domingo, 22 de diciembre de 2024

"LA SOLEDAD DEL CUIDADOR DE FONDO". Irene Vallejo, El País 20 OCT 2024

La sociedad descansa sobre trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesión y cuidados

Lo imprescindible no cuenta. El relato dominante deja fuera a quien decide cuidar lo interior. La palabra “economía” proviene del griego oikos, “casa”; en su origen remoto, describía la administración del hogar. La gran paradoja es que, a lo largo del tiempo, la economía se ha mostrado displicente con el espacio hogareño. Nadie duda del beneficio de actividades como criar a los niños, limpiar, lavar la ropa o cuidar enfermos. Sