienes mueren rodeados de asesinos. Vosotros, tranquilos.

sábado, 23 de agosto de 2025

"MI ABUELA 'CROSFITERA'". Najat El Hachmi, El País 01 AGO 2025

Observo a esos hombres jóvenes cargando como Sísifo con mancuernas y pesas rusas y no puedo evitar acordarme de la pobre Mimount y sus cántaros de agua dulce

Si hubiera podo acceder a uno de los muchos gimnasios que pueblan nuestras modernas ciudades occidentales, mi abuela no entendería a qué viene tanto sudor, tanto sofoco y todos esos exagerados resoplidos que sueltan los jóvenes de músculo atrofiado al levantar pesos que a ella le parecerían de lo más livianos. Y no porque fuera especialmente forzuda, era una mujer normal en un mundo rural sin ayudas para nada, ni cochecitos para transportar criaturas ni lavadoras. En la aldea las máquinas eran ellas.

Observo yo a esos hombres jóvenes (y cada vez más mujeres) cargando como Sísifo con barras y enormes pelotas negras, mancuernas y pesas rusas, y no puedo evitar acordarme de la pobre Mimount. Toda su vida estuvo trayendo el “agua dulce” en un cántaro cuya forma esférica me fascinaba de pequeña. Casi tanto como los vientres hinchados de las mujeres embarazadas. ¿Cuánto pesaría el botijo fresco del que bebíamos todos? ¿De qué materia resistente estaba hecha la madre de mi padre para ir y venir por el largo camino a la fuente así cargada, tantas veces a lo largo de toda su vida? Cuando no era el cántaro, era el hatillo de ropa húmeda lavada en el río, el enorme bulto de ramillas para el fuego, estampa que quedaría en el ojo del extranjero como símbolo del sometimiento de las moras a esos hombres que las dejaban ocuparse de las más arduas tareas. Y es que en mi cultura de origen, patriarcal y rural, se transmitieron toda suerte de valores sobre lo que eran o tenían que ser las mujeres, pero por lo menos nos ahorraron ese tan victoriano que vinculaba feminidad con falta de fuerza física, con fragilidad y delicadeza, incluso pequeñez y delgadez. Quién sabe si la promoción del modelo anoréxico de belleza no tenga su origen en esa idea romántica de la damisela pálida a punto siempre de desfallecer. Una imagen que habría sido desmontada con solo echarle un vistazo a las trabajadoras en fábricas, en minas y el campo de esa Europa decimonónica, y que eran de todo menos debiluchas enclenques.

Todo esto pienso para distraerme mientras cumplo con el imperativo salubrista de pasar un aburrido rato en la elíptica. Voy sin ir a ningún lado mientras mis compañeros de sala siguen cargando pesos inútiles por buscar el estímulo perdido del músculo que antaño servía para ganarse uno el sustento. Mi abuela se reiría de nosotros, los que vamos al gimnasio a sudar y pagamos por ello. No entendería que Sísifo, ya liberado del castigo divino, sufre el dolor de la inactividad y el sedentarismo y ahora lleva la roca para no morir.

viernes, 22 de agosto de 2025

"HAY QUE DETENER A ISRAEL". Iris Leal (novelista y columnista política del diario israelí Haaretz). El País 22 AGO 2025

El país al que huyó mi padre, un Estado fundado como refugio para los supervivientes del Holocausto, está matando de hambre a niños. Es posible cruzar la línea que separa a la víctima del verdugo

Igual que las fotografías en blanco y negro que se graban a fuego en la psique de todos los niños israelíes en el Día en Memoria del Holocausto —unas imágenes cuyo propósito es garantizar que nunca olviden lo que se le hizo a su pueblo—, veo ahora las imágenes que llegan de Gaza. Las imágenes de Muselmen, un término cargado de cruel ironía, acuñado en los campos, que significa “hombre musulmán” y se utiliza para describir a esas figuras esqueléticas que se encuentran en las últimas fases de la inanición. Veo cuerpos macilentos de adultos y niños física y mentalmente destruidos, con las mejillas demacradas, los ojos hundidos y una única expresión que es el reconocimiento mudo de la muerte inminente.

Soy la segunda generación de una familia superviviente del Holocausto. Mi padre llegó a Israel con su hermana mayor dentro de la Aliá de “los niños de Teherán” —sí, otra ironía—, así llamados porque viajaron a través de Teherán y permanecieron allí, hambrientos y desamparados, antes de embarcar hacia Palestina. Él tenía seis años y ella ocho. Huyeron de Polonia a Siberia, donde su madre, mi abuela, murió de tifus delante de ellos. Mi padre nunca hablaba de sus experiencias. Pudimos reconstruir los fragmentos de su infancia a partir de las historias que nos contó mi abuelo, que llegó a Israel años después.

Ahora, el mismo país al que huyó mi padre, un Estado fundado como refugio para quienes sobrevivieron al Holocausto, está matando de hambre a niños e impidiendo que los bebés tengan acceso a leche de fórmula. Sus soldados disparan contra las multitudes hambrientas que se amontonan alrededor de los camiones de ayuda para hacerlos retroceder.

Si alguien me hubiera dicho, cuando se fundó este país, que llegaría un día en el que un Gobierno odioso encabezado por Benjamín Netanyahu iba a imponer deliberadamente el hambre en Gaza, me habría parecido inimaginable. Aunque me lo hubieran dicho en hebreo, me habría parecido una lengua extranjera. Los campos de concentración. El asesinato en masa de civiles. La destrucción sistemática de infraestructuras. El hambre como herramienta de dominación. La aniquilación de familias enteras. Creía que estos eran unos horrores que solo existían en el vocabulario histórico alemán.

Sin embargo, el 7 de octubre, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, calificó a todos los gazatíes de “animales humanos” y anunció el asedio total. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, declaró que no se permitiría la entrada de ni un solo grano de comida. Varios generales retirados propusieron la estrategia de matarlos de hambre y elaboraron los planes. Los manifestantes de extrema derecha impidieron el paso de los convoyes de ayuda. Casi ningún periodista alertó a la población. Los principales medios de comunicación dieron pocas informaciones, hasta hace solo unos días. La oposición continúa en silencio.

Y así hemos llegado a este momento en el que mi país está inventando cada día nuevas formas de morir: por bombardeos aéreos, francotiradores, hambre, sed, asfixia o sepultados bajo los escombros. Ahora, con los hospitales en ruinas y tantos médicos asesinados, la muerte llega por falta de atención médica. Los voluntarios extranjeros que han entrado en este infierno cuentan que los trabajadores sanitarios de Gaza han adelgazado hasta 30 kilos. Trabajan envueltos en la bruma provocada por el hambre, mareados después de varios días de subsistir con un solo plato de arroz.

Después de una semana de silencio, mi contacto en Gaza respondió a mi mensaje. “No estoy bien”, escribió. “Estoy exhausto todo el día por falta de comida. Mi estado mental es el peor que he tenido jamás”. Leí sus palabras y lloré. Era lo único que podía hacer por un hombre al que mi país está matando poco a poco. Llorar y escribir. Llorar y protestar. Dos días después, con nuestra mesa de viernes por la noche rebosante, vuelvo a preguntarle. ¿Ha conseguido comer? “Sí”, responde. “Pero solo una vez. Una comida al día”.

La pregunta de cómo sucedió —cómo dejaron los alemanes y los polacos que se desencadenara el horror, cómo vieron el humo de las chimeneas, la llegada de los trenes y la construcción de la maquinaria de la muerte y no ofrecieron resistencia— atormenta a todos los israelíes. Quienes han leído a Primo Levi, el cronista más importante del Holocausto y superviviente de Auschwitz, conocen su advertencia. Pero fue, sobre todo, una advertencia para los judíos: “Porque Auschwitz lo crearon unos seres humanos”, dijo, “y nosotros somos seres humanos”.

Hoy debemos afrontar sin reservas lo que muchos israelíes siguen rechazando con una actitud furiosamente defensiva: que, aunque el Holocausto fue un acontecimiento singular en la historia de la humanidad, es posible cruzar la línea que separa a la víctima del verdugo.

Todavía hay israelíes que no han perdido los rescoldos de la conciencia. Se manifiestan en la calle llevando fotografías de niños hambrientos en Gaza. Cargan con sacos de harina y se arriesgan a sufrir agresiones de transeúntes que les gritan “traidores”. Muchos israelíes, torturados por el recuerdo de la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre, piensan que el Holocausto ha vuelto. Sumidos en el terror y la impotencia, han permitido que esta guerra se convierta en una bárbara cruzada de venganza, al servicio del espejismo de una victoria total. Hay que detenernos, hay que detener a nuestro Gobierno.

Donald Trump y Benjamín Netanyahu —dos líderes carentes de empatía— forman una alianza tóxica. El mundo debe intervenir. Hay que obligar a Israel a inundar Gaza de alimentos. Hay que levantar hospitales de campaña para tratar la desnutrición aguda en los lugares en los que ya no basta con llevar comida y agua. Hay que enviar médicos para sustituir a los que han resultado heridos o han muerto por los ataques israelíes. Israel debe declarar un alto el fuego inmediato, lograr la liberación de todos los rehenes, retirarse de Gaza y, si se le solicita, ayudar a reconstruirla.

Después de todo eso, la sociedad israelí deberá iniciar una larga labor de expiación: un Yom Kippur de un año de duración que incluya el ayuno, la introspección, la confesión, el remordimiento y la petición de perdón.

jueves, 21 de agosto de 2025

"RESULTA QUE ERA UN SINVERGÜENZA". Juan José Millás, El país 10 AGO 2025

El expresidente del Gobierno Mariano Rajoy y
su entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro

Decía Borges que un rasgo típico de la realidad es que parezca un sueño. Observen con atención la imagen: ¿no les parece un fotograma de carácter onírico? Podría pertenecer a un instante de una película soñada por Hitchcock. Fíjense en el mobiliario oscuro, clásico, y en las escaleras que suben, aunque bajan también. La escalera es el invento más ambiguo de los concebidos por los seres humanos, pues sirve para hacer una cosa y su contraria. Y bien, en medio de ese decorado un hombre, el que permanece de pie, informa al otro de algo. Quizá, más que informarle, le intenta convencer. Pero el otro no se deja. Reparen en esa mirada de desconfianza, en esa expresión retraída, en el modo en que le apunta con el bolígrafo o la pluma de escribir, como diciéndole:

—Si te acercas, te pincho.

Montoro siempre hablaba cargado de razón. Cargado de razón, queremos decir, como se encuentra cargada de balas una pistola. Disparaba al menor movimiento de discrepancia. Se creía (o aparentaba creerse) de tal modo lo que decía, que también tú acababas admitiéndolo. Recuerdo cuando hallándose en la oposición juraba y perjuraba que lo adecuado, en los tiempos de crisis, era bajar los impuestos en lugar de subirlos. Le parecía tan de tontos no hacerlo que se mesaba desesperadamente los cabellos. Se había quedado calvo de mesárselos ante la ignorancia de los otros. Yo mismo estuve a punto de escribir una carta al presidente del Gobierno urgiéndole a que le hiciera caso para salir del caos. Al día siguiente de ganar las elecciones, los subió todos. ¿Por qué? Porque era un sinvergüenza (supuesto).

miércoles, 20 de agosto de 2025

"CUATRO MIL MUERTOS EN BADAJOZ". David Uclés, El País 16 AGO 2025

'Fusilamientos en la plaza de toros de Badajoz',

de Martí Blas, en el Museo Nacional de Arte de Catalunya.

Si viviéramos en Badajoz y estuviéramos en 1936, este fin de semana irrumpiría en nuestra tierra una horda de hombres salvajes, como la que vimos en Torre Pacheco hace días blandiendo machetes, y les abrirían las carnes a nuestros padres, horadarían las frentes de nuestros hermanos pequeños y desaparecerían a nuestros amigos. Los amontonarían en el ruedo de la plaza de toros y los fusilarían, y llenarían la calle del Obispo de sangre y el río Guadiana, que se tintaría de encarnado desde las Tablas de Daimiel hasta el Atlántico. Los extranjeros hospedados en la ciudad huirían con el estómago plegado y ya no podrían ingerir sólido alguno, y sus testimonios sobre la barbarie serían puestos en duda por los descendientes de un luengo Estado fascista, testimonios como el siguiente de Jay Allen:

“Esta es la historia más dolorosa que me ha tocado escribir. La escribo a las cuatro de la madrugada, enfermo de cuerpo y alma. […] Vengo de Badajoz. […] Subí a la azotea para mirar atrás. Vi fuego. Están quemando cuerpos. Cuatro mil hombres y mujeres han muerto. […] A la plaza de toros fui. […] Filas de hombres, brazos en aire. Eran jóvenes, en su mayoría campesinos, mecánicos con monos. Hay ametralladoras esperándolos. Después de la primera noche se creía que la sangre llegaba a un palmo por encima del suelo. Hay más sangre de la que uno pueda imaginar…”.

