El movimiento feminista o, en su defecto, las voces dominantes, se empozan en un discurso francamente simplón, como si el antídoto a la violación fuera la regla penal, el victimismo y el uso del linchamiento.
La violencia sexual se ha convertido en el tema central del movimiento feminista. La vulnerabilidad, los límites del consentimiento, la agresión ritualizada, la influencia de la pornografía en los guiones sexuales de mujeres y hombres, la explotación mediática del dolor ajeno, la fascinación creciente hacia el psicópata sexual y el auge del populismo punitivo retroalimentan asimismo este interés.
En los últimos tiempos, hemos asistido a un cambio de paradigma con respecto al tratamiento de la agresión sexual. El violador es un hombre que elige hacer el mal y, rara vez, está enfermo de locura. La idealidad delictiva en los delitos de carácter sexual se encuentra cada vez más cuestionada: no hay víctima perfecta.
Además, existe una mayor sensibilización en cuanto a la victimización secundaria. Prueba de ello son las reformas normativas que buscan mejorar la posición procesal de las víctimas. Por ejemplo, la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2012, por la que se establecen normas mínimas sobre los derechos, el apoyo y la protección de las víctimas de delitos o, en el contexto español, la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito que, textualmente, dice: «Para evitar la victimización secundaria en particular, se trata de obtener la declaración de la víctima sin demora tras la denuncia, reducir el número de declaraciones y reconocimientos médicos al mínimo necesario, y garantizar a la víctima su derecho a hacerse acompañar, no ya solo del representante procesal, sino de otra persona de su elección, salvo resolución motivada».
Aunque estas medidas constituyen un esfuerzo para evitar la victimización secundaria y proyectan una concienciación de las instituciones al respecto, lo cierto es que siguen ser suficientes. La falta de recursos en el sistema judicial, la lentitud de la justicia, las exigentes necesidades probatorias o la insuficiente preservación de la intimidad puede socavar la satisfacción de las víctimas en el proceso penal. Si no hay confianza en el sistema, en el proceso de denuncia y juicio, así como en los agentes que intervienen, las víctimas no se sentirán respaldadas para denunciar y, por tanto, sus necesidades victimales no tendrán oportunidad de ser resarcidas.
En España, otro acontecimiento que marca el cambio de paradigma con respecto al tratamiento de la violencia sexual es la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual. La normativa, que cuenta con una variedad de argumentos a favor y en contra, y que ha despertado acalorados debates en la opinión pública, ha perfilado la definición de consentimiento. La concreción penal de qué es consentimiento sexual se ha desarrollado de acuerdo a las expectativas del movimiento feminista. De esta manera, se ha tratado de exigir un consentimiento claro, inequívoco y activo en la mujer, en lugar de dirigir la atención a si esta expresó claramente una negativa o hubo resistencia ante el comportamiento sexual ajeno.
En este cambio de paradigma han surgido nuevas complejidades y, a mi juicio, merecen una justa atención. En primer lugar, espectacularizar los abusos sexuales ha desplazado y opacado otras reivindicaciones dentro del feminismo relacionadas con la opresión de clase, racial, los derechos sexuales o reproductivos, o la educación como herramienta preventiva de la desigualdad de género y la violencia contra las mujeres.
Quiero insistir en que, sin ninguna duda, las diversas formas de violencia sexual que sufren las mujeres son una cuestión relevante. El feminismo ha contribuido positivamente a los análisis de «poder» y «sexo». La violación no gira en torno a la excitación descontrolada del varón sino que, más allá de esta posible realidad, hay otros actos y actores que evidencian que la violación es también una cuestión de poder. Asimismo, la reflexión feminista ha permitido cambiar la percepción social sobre la violencia sexual: no es necesario que haya herida para que haya violación. Ahora bien, en esta tendencia por posicionar la violencia sexual como el tema más importante de la agenda feminista, se están diluyendo otros problemas que tienen nombre de mujer. El proyecto político del movimiento feminista no puede reducirse a erradicar la violación.
