Pienso en una frase que leí en un foro de crianza: “Haberte comprado un pez de colores”. “Es cierto”, pienso: “el pez me dejaría dormir; el pez no comería tierra solo para provocarme”
Es lunes de custodia compartida: siembro de besos su cabeza y su nariz y con la otra mano tecleo en busca de auxilio. “¿Dónde estáis?”. “¿Qué hacéis?”
Vamos a cenar a un restaurante, las niñas gritan. Pero en mí hay una pequeña victoria, es que son las nueve y media y he conseguido pasar la tarde
Soy una incoherente: he tenido una hija, pero no aguanto ni una tarde de parque sin mirar la hora con impaciencia. Pienso en una frase que leí en un foro de crianza: “Haberte comprado un pez de colores”. Se lo espetaba una internauta a otra que contaba su agotamiento después de tres noches sin dormir. “Es cierto”, valoro yo en el parque: “el pez me dejaría dormir; el pez no comería tierra solo para provocarme”. El pez sería más considerado.
Mi hija tiene la conversación de un pez –cada tres segundos vuelve a mencionar el asunto “Peppa Pig coche casa”, y yo, “Sí”, y ella… “Peppa Pig. Coche. Casa”– pero una memoria muy diferente: recuerda muy bien qué cajones no debe abrir, qué botones no debe pulsar, qué alturas no debe escalar. Y va directa a transgredir los dictados de su memoria, mirándome de reojo.
Es lunes de custodia compartida y cada semana toca la reacomodación a una dependencia diferente. Cuando inicio semana sin niña afronto mi dependencia a la acción, la sociabilidad, la medida de un tiempo –más o menos– propio. Tengo que lidiar con la ambición de los planes contradictorios: “Esta semana, como no tengo a la niña, dormiré mucho, pero también saldré; voy a trabajar más horas, pasearé por la ciudad, y por supuesto también iré al campo; voy a dedicarme a la familia –esa que estaba antes de que me hija llegara– y veré obras de teatro, exposiciones y conferencias. Y no me voy a presionar a mí misma, me lo tomaré con mucha calma, pero sin dejar de aprovechar el tiempo en todo momento”.
Mientras tanto, consulto las fotos de la niña, susurro su nombre por la noche y aspiro el olor de su habitación vacía, sin dejar de deleitarme en el silencio sosegado que reina en la casa. Lo que yo decía: incoherencia.
El lunes siguiente hay que desprenderse de esta libertad errática y adherirse de nuevo a la dependencia mutua. La recojo –ella me ve, exclama un alegre “¡Mamá!”, me pone al día, “Peppa Pig Coche Casa”, yo siembro de besos su cabeza y su nariz y sus ojitos–, y con la otra mano tecleo en busca de auxilio. “¿Dónde estáis?”. “¿Qué hacéis?”. A medida que pasen los días será todo más fácil, pero el lunes la sensación es abrupta.
He llamado a Mariano y Rakel, compañeros de crianza. A Mariano y Rakel les ha tocado gemelas. Ahí estamos los tres, vigilantes y prisioneros entre vallas de colores, en un parque sumergido en hollín del barrio de Usera, junto al puente de la M30. Mariano y Rakel a menudo constatan que si se hubieran vuelto a su ciudad natal cuando nacieron las gemelas su vida sería ahora un poquito más amable. Pero han escogido quedarse en la ciudad grande donde no tienen familia por esa incoherencia que decíamos: también quieren acción y sociabilidad.
Nos vamos los seis a cenar a un restaurante chino. Cuando entramos en el local, los progenitores estamos excitados, sorprendidos de nuestra propia osadía: es lunes y vamos a cenar aquí, ¡qué locura! Ante la visión de los menús plastificados, mi niña comprende que pronto comerá, y aguarda expectante. Pero las gemelas no han dormido siesta, tienen hambre y sueño. Lloran, gritan, tiran un tenedor por el aire, que rebota en el centro giratorio de cristal de la mesa, en dirección a mi hija; yo resoplo, y siento odio por la lanzadora de tenedores.
Rakel pide moderación desde su cuerpo apalizado por el trabajo y la crianza y los vecinos, que boicotean la presencia del carro de las gemelas –que no cabe en el ascensor– en el portal. “Hoy nos hemos encontrado con que han puesto un candado en una hoja de la puerta, para que no podamos abrirla del todo. ¡Os queréis estar quietas ya!”.
Los camareros nos miran con hastío, los comensales sacuden la cabeza en desaprobación. Mariano se harta; se pone de pie y anuncia que nos vamos. Yo también me pongo de pie. Rakel forcejea: “No, no, si nos vamos ahora se dormirán en el carro y no cenarán y se despertarán de madrugada muertas de hambre”. Los prisioneros vuelven a sus sillas. Llegan el arroz y el glutamato. Alguna mano vuelca el arroz al suelo, “Me tienes muy harta”. La estampa feliz no llega, los aullidos se estiran, la gente nos mira cada vez peor. Yo pienso “Sí que tenemos que estar desesperados para preferir estar aquí antes que en cualquier otro sitio”.
Ofrecemos un móvil a cada niña. Se callan, cada una con sus dibujos de Masha y el Oso. Nos comemos nosotros el arroz con glutamato, mientras removemos nuestro fracaso. Y ni siquiera nos ponemos de acuerdo sobre si debemos intentar ir a restaurantes o no. Pero lo que a mí más me importa, lo que llamea dentro de mí como una pequeña victoria, como una luciérnaga que me guía en una noche de invierno, es que son las nueve y media y he conseguido pasar la tarde.
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