Estos idus de agosto se acaban de cumplir 89 años de la masacre de Badajoz, pintada magníficamente por Martí Blas tan solo unos meses después, quien demostró un gran arrojo al atreverse a inmortalizar estos sucesos en mitad de la guerra, como también hizo Chaves Nogales con A sangre y fuego. Muchos dicen que la obra de Blas es tan importante como el Gernika, o incluso más, pues el número de víctimas extremeñas fue tres veces mayor. Yo les doy el mismo valor.

Juan Yagüe Blanco, que hoy bien podría presentarse a encabezar Vox y ganaría, cargó con el siguiente apodo: el Carnicerito de Badajoz. Quizás porque fue él quien dirigió aquella columna de la muerte, formada por hombres salvajes de bocas espumosas que graznaban un supuesto amor hacia la patria mientras rasgaban carne con las manos. Juan Yagüe, cuyo apellido da nombre todavía a un barrio de Logroño, para vergüenza de sus habitantes. Yagüe, el autor de estas palabras: “Naturalmente que los hemos fusilado. ¿Qué se podía esperar? ¿Pensaban que me llevaría conmigo a cuatro mil rojos mientras mi columna avanzaba luchando contrarreloj? ¿Debería dejarlos en libertad a mis espaldas, permitiéndoles que hicieran nuevamente de Badajoz una ciudad roja?”.

Pese a la poca duda que levantan estas palabras acerca de lo ocurrido, o los testimonios de los periodistas portugueses que fueron testigos de la masacre, todavía hay quienes niegan lo que sucedió allí y afirman que solo fueron asesinadas un centenar de personas y no 4.000, como si las cifras dieran o restaran valor a lo sucedido. Niegan lo innegable y acaban creyéndose su propia mentira. Por ello, hace años, antes de rematar La península de las casas vacías, me hospedé en Badajoz varios días para aclarar esta confusión. Mi primera visita no podía ser otra: la plaza de toros. Recuerdo que los guardias de seguridad del palacio de congresos —donde antiguamente estaba la plaza, antes de que la derribaran, no fuera a ser que el pueblo recordara lo acontecido— no me dejaron acceder al rincón de memoria histórica que hay en el subsuelo del edificio, pero yo estaba dispuesto a colarme si no me permitían la entrada. Lo intenté tres veces sin éxito, hasta que una encargada me coló, encendió las luces de la sala y, como quien enseña algo prohibido, me dijo: tienes solo cinco minutos.

Apenas me dio tiempo a nada; sí a comprobar que el material era insuficiente y que, en cualquier caso, debía estar menos oculto, así como señalizado su acceso desde el exterior. Necesitaba ampliar la información y aclarar si hubo o no hubo masacre. Así que salí impaciente a buscar a los pacenses más viejos de la ciudad, aquellos con las orejas más largas, para preguntarles por lo sucedido. Charlé con una decena de ellos; por ejemplo, con E., un hombre de 100 años que se echó a llorar nada más sacarle el tema, apoyado en su andador junto a la catedral de la ciudad. “Recuerdo a mi padre volver a casa temblando. Estaba completamente ido. Había presenciado lo ocurrido en la plaza. Fue la noche más horrible de nuestra vida. Nunca se recuperó de eso y tampoco lo volvió a mentar. Aquello era el infierno, nos dijo. Y nada más”.

Gracias a Dios que existe algo que algunos, por más que lo deseen, no pueden demoler: la memoria. Esta es difícil de extirpar, porque se ha de hacer de raíz, y, si no se ejecuta de forma integral, suele brotar una y otra vez hasta que se hace justicia. Porque cualquier trocito de raíz cercenada brota, incluso cuarenta años después, y con la misma fuerza. Aunque no sin esfuerzo, amenazas y miedo. Pero miedo no hemos que tener y hemos de alzar la voz y señalar las conductas racistas, desmemorialistas, fascistas, violentas y segregadoras. ¡Lo digo sin que me tiemble el pulso!

Si el país entrara en un período de inestabilidad política y cayera en un estatus sin protección legislativa fuera de los signos democráticos, las hordas xenófobas que hace unos días quisieron matar en Torre Pacheco se habrían terminado de envalentonar. Habrían tenido que volver a afilar las hojas de sus machetes al día siguiente; habrían cortado veta y hueso, y no palabras huecas.

El último Gobierno legítimo de la II República no actuó a tiempo: no consideró posible que parte del pueblo pudiera llegar a sembrar las tripas del vecino en su propio campo y no ejecutó las medidas disponibles para pararle los pies a aquellos primeros sanguinarios golpistas que dibujaron con bilis sobre nuestro país los escaques de un enorme tablero de ajedrez. Como consecuencia directa, la bestia fascista se fue alimentando de cuerpos eviscerados y haciéndose más grande, como el estómago del volcán en mi novela, y acabó provocando, muy astutamente, una guerra entre nosotros —que evolucionaría a un estado opresivo, dictatorial y autofagocitante—. El fascismo estrujó la tierra de esta Península (Portugal tampoco se libró de sus garras) para sacarle el poco jugo que le quedaba y construir sobre la era baldía pueblos de casas vacías, amnesia y silencio.

Animo a todos los lectores a que acudan a ese punto de información de memoria histórica de Badajoz, situado en la planta baja del Palacio de Congresos Manuel Rojas, y a que busquen a los viejos de orejas largas y charlen con ellos, antes de que el tiempo deshaga los lazos memorísticos que nos unen todavía a aquella generación mutilada.

David Uclés es escritor. Su último libro es La península de las casas vacías

domingo, 17 de agosto de 2025

"DE ESO VA TODO". Juan José Millás, El País 17 AGO 2025

Zainab Abu Haleeb, una niña palestina de cinco meses completamente desnutrida,
recibe tratamiento en el hospital Nasser en Jan Yunis.

Usted, tranquilo, que esto no va con usted. Las costillas de esa bebé desnutrida no son las suyas, ni siquiera son las costillas del mundo ni, por lo tanto, las de Europa. Tampoco son las costillas de la decencia ni de la moral públicas, son unas costillas individuales, unas costillas de cartílago, ya que no han comenzado a osificar. Resultan fáciles de ver porque el esqueleto asoma con el hambre y eso es lo que le pasa a la niña, que tiene hambre. Lleva muchos días sin comer por decisión de algún general de ejército judío, uno de los más poderosos del mundo. La pequeña, según Netanyahu, pertenece a una organización terrorista que hay que exterminar. Mientras lo logra o no, va aniquilando cualquier vestigio de vida que se atraviesa en su camino.

Ahora le ha tocado a esta bebé cuyas piernecitas parecen las patitas de un pájaro perfectamente a juego con el rostro afilado y envejecido, que son signos también de la penuria que la consume. Como la fotografía tiene sus límites, en la imagen no se aprecia, pero lo más probable es que, además del abdomen hinchado, tenga la piel seca, lo que provoca una picazón insoportable. Llora también por eso, por la picazón y por las agujas con las que la mantienen intubada. Conocido su estado, es casi imposible que llegue a gatear algún día, que llegue a hablar, que se llegue a sentar. Ocupará un espacio minúsculo en un agujero hecho en el mismo suelo sobre el que quizá, una vez exterminados todos los gazatíes, se levante una urbanización de lujo en la que los ricos de este mundo puedan pasar al fin unos días de descanso. De eso va todo.

sábado, 16 de agosto de 2025

"ARDE LO PÚBLICO". Juan José Millás, 14 Agosto 2025

Arde el país como una carta vieja de amor en la chimenea de la pereza

Arde el monte abandonado, arde la encina centenaria dejada de la mano de Dios, arde la mezquita de Córdoba, utilizada de almacén, arden las Médulas, sin un plan de protección integral contra el fuego. Arden las vigas de la historia, arden las cuadernas de la nave en la que veníamos sorteando tormentas y tifones sin fin desde el homínido hasta el supuesto Sapiens. Arde el país como una carta vieja de amor en la chimenea de la pereza.

Arden las listas de espera: tres meses para el médico de asistencia primaria, seis para la operación, un año para la asistencia psiquiátrica, dos para el entierro. Arde la universidad pública. Arde la beca que no llega, arde el profesor que se jubila y no es sustituido, arde la biblioteca cerrada por falta de personal. Se abrasan Shakespeare y Cervantes y López de Vega y Calderón y Joyce y Kafka e Idea Vilariño y Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou y San Juan de la Cruz y Gabriela Mistral y hasta Rubén Darío arde recitando para sí mismo los versos de Lo fatal: "Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, /ni mayor pesadumbre que la vida consciente".

Arden los versos y la prosa, arden los servicios subcontratados, las responsabilidades externalizadas, arden los trabajos precarios y las nóminas. Arden el precio de la cesta de la compra, el de la cultura y arde el alquiler de la habitación, arde el artículo 47 de la Constitución que consagra el derecho a una vivienda digna. Arde el piso de los padres que hay que vender aprisa y corriendo para pagar sus últimos cuidados.

Arden las ayudas a la dependencia, tan lentas que llegan cuando el dependiente lleva seis o siete meses enterrado. Arde la burocracia que pide para todo un papel que no existe (si existiera, inventarían otro irreal). Arde el funcionario que cierra la ventanilla con el gesto del que baja la guillotina. Arde también la xenofobia, el miedo al otro, a lo otro, y hasta a la otredad que habita en cada uno de nosotros. Todo es fuego lento o dinámico, de brasas frías o enérgicas, país en llamas macroeconómicas pomposas y en combustión microeconómica silente. Ardemos en medio de un humo de resignación. Arde lo público y en sus llamas se abrasan los contribuyentes y sus bienes.

Fotografía, Lalo R. Villar

miércoles, 13 de agosto de 2025

"‘LOCUS HORRIDUS’: EL SENTIDO DE LA BANALIDAD DEL MAL EN GAZA". Ana Carrasco-Conde, El País 11 AGO 2025

Martín Elfman
Quien ordena matar de hambre a la población, ¿no sabe lo que está haciendo? Quien dispara a quien busca víveres, ¿es un cumplidor de la ley?

Cuando Jean Améry escribió sobre su experiencia en los campos de concentración y describió las torturas a las que se vio sometido durante su encarcelamiento en Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia (1966), la polémica tesis sobre la banalidad del mal propuesta por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén (1963) ya contaba con cierta aceptación y se iba consolidando. Era duro aceptarlo. Con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los mayores tópicos a la hora de explicar el mal en situaciones que no nos entran en la cabeza, aunque nos echemos las manos a ella. Se emplea muchas veces así como lugar común, como especie de locus amoenus horaciano transformado en locus horridus, es decir un lugar espantoso, sobrecogedor e inquietante, deshumanizado y atravesado de fuerzas indómitas, como se reformula en la literatura medieval. Aparece antes en la tradición hebrea, como en Deuteronomio 32:10, donde se asocia al páramo y al aullido de alimañas (yelel, en hebreo yəlêl). Efectivamente, es horrendo si pensamos que cualquiera puede hacer el mal, cualquiera puede ser un monstruo o una alimaña, cualquiera puede colaborar activamente o con su inacción a una matanza y tener al mismo tiempo la conciencia tranquila al no reflexionar sobre sus consecuencias.

Con el genocidio en la Franja de Gaza ha irrumpido con fuerza la formulación de Arendt. Estamos ante un ejemplo de banalidad del mal, aunque al sostener tal cosa podemos incurrir en un ejercicio de banalización del daño que, lejos de ayudarnos a entender, cierra la discusión al etiquetarla. Sin embargo, precisamente lo que quiso Arendt fue abrir la reflexión para favorecer la comprensión de las causas y consecuencias de ciertos fenómenos asociados a una ideología totalitaria cuando queda alterada la capacidad de juzgar moralmente.

Vayamos a la tesis de Arendt muy esquemáticamente. Sus reflexiones se centraron en dos elementos: la colaboración de los Judenräte con las SS y el papel del burócrata Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y responsable de la logística de transporte. Todas las descripciones de Eichmann coinciden: un hombre gris y mediocre, un cualquiera. En su defensa se presentó como “un ciudadano cumplidor de la ley”, como se titula el capítulo octavo del informe de Arendt. Nunca se consideró culpable porque “solo” seguía órdenes. Esto conduce a Arendt a enfocar el problema del mal en la capacidad de juzgar o, mejor dicho, en la incapacidad de reflexionar sobre las consecuencias de los propios actos. De ahí la noción de banalidad: el mal no es banal porque sea trivial sino porque, frente a la tesis kantiana del mal radical, el mal puede extenderse superficialmente en el momento en el que los seres humanos dejan de cultivar su reflexión. Dejan de ser personas para transformarse en seres sin conciencia. Nada más nihilista y peligroso. En una carta a Gershom Scholem de 1963 escribe: “Puede crecer desmesuradamente y reducir el mundo a escombros porque se extiende como un hongo por la superficie”. Cuando toleramos el mal o lo justificamos, lo perpetuamos y lo extendemos. Eichmann era un cualquiera. Cualquiera puede cometer un genocidio. Pero no, no cualquiera puede.

