viernes, 7 de octubre de 2022

"PROTEGER EL FUEGO DE PROMETEO". Por Olga Rodríguez Colaboradora de elDiario.es

No son solo unas manzanas podridas ni hechos aislados. El periodismo sufre una descomposición en demasiados lugares. Este oficio olvida a menudo que lo que tiene entre manos –la información– no es una mera mercancía, sino un derecho fundamental, un pilar básico de las sociedades libres y democráticas; que su tarea principal es ser consciente de la gigantesca responsabilidad social que implica escoger qué noticias se difunden y cómo se enfoca esa información. Ese cometido exige enormes dosis de ética, de compromiso, de sentido del deber.

Sin embargo, observamos diariamente cómo proliferan formatos que conceden la misma credibilidad a la verdad y a la mentira, que sitúan al mismo nivel los argumentos a favor y en contra de los derechos humanos y que otorgan espacios privilegiados a los discursos deshumanizadores y de extrema derecha. Nada de la última década puede entenderse sin el papel que ha jugado ese tipo de periodismo.

Una sociedad mal informada es fácilmente manipulable. Lo saben bien quienes abusan de sus privilegios para tergiversar, falsear o practicar esa nociva equidistancia. Son sujetos que desprecian el concepto democrático del periodismo y que se sienten embriagados por la idea de actuar como una elite que nos guía y moldea, que influye y confecciona consensos encumbrando los debates artificiales y enterrando asuntos urgentes de la actualidad.

El periodismo de los despachos y las alfombras rojas padece tortícolis de tanto mirar hacia arriba mientras olvida la terca realidad existente fuera de su burbuja. Considera a la masa receptora como un rebaño desconcertado (Walter Lippmann ‘dixit’), dúctil y maleable que toma los caminos que se le señalen. Aspira a tutelar a las masas con un poder similar al que sustentaba la Iglesia en la Edad Media. Y a menudo lo consigue.

En nuestro país hay tipos que dicen ejercer el periodismo y que presumen de que los presidentes del Gobierno pasan mientras ellos permanecen en sus puestos directivos, marcando pautas con más poder que aquellos que son elegidos en las urnas. El poder periodístico sin ética y sin cultura democrática genera delirios de grandeza y normaliza psicopatías voraces. Quienes abusan de sus batutas y se excitan con ellas consideran imbéciles a quienes luchan por un periodismo digno, a quienes no usan cauces privilegiados para enredar, manipular y enriquecerse de forma deshonesta.

Ante ello, el reto que se nos presenta es urgente. Debemos reivindicar más autocrítica en la profesión y dejar de temer –o incluso de admirar– al periodismo mercenario. Como escribió Primo Levi, “siempre nos queda la facultad de negar nuestro consentimiento”, de evitar participar en dinámicas que dañan la convivencia y la democracia. Es posible ensanchar la mirada, defender la decencia, señalar la injusticia, reivindicar la palabra precisa, preservar la verdad.

El sentido del periodismo es denunciar los abusos del poder, no entregarse a ellos. Como Prometeo, nuestra razón de ser como periodistas es robar el fuego de los dioses para entregárselo a los humanos, arriesgándonos al castigo de Zeus. No estamos aquí para satisfacer a los señores del Olimpo.

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