Por otro lado, el feminismo dominante está cayendo en el bombardeo constante de la denuncia pública y anónima de supuestos casos de violencia sexual y el consecuente linchamiento. Con ello asienta un peligroso mensaje: es preferible que lo cuentes en redes sociales a tener que pasar por el periplo penal, ya nos encargamos nosotras del castigo, del señalamiento, de destrozar la reputación del supuesto agresor y convertir tu testimonio en un acto heroico.
Los linchamientos se mueven desde la indignación social y, por ello, en el seno del feminismo, parecen estar sumamente aceptados. ¿Cómo no indignarse ante un testimonio de violación? ¿Cómo no empatizar con la narración de unos hechos violentos y asquerosos, puedan ser estos reales o inventados? Quien no participa en el linchamiento ya es sospechoso de falta de empatía hacia las víctimas. Quien no participa en esta especie de asesinato social contra el supuesto agresor parece ser cómplice de su comportamiento. Al margen de no facilitar los medios y recursos para que las víctimas denuncien con garantías en el sistema judicial, si hay otra peor forma de no hacerles justicia, es recurrir al linchamiento como solución. Al fin y al cabo, el linchamiento, más allá de atentar contra los derechos humanos de quien es perseguido como «violador», promueve la desconfianza en la justicia, la impunidad del delito, la inseguridad ciudadana y la falta de una respuesta eficaz por parte del Estado a una violencia que, el mismo feminismo, señala como grave y estructural. Por supuesto, nada de esto redunda positivamente en la ciudadanía y en la protección de valores clave para la convivencia como el respeto a la dignidad humana o el derecho a la presunción de inocencia.
Es importante resaltar que la continua referencia al peligro sexual está levantando a su vez una variedad de pánicos sexuales. ¿Se ha convertido el sexo heterosexual en una aventura irresponsable? En los discursos centrados en la violencia sexual encontramos la imposición de determinados códigos de conducta: teme a los hombres, renuncia al sexo sadomasoquista para no ser una mala feminista, el cortejo no deseado ya no es incómodo sino violento, un beso no consentido es una agresión sexual, que un hombre lleve la iniciativa sexual y sea directo se puede catalogar hoy incluso de machista. Soy consciente de que las mujeres somos víctimas del sexismo, pero es un error que optemos siempre y en todo momento por un posicionamiento victimista.
Otra argumentación que quiero compartir sobre los problemas que trae el cambio de paradigma con respecto a la violencia sexual es la confianza en el radicalismo penal. Hay una ingente pasión hacia el castigo en el movimiento feminista, un fanatismo hacia la sanción penal, una idolatración incluso del poder coactivo de Papi-Estado. La «mano dura» se concibe como una solución eficaz, pese a los numerosos estudios que insisten en que esto no reduce la delincuencia sexual. En este sentido, coexiste también una ilusión social: un cambio en el Código Penal, el endurecimiento de las penas y el aumento de la vigilancia decretará una mayor seguridad, una mayor libertad para las mujeres. Curiosamente, este penalismo mágico se ha intensificado a medida que avanzaba el desmantelamiento del Estado de Bienestar.
Estamos en un momento de tránsito, de transformación social. Estamos atravesando un paradigma que, posiblemente, no sea el más efectivo. La ley Orgánica 10/2022 incluye medidas de prevención, sensibilización y formación, no solo plantea como solución la sanción penal. Aún cuando puede aceptar críticas, planea, en mi humilde opinión, en la dirección correcta. Sin embargo, es difícil entender cómo aun cuando aparece una mayor conciencia social sobre la violación y se eleva el estándar de consentimiento, el movimiento feminista o, en su defecto, las voces dominantes, se empozan en un discurso francamente simplón, como si el antídoto a la violación fuera la regla penal, el victimismo y el uso del linchamiento. Mientras este pensamiento siga siendo dominante y permeable en la ciudadanía habrá que seguir haciendo pedagogía social: el autoritarismo del Estado no sirve para acabar con el machismo. El castigo penal no disminuye el número de delincuentes sexuales. La aplicación del derecho penal no cambia la educación sexual. La ampliación de la vigilancia no afecta solo a los perpetradores sino también a las víctimas y potenciales víctimas, pudiéndose reforzar sus miedos y limitar sus libertades.
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