En 1999 fueron encontradas las cintas originales de la transcripción de la entrevista que Eichmann, en libertad, concedió en 1957 en Buenos Aires al periodista holandés nazi Willem Sassen y donde cuenta orgullosamente su labor. Esta transcripción, que apareció resumidamente en la revista Life, fue desestimada en el juicio de 1961 porque no se hallaron los audios. La imagen de Eichmann es otra, como muestra el documental de Yariv Mozer, La confesión del diablo: las cintas perdidas de Eichmann (2022). Fueron muchas las horas de grabación que fueron corregidas a su vez por Eichmann en las transcripciones. En ellas se oye: “Si hubiéramos asesinado a diez millones trescientos mil de estos enemigos entonces, diría con satisfacción, habríamos cumplido nuestra tarea”. Habla del orgullo de la raza a la que pertenece. No solo fue un burócrata, sino que creía en lo que hacía: “Cualquier cosa por el bien de mi raza. Esa es la ley sagrada”. Se lamentaba de la escasez de tiempo y de la falta de competencia de sus superiores a los que tuvo que desobedecer para ser más eficaz. CONTINUAR LEYENDO.

lunes, 11 de agosto de 2025

"NETANYAHU USA EL HAMBRE COMO ARMA DE GUERRA". Gadi Algazi, El País 20 JUL 2025

El primer ministro israelí está ejecutando un plan premeditado de hambruna para arrinconar a la población palestina en el sur de la Franja. La ubicación allí de los centros de distribución de alimentos —cuatro para dos millones de personas— es el instrumento que usa para forzar los desplazamientos. La limpieza étnica avanza inexorable

En muchas ciudades de Israel se pueden oír las explosiones o sentir la sacudida de los bombardeos israelíes en Gaza. Las casas tiemblan. Al fin y al cabo, este es un mismo país que comparten dos pueblos y es muy pequeño. Los ruidos cuentan la historia de familias enteras asesinadas y de casas demolidas, una tras otra. El enclave de Gaza está siendo destruido. Para ahorrar dinero, el ejército contrata a empresas privadas para que derriben las casas con excavadora. Ahora sabemos cuánto se les paga por cada casa y que muchos de ellos son colonos radicales de Cisjordania, convencidos de que tienen la histórica misión de aprovechar la oportunidad para arrasar Gaza y colonizarla. Pero todos nosotros, israelíes, compartimos la responsabilidad de lo que está sucediendo.

Sé que las matanzas y la decisión de dejar morir de hambre a la población civil y retener el combustible, el agua o la comida para los bebés han dejado de ser noticia. Las atrocidades actuales se ahogan bajo el ruido continuo de las informaciones sobre las atrocidades pasadas. Cada vez es más difícil comprender el significado de lo que sucede y la guerra de Gaza está pasando a un segundo plano. Pero debemos ser conscientes de que lo que está ocurriendo tiene una trascendencia histórica y no es meramente otra ronda más de asesinatos sin sentido. Si dejamos que continúe, determinará el futuro tanto de los palestinos como de los israelíes y sus repercusiones no solo se harán sentir entre los pueblos de Oriente Próximo.

Lo que está en juego es la expulsión en masa de los palestinos de Gaza; en otras palabras, una limpieza étnica. Tenemos tendencia a pensar que la expulsión es un instante dramático en el que se obliga a la gente a abandonar su hogar en camiones, autobuses o a pie. Pero es la culminación de procesos más largos, como podemos ver con las comunidades palestinas de Cisjordania, que se ven obligadas a huir de sus hogares después de años de terror a manos de los colonos y el ejército. El desplazamiento de un pueblo es un proceso, no un hecho aislado, y ese proceso ya ha comenzado. Todavía se puede parar, pero para ello es necesario que tengamos claro lo que está pasando bajo la cortina de humo de la guerra: el expolio y la expulsión masiva de corte colonialista. CONTINUAR LEYENDO


Gadi Algazi (Tel Aviv, 1961) es historiador social, profesor de Historia en la Universidad de Tel Aviv y activista. Está especializado en la Europa occidental entre 1400 y 1600, así como en la historia de Israel y Palestina en las décadas de 1950 y 1960. En 1979 fundó el primer grupo de jóvenes soldados que se negaron a prestar el servicio militar en los territorios ocupados y, tras un año en prisión, fue liberado y eximido del servicio.

domingo, 10 de agosto de 2025

"IDEOLOGÍA EN LAS AULAS". PILAR MERA, El País 03 AGO 2025

Si trabajar sobre un contenido implica adoctrinar en él, ¿estudiar las cuevas de Altamira fomenta las cavernas como solución al problema de la vivienda?

Cada vez me gusta más participar en cursos de verano. Son actividades científicas a las que te invitan para hablar de temas a los que dedicas o has dedicado mucho tiempo y muchas ganas. Compartirlos con estudiantes los convierte en una de esas magníficas ocasiones donde nuestras dos almas, la docente y la investigadora, trabajan mano a mano. Y lo hacen en forma de reto. Contar tu investigación a un estudiante obliga a aterrizar las ideas, a acercar tus análisis, tus fuentes y tus argumentos a alguien con interés en lo que vas a contar, pero que desconoce los tecnicismos y el entramado teórico que sustenta tu trabajo. Eso implica encontrar el lenguaje y la manera de llegar, sin perder un ápice de rigurosidad en el contenido. Contarlo bien y contarlo bonito. Enseñar y enganchar. A esto se añade el coincidir con un pequeño número de colegas que trabajan temas próximos y te dan la oportunidad de pensar y repensar. Con suerte, compartes largas conversaciones, de esas que ensanchan la mente y reconfortan el corazón. ¿Puede haber algo mejor?

