viernes, 3 de mayo de 2024

"LA VENTANA" Olga Tokarczuk, Premio Nóbel de literatura 2019 (El País 26 ABR 2020)

El virus no tardará en recordarnos lo poco iguales que somos. El cierre de fronteras es el mayor fracaso de estos tiempos miserables: vuelven los viejos egoísmos y las categorías "los nuestros” y “los extraños”

Desde mi ventana veo una morera blanca, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vine a vivir aquí. La morera es una planta generosa: durante toda la primavera y todo el verano alimenta a decenas de familias de pájaros con sus dulces y saludables frutos. Ahora, sin embargo, la morera no tiene hojas, así que me deja ver tan solo un pedazo de una calle tranquila por la que rara vez pasa alguien camino del parque. En Wroclaw hace un tiempo casi estival, brilla un sol deslumbrante, el cielo es azul y el aire puro. Hoy, mientras paseaba con el perro, he visto cómo dos urracas ahuyentaban de su nido a una lechuza. La lechuza y yo nos hemos mirado a los ojos a una distancia de apenas un metro.

Tengo la impresión de que los animales también están a la espera de lo que ha de suceder.

Para mí, ya desde hace mucho tiempo, ha habido demasiado mundo. Demasiado, demasiado veloz, demasiado ruidoso.

Así que no padezco el “trauma de la reclusión” ni sufro tampoco por no encontrarme con gente. No me da pena que hayan cerrado los cines, me resulta indiferente que no funcionen los centros comerciales. Quizá tan solo cuando pienso en todas aquellas personas que han perdido el trabajo. Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí una especie de alivio, y me consta que muchas personas sintieron lo mismo aunque les dé vergüenza reconocerlo. Mi introversión, ahogada y maltratada por el dictado de los extrovertidos hiperactivos, se ha sacudido el polvo y ha salido del armario.

Veo por la ventana a un vecino, un abogado saturado de trabajo al que no hace mucho veía salir camino del tribunal con la toga al hombro. Ahora, con un chándal holgado, se pelea con una rama de su pequeño jardín, al parecer se ha puesto a hacer limpieza. Veo a una pareja joven que saca a pasear a un perro viejo que desde el último invierno apenas anda. El perro se tambalea sobre sus patas y ellos lo acompañan pacientemente, al paso más lento posible. El camión de la basura recoge los contenedores con gran estruendo.

La vida sigue, cómo no, pero a un ritmo del todo diferente. He puesto orden en el armario y llevado los periódicos ya leídos al contenedor de papel. He trasplantado las flores. He recogido la bicicleta del taller. Disfruto cocinando.

Una y otra vez acuden a mi mente imágenes de la infancia, cuando había mucho más tiempo y se lo podía perder tranquilamente mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbándonos bajo la mesa e imaginando que era un arca. O leyendo una enciclopedia.

¿No será que hemos vuelto al ritmo de vida normal? ¿Que el virus no es el trastorno de la norma, sino que, por el contrario, lo anormal era el frenético mundo anterior al virus?

Al fin y al cabo, el virus nos ha recordado lo que tan apasionadamente negábamos: que somos seres frágiles hechos de la materia más delicada. Que morimos, que somos mortales.

Que no estamos separados del mundo por nuestra “humanidad” y excepcionalidad, sino que el mundo es una especie de inmensa red en la que permanecemos unidos a otros seres por medio de invisibles hilos de influjos y dependencias. Que dependemos los unos de los otros y que, independientemente del país del que vengamos, de la lengua en que hablemos y del color de nuestra piel, enfermamos de la misma manera, tenemos el mismo miedo y morimos del mismo modo. CONTINUAR LEYENDO

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