¿Es posible defender el pensamiento individual frente al exceso de líneas rojas? Con motivo de la publicación de su trepidante ensayo, ‘La casa del ahorcado: Cómo el tabú asfixia la democracia occidental’ (Debate), el periodista y escritor Juan Soto Ivars responde en directo a las preguntas del editor de Ethic, Pablo Blázquez, en una entrevista en la que también intervienen Eduardo Madina, Borja Sémper, Karina Sainz Borgo y Marta García Aller.
Al principio del libro llevas a cabo una reflexión en torno al concepto del tabú, uno ciertamente ambiguo. Hay un capítulo que titulas Si no hay tabúes, hay guerra, revolución y violación. ¿En qué consiste esa ambigüedad del tabú?
Esto lo empiezo a escribir y a trabajar en el libro porque utilizo mucho la palabra tabú en los artículos. Es un tema que me interesa mucho en la actualidad. Todos los tabúes que están surgiendo en torno a sitios que antes estaban libres de ellos. En un momento dado me doy cuenta de que, en realidad, no sé muy bien lo que es el tabú. Empiezo a leer antropología, voy a las fuentes, a los clásicos… Sigo después con los más contemporáneos y me voy dando cuenta de que el tabú, que yo pensaba que era una de las enfermedades que azotan a las democracias occidentales, es más bien un síntoma. El tabú nos está hablando de una necesidad de toma de posición de mucha gente, de distintas tribus, ante el miedo, la inquietud, la indeterminación y la ambigüedad. El tabú aparece muchas veces, dicen muchos antropólogos, en torno a figuras y comportamientos que son ambiguos. Así que es normal que tenga definiciones ambiguas, a veces incluso contradictorias, que no haya un acuerdo sobre lo que significa, que no exista una definición estandarizada… El tabú nos está hablando, precisamente, de eso: de lo ambiguo, lo indeterminado y lo inquietante.
Tras esta pregunta de calentamiento, vamos al grano, a la tesis de tu libro: ¿cómo y por qué el tabú asfixia a la democracia liberal?
Como decía, el tabú es un síntoma de que algo pasa. Es muy infantil pensar que la gente se está volviendo gilipollas, que todo el mundo tiene la piel muy fina y que la sociedad se ha vuelto infantil de la noche a la mañana. No me satisfacen en absoluto ese tipo de diagnósticos que, al final, están hablando más de quien los suelta que de la sociedad en sí. Lo que ocurre es algo mucho más complejo que eso. Mi tesis –que, más que una tesis, es una hipótesis– respecto a por qué las sociedades occidentales están quebrándose en taifas es que, desde 2008 –y ya desde la revolución neocon [la revolución del neoconservadurismo] de los ochenta–, nos ha pasado en Occidente algo que ha roto lo que los romanos llamaban la religio –esa palabra de la que viene nuestra palabra religión que no alude a convencimientos esotéricos, sino a una creencia que la sociedad comparte y aglutina–, algo tan sencillo, tan básico y tan poco patriótico como la creencia de que los hijos viven mejor que los padres. Esto se volatiliza en 2008 y, sobre todo, en 2010, cuando la crisis parece que se cronifica y que cambia la distribución social de las democracias occidentales. Ahí es donde esa religio se rompe. Y una vez lo hace –esto pasa en todos los imperios– las identidades que componen, en este caso, al Occidente cultural se van cada una por su lado, como cuando se rompe la cuerda de un collar. El tribalismo, que está en auge desde la crisis económica, es una consecuencia de esto.
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