Asimilando aún las buenas sensaciones de La raíz rota, nuestro curso de este año en el aula de Vigo del centro asociado de UNED Pontevedra, choqué incrédula con la noticia de que la Generalitat de Carlos Mazón había vetado un curso de verano de la Universitat de València. No lo había prohibido (ya sería el colmo recuperar la censura educativa), sino vetado como curso de formación para el profesorado de secundaria. Es decir: a pesar de ser un curso acordado con el Cefire, el Servicio de Formación del Profesorado, de repente dejó de estar homologado. O lo que es lo mismo, cualquier profesora o profesor que haya seguido esta actividad no podrá sumarla como mérito a su currículum.

Lo peor de esta historia llegó con la sonora excusa de la Consejería de Educación para justificar su veto: “La ideología debe estar fuera de las aulas”. Una se imagina con una frase así que el contenido del curso va de cómo lavar el cerebro adolescente a favor de una ideología partidista, en el mejor de los casos, o de derribar la democracia y sus consensos, en el peor. Pero resulta que era un curso sobre el antifascismo en la historia, organizado por el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea y con una nómina de ponentes llena de profesionales de prestigio consolidado, como Hugo García, Sandra Souto, Assumpta Castillo, Laura Branciforte o el coordinador, Aurelio Martí.

Ante la frase de la consejería, se me plantean dos interrogantes. El primero es si trabajar sobre un contenido implica adoctrinar en él. ¿Debemos entender entonces que estudiar las cuevas de Altamira busca fomentar la supervivencia en las cavernas como solución al problema de la vivienda? ¿Quieren los organizadores de otro curso homologado por el Cefire y centrado en los enfoques pedagógicos para la enseñanza del sufrimiento en la historia crear una generación de torturadores y máquinas de matar? Las preguntas absurdas se responden por sí solas.

La segunda cuestión es si realmente la ideología está fuera de las aulas y, más aún, si debe estarlo. Y qué ideología. ¿No son los valores democráticos y constitucionales un sistema ideológico? ¿Y los derechos humanos? ¿De verdad queremos erradicar su estudio o, por el contrario, consideramos que es necesario reforzar la pedagogía democrática y la defensa de que aquellos valores que asumimos como pilares de nuestra sociedad y nuestra convivencia? ¿A qué demócrata le puede parecer mal que la educación forme ciudadanas y ciudadanos?Cierto es que en 2007 ya escuchamos que enseñar Educación para la Ciudadanía era “colaborar con el mal” y vimos al Gobierno autonómico valenciano, como al de Madrid, boicotear con orgullo la asignatura, promoviendo incluso la objeción a cursarla pese a ser obligatoria. Veinte años después, se mantiene el mismo discurso antisistema, aunque ahora lo llaman concordia.

viernes, 8 de agosto de 2025

"LA PALABRA ODIO". Martín Caparrós, El País 26 JUL 2025

Cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo acopla tanto como inventarse un odio compartido

Dime a quién odias y te diré quién eres”, no dijo nunca ningún profeta, ningún filósofo barbudo, y sin embargo pocas frases definirían mejor los días que vivimos, las personas que somos.

La palabra odio nos viene del latín, faltaba más, pero fue cambiando con el tiempo: si al principio se refería a algo que no nos gustaba o incluso nos enojaba —inodiare es el origen de enojar— en algún momento la palabra dio el salto cualitativo necesario para que la Academia, tan comedida, defina odio como “antipatía y aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. Y entonces todo cambia: una cosa es detestar a algo o alguien; otra muy distinta aborrecerlos lo suficiente como para desearles —si no causarles— algún mal. Allí donde la aversión o el rencor pueden ser pasivos, el odio actúa: se hace cargo de lo que piensa o siente y ataca en consecuencia.

Hay por lo menos dos odios muy distintos. El odio personal acepta tantas causas que es casi un capricho: fulano cree que mengano lo ha perjudicado en un negocio o un amor o una partida de mus y decide odiarlo de todo corazón. Son odios que, en general, no van muy lejos: la barra del bar o la mesa familiar o la oficina y se manifiestan, cuando lo hacen, en pequeñas putadas. (La palabra putada es tan hispana, tan apropiada para el odio personal: perjudicar al otro un poco, molestarlo, intrigar en su contra.)

El odio colectivo es otra cosa. Desde siempre —o algo muy parecido a siempre— fue el mejor instrumento de control y movilización sociales. Sin grandes esfuerzos, con imaginación escasa, los odios permitieron que se formaran grupos, sociedades, y dentro de esas sociedades grupos que se unían porque odiaban más o menos lo mismo. Cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo acopla tanto como inventarse un odio compartido.

No suelen ser originales. El odio, en general, es perezoso: no hay ninguno más fácil de imponer que el odio al otro —el “otrio”— en cualquiera de sus formas. El otro, en nuestras historias, es definido por ciertos rasgos básicos: el color de su piel, sus costumbres, sus dioses y santitos. La presencia de gentes diferentes casi siempre alcanzó para que jefes sin escrúpulos consiguieran convencer a seguidores sin cacúmenes de que esos otros eran el mal y había que atacarlos, aniquilarlos si cabía.

Así, gracias al odio, se fue armando la historia. El otrio permitió y potenció los peores liderazgos. Y, en general, cuando un pueblo sufre y no consigue entender por qué, no hay nada más fácil que convencerlo de que la culpa es de esos otros y que deben por lo tanto odiarlos en todo el sentido de la palabra odio: desearles el mal, causarles el mal, hacer todo para tratar de destruirlos.

En los últimos 80 años, sin embargo, el odio tuvo mala prensa. Esa sobredosis brutal que fue el nazismo nos dejó casi vacunados y últimamente nadie reivindicaba el odio: quedaba feo, sonaba viejo y rencoroso, perdedor. Si algo ha cambiado en la última década es que el odio ha recuperado su legitimidad y su potencia. El expresidente argentino J. Milei dijo hace unas semanas que “no odiamos suficiente a los periodistas” y le dio tanto placer oírse que no para de repetirlo; el futuro expresidente norte­americano D. Trump dijo en su fiesta nacional que odia a los demócratas —además de los inmigrantes, empleados públicos, chinos, mujeres y demás céteras. Y, en general, hablar con odio ha vuelto a ser un gran negocio.

Ahora hay en España un partido más o menos legal y unos grupos más o menos clandestinos que ponen en escena los mecanismos más básicos, más clásicos del odio: la sinergia entre unos energúmenos con pantalla que convocan a odiar a algún tipo de otro —los inmigrantes, los infieles, los zurdos, los diversos diversos— y unos energúmenos con palos y disfraces que completan ese odio con su fuerza bruta. Su estrategia es muy simple: implantar en algunos los gusanitos de su propio odio, despertar en otros el odio contra ellos y, uno más uno, conseguir que todo el escenario sea un choque de odios: allí ganan.

