Si en sus inicios la ética del trabajo se utilizó para domesticar al proletariado que se formaba procedente del campo, hoy en día sigue utilizándose para justificar un sistema fallido e injusto. Y, si antes se defendía desde los sermones de la iglesia, ahora la homilía tiene forma de charlas motivacionales, libros de autoayuda empresarial y discursos políticos.
No sé si creerme lo de la cultura del esfuerzo. Fíjense: Amancio Ortega tiene 5.300.000 veces más dinero que yo. Sé que él se ha esforzado mucho más, pero, con 24 horas que tiene el día para ambos, dudo que se haya esforzado 5.300.000 veces más. Es demasiado esfuerzo: Amancio hubiera explotado (él mismo, me refiero).
Era broma, ya me han explicado que esto no es una ley exacta o lineal y que, a veces, se mezcla con la fe, con la fe en uno mismo, de hecho. Pero, también es cierto que la llamada cultura del esfuerzo ha sido utilizada frecuentemente para fines oscuros. El otro día, la pornográfica y no muy esforzada Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, dijo que el problema de la juventud era que le faltaba cultura del esfuerzo. Y que los trabajadores de la sanidad madrileña eran unos vagos.
El término recuerda a la ética del trabajo, que también tiene su historia, según explica Zigmunt Bauman en su libro Trabajo, consumismo y nuevos pobres (Gedisa). Todo comienza en la Inglaterra de la Revolución Industrial cuando, mediante los cercamientos de las tierras comunales, los campesinos han de ser convertidos en mano de obra para las incipientes fábricas de las humeantes ciudades de la época. Era un cambio radical: de un trabajo que se desarrollaba a ritmos propios, para el propio beneficio, en un entorno familiar; los nuevos proletarios tenían que ir a fábricas insalubres, durante jornadas kilométricas y prefijadas, trabajando para otros por un salario de miseria. No parecía un buen plan, por eso muchos campesinos, que no entendían nada de aquello, pasaban del tema y se resistían. Pero había que poner en pie el capitalismo de alguna manera.
La ética del trabajo vino a ser un lubricante para la proletarización de la población. Tiene dos premisas, según Bauman: la primera, que para vivir y ser feliz, hay que hacer algo que los demás consideren valioso y digno de pago, es decir, trabajar. La segunda es que es necio y moralmente reprobable conformarse con lo ya conseguido y hay que esforzarse para conseguir siempre más. Según esto, “trabajar es un fin en sí mismo, una actividad noble y jerarquizadora”, en palabras del sociólogo polaco. Hay que trabajar, eso es bueno. No trabajar, eso es malo.
Bajo la ética del trabajo ya no importaba el gusto por lo que se hacía, el orgullo del oficio o el fin que se perseguía con la labor: era preciso trabajar por trabajar, una idea muy útil en fábricas donde los trabajadores de rutina mecánica no entendían muy bien qué estaban haciendo, para qué o para quién.
“La cruzada por la ética del trabajo era la batalla por imponer el control y la subordinación”, escribe Bauman, “se trataba de una lucha por el poder en todo, salvo en el nombre; una batalla para obligar a los trabajadores a aceptar, en homenaje a la ética y la nobleza del trabajo, una vida que ni era noble ni se ajustaba a sus propios principios de moral”, continúa el autor. En aras de promover la ética del trabajo se multiplicaron los sermones en iglesias, los relatos moralizantes, las escuelas dominicales para jóvenes.
La actual cultura del esfuerzo no es diferente, solo que el proselitismo asociado se hace desde charlas motivacionales, libros de autoayuda empresarial y sermones políticos, para hacer comulgar con las ruedas de molino de la precariedad. Si en sus inicios la ética del trabajo, tan parecida a la cultura del esfuerzo, se utilizó para domesticar al proletariado que se formaba procedente del campo, hoy en día sigue utilizándose para justificar un sistema fallido e injusto, como si su decadencia fuera culpa de sus víctimas. En tiempos difíciles, en vez de buscar soluciones entre todos para construir un mundo mejor, hay quien sigue apelando a la lucha individual contra una inercia invencible, a la competición del todos contra todos.
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