Esos locos desinteresados
El beneficio económico es nuestro metro de platino iridiado, la medida de todas las cosas. A nuestros estudios, trabajos y aspiraciones se les exige una utilidad inmediata, y todo esfuerzo que no es rápidamente rentable parece ingenuidad o capricho de soñadores. Estas ideas hieren de muerte la enseñanza y la investigación.
Cuenta una anécdota que, hace veinticinco siglos, el matemático griego Euclides, enseñaba sus teoremas en Alejandría. Tras dar a conocer las bases de toda nuestra geometría, un estudiante le preguntó: “¿Qué ganancia conseguiré con esto?” Euclides, irritado, llamó a un esclavo y le ordenó darle una moneda, “ya que éste necesita sacar algún beneficio de lo que aprende”. En realidad, los descubrimientos que han transformado nuestras vidas nacieron de la curiosidad apasionada y el deseo de extender los límites del conocimiento. La electricidad es un hallazgo de infinitas aplicaciones prácticas, pero Faraday, que hizo un trabajo pionero y esencial para el desarrollo eléctrico, era un científico absorto en desenmarañar los enigmas químicos y físicos del mundo. En nuestro mundo materialista, muchos investigadores siguen explorando con su imaginación territorios abstractos poblados de números, fórmulas e ideas. Los avances técnicos, que ciertas personas pragmáticas convierten en negocio, necesitan a esos locos desinteresados.
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