No pretendo disfrazarme de hare krishna y predicar que el odio se detiene con amor: el amor no tiene nada que ver en todo esto, salvo esa variedad babosa y vergonzante que se profesan los que se reúnen alrededor de su odio. Ni amor ni odio contra ellos: la ley, nomás, que no hay nada más desalentador que perder la libertad por creerse más libre que nadie.

La libertad no tiene grados: no hay libertad cuando algunos la tienen más que otros. Ni hay libertad cuando, so pretexto de ejercerla, se recurre al odio.

miércoles, 6 de agosto de 2025

"PURO, BLANCO Y LETAL". Irene Vallejo, El País 27 JUL 2025

El azúcar, impulsor de la civilización capitalista, pasó de ser un producto de lujo a incorporarse al consumo de masas

Verás caballos desbocados derribar todas las barreras a su paso, verás bípedos que se jactan de ser imparables. Aseveran las teorías, escritas en el manso papel, que los mercados son capaces de regularse, que los líderes mantienen la cabeza fría, que el poder se modera en su propio ejercicio, que sigilosos límites detienen los peores atropellos. Sin embargo ciertos negocios e intereses se vuelven tan gigantescos que ninguna resistencia parece capaz de frenarlos. Galopan con un viento de intimidación y dominio acariciándoles las crines. Un decepcionado Tucídides escribió: “Por necesidad de su naturaleza los seres humanos dominan tanto como su poder les permite”. El autocontrol de los ávidos es una criatura de ficción.

Entre las más antiguas crónicas de dominación, ambiciones y riqueza destaca, simbólico, el negocio del azúcar, conocido en Asia hace más de mil años. Poseía el halo casi inalcanzable del privilegio y la dificultad: la receta de su fabricación era larga y laboriosa, mucho más que la sal. Exclusivo y codiciado, lo amaron durante siglos los emperadores chinos, rajás indios, califas egipcios, cortesanos persas y príncipes herederos. Existían otros edulcorantes como la miel, accesibles y universales, pero la dulzura más anhelada es siempre la del lujo.

En su ensayo Azúcar, una historia de la civilización humana, Ulbe Bosma describe cómo el sector azucarero impulsó la génesis de la civilización capitalista. Cuando el endulzante blanco se convirtió en objeto de deseo en Europa, españoles y portugueses fundaron haciendas en sus imperios de ultramar, en el clima propicio del Caribe. Pronto comprendieron que necesitaban mano de obra capaz de grandes esfuerzos bajo el intenso calor y la humedad de las plantaciones. Lo que siguió fue una historia de crueldad espeluznante a una escala inimaginable. Entre la mitad y dos tercios de la población africana esclavizada se destinó a las plantaciones de azúcar, donde se trabajaba en condiciones de extrema dureza y brutalidad. En su novela Azucre, Bibiana Candia explora un episodio poco conocido, el descenso a los infiernos de un grupo de adolescentes gallegos, reclutados tras un invierno que aniquila las cosechas, con la promesa de enriquecerse rápido. Su viaje a las fiebres, al encierro, al trabajo extenuante, a los castigos y mutilaciones sobrevivió en un testimonio verídico, las cartas reales enviadas desde Cuba pidiendo ayuda. Bibiana Candia recrea la pesadilla: “Dale caña, arrea. Y nosotros, unos con una hoz de mango corto, otros con machetes, agachados agarrando el tallo de hojas ásperas. Dale caña, sigue. No solo hay que tener cuidado de no cortarse las manos, también las piernas corren peligro. Las propias y las de los otros, sobre todo porque cuando el movimiento está mecanizado uno ya no mira. Sigue, corta, arrea. El látigo vuela como una serpiente”.

Desde su origen, el incipiente capitalismo bursátil del norte de Europa se alió con este lucrativo comercio. Entre las más antiguas del mundo, la Bolsa de Ámsterdam fue fundada en 1602 por la oscura Compañía de las Indias Occidentales. Las acciones nacieron como participaciones en barcos que secuestraban personas en África, las vendían en América para ser esclavizadas en las plantaciones y, con el beneficio, compraban azúcar para los mercados del viejo continente. En la pintura barroca flamenca, la mayoría de los personajes que posan en la penumbra, serenos y satisfechos, vestidos con suntuosos tejidos, amasaron su riqueza gracias a esos tráficos. Hoy, los defensores del mercado suelen reclamar la máxima libertad, olvidando que la nueva era comercial se edificó sobre la esclavitud.

La documentación habla de rutas comerciales, de grandes fortunas, de una realeza económica de familias azucareras y vidas silenciosamente truncadas. Cuando las leyes abolicionistas se impusieron gradualmente, nuevos abusos laborales sustituyeron a los previos. Los beneficios del dulce granulado crearon durante siglos enormes infortunios e ingentes fortunas. De hecho, el término Sugar Daddy, todavía en nuestros labios, remonta a principios del siglo XX en Estados Unidos, cuando los dueños de las azucareras alardeaban de su patrimonio con el trofeo de amantes jovencísimas. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 1 de agosto de 2025

"Los agricultores africanos reclaman su derecho a plantar semillas autóctonas, prohibidas en seis países". Rodrigo Santodomingo, El País 24 JUL 2025 .

Las leyes de Kenia o Tanzania solo autorizan la venta o intercambio de simientes certificadas, normalmente propiedad de multinacionales agrícolas y genéticamente modificadas. Grupos de campesinos denuncian que se les niega el derecho a elegir

La cosecha de 2014 resultó nefasta para Francis Ngiri, un agricultor de Makongo, pequeña localidad al sur de Kenia. El azote de El Niño fue especialmente virulento ese año, con lluvias torrenciales que anegaron millones de hectáreas, entre ellas la plantación de mijo y garbanzos que Ngiri cultivaba con semillas certificadas compradas a una empresa agroindustrial. Para hacer frente al coste de las semillas y sus correspondientes insumos (fertilizantes y pesticidas químicos), Ngiri había pedido un préstamo al que no pudo hacer frente tras el exiguo rendimiento de sus tierras en aquella temporada fatídica.

Desencantado y en quiebra, Ngiri decidió volver a las semillas indígenas que los campesinos africanos llevan siglos guardando o adquiriendo mediante trueque y compraventas informales. Él ya lo había hecho, enseñado por su padre, antes de pasarse temporalmente a la agricultura intensiva. Aparte de retomar el trabajo en el campo a la vieja usanza, Ngiri creó en 2015 un banco de semillas autóctonas que, cuenta orgulloso por videoconferencia, hoy atesora 124 variedades.

En teoría, su repositorio debería servir únicamente como curiosidad antropológica o museo de prácticas agrícolas de antaño. Con la ley en la mano (la normativa original data de 2012, con actualizaciones posteriores), intercambiar o comerciar con semillas no certificadas —aquellas sin derechos de propiedad porque no son de nadie— está prohibido en Kenia. Los castigos oscilan entre multas de 240 euros y penas de cárcel de hasta dos años. “Aún no se han producido arrestos, ya sea por falta de voluntad política o por la discreción de los agricultores, pero el peligro está ahí”, explica Ngiri. Un resquicio habitual para sortear la ley, prosigue, es que las semillas sin certificar se oferten en forma de grano, es decir, como alimento directo.

Él y otros 14 campesinos se han embarcado en una batalla legal para tumbar los artículos más punitivos de la ley keniana. “¿Cómo no oponernos a un tipo de regulación que impide que preservemos nuestra biodiversidad?”, se pregunta Ngiri, quien asegura que la última vista del proceso jurídico se celebró en mayo y se prevé que el juicio como tal arranque en septiembre. Desde Greenpeace, Elizabeth Attieno resume el núcleo de lo que dirimirán los tribunales: “El derecho de los agricultores a plantar lo que quieran y cuando quieran”.

Otros cinco países subsaharianos también prohíben que sus labriegos utilicen semillas indígenas. Según un reciente informe de la Alianza para la Soberanía Alimentaria en África (AFSA, por sus siglas en inglés) y otras entidades como Swisaid, así ocurre en Tanzania, Malaui, Namibia, Chad y Sierra Leona. Sobre el papel, incluso regalar semillas no certificadas es delito. En Europa, tal severidad se da en dos países: Reino Unido y Bielorrusia. Y en toda Asia, solo en Pakistán.

Uno de los autores del informe de AFSA, Simon Degelo, asegura que han diseccionado la legislación de todo el continente y que, se estén o no aplicando las leyes, tras su lectura “queda meridianamente claro” que en esos seis Estados queda proscrita la libre circulación de semillas nativas. Aun así, Aggie Konde, vicepresidenta de AGRA, el principal lobby a favor de la agricultura intensiva en África, niega la mayor: “En ningún país africano se prohíbe el intercambio de semillas indígenas; solo se protege la propiedad intelectual de las semillas mejoradas”, expresión habitual para referirse a certificadas, que suelen haber sufrido algún tipo de modificación genética. Consultada de nuevo tras las declaraciones de Konde, Elizabeth Attieno, de Greenpeace, no sale de su asombro: “¿De verdad no tienen nada mejor que decir que negar lo evidente?”.

Bajo esta dureza legislativa subyace un enconado debate sobre el futuro de la agricultura en África. La discusión pivota en torno a la seguridad alimentaria, que para AGRA y otros defensores de la vertiente agroquímica estará permanentemente amenazada si el continente no se mueve hacia un modelo más intensivo. Pocos cuestionan que, en circunstancias normales, las semillas certificadas producen mejores cosechas, al menos en cuanto a cantidad. La vicepresidenta de AGRA señala que, según los datos que maneja su organización, las variedades índigenas “rinden un 70% menos que las mejoradas”, mientras que estas últimas “solo cubren el 30% de los campos africanos”.
Nexo identitario

La ecuación se complica si añadimos otros factores como el coste de producción o la resiliencia. “Cojamos el ejemplo del maíz. Las variedades de [semillas] locales pueden dar 300 kilos por hectárea, y las certificadas enriquecidas con vitaminas, 1.200 kilos”, afirma Samuel Arop, responsable en Uganda de Farm Africa, una ONG que opera en varios países del continente y apuesta por un “enfoque dual”. “El problema”, continúa Arop, “es que tienes que comprar certificadas todos los años, necesitas insumos para que rindan bien y son más propensas a plagas y a padecer los efectos del cambio climático que las indígenas, mejor adaptadas a zonas ecológicas específicas”. Para azuzar más la conversación, en ella se cuela el apego de las comunidades hacia “semillas que han pasado de generación en generación y contienen un fuerte componente de identidad cultural”, apunta Arop. Konde zanja esta última cuestión tirando de pragmatismo: “No estoy segura de que a nuestros ancestros les guste que los africanos sufran de malnutrición”.

Aunque no ocultan su preferencia por la agroecología y su rechazo al tándem químico/transgénico en los cultivos, AFSA, Greenpeace y otras voces insisten en resituar el debate hacia el mero derecho a elegir. Degelo recuerda que él no se mete en “cuál de las dos opciones es mejor”. Su interés radica en alertar sobre legislaciones draconianas que impiden que “los campesinos puedan optar por lo que consideran que más les conviene”.

Sobre los motivos para criminalizar el uso de semillas tradicionales, Degelo observa una mezcla de “ignorancia e intereses externos”, con la lucha por el relato agrícola en África sobrevolando la acción de los parlamentos nacionales. “Los políticos que aprueban estas leyes suelen estar muy lejos de la realidad del campo y, con frecuencia, compran la idea de que las semillas indígenas son malas y están pasadas de moda. Mientras, las empresas y lobbies del agronegocio hacen muy bien su trabajo al invitarles a eventos por todo lo alto para formarles en modelos más eficientes de agricultura”, sostiene. “Sorprende ver carteles de empresas que publicitan semillas certificadas en las sedes de nuestras instituciones agrícolas”, añade el agricultor keniano Francis Ngiri.

Para Edwin Baffour, de Soberanía Alimentaria Ghana, impedir que los campesinos utilicen semillas si estas no han sido generadas en un laboratorio (normalmente a miles de kilómetros de África) supone un disparate que agrava la dependencia del continente. “Cualquier día, EE UU u otro país puede frenar en seco la exportación de semillas a África. ¿Qué haríamos entonces?”, argumenta. Según Baffour, hay además algo aberrante en la privatización de los procesos naturales: “Las semillas son un bien común como la lluvia, el sol o el aire que respiramos”.

"USTED Y YO: NOSOTROS". Juan José Millás, El País

Me obsesionan y aturden aquellos versos de Lêdo Ivo según los cuales “Dios camina entre los hombres como un sonámbulo y no hay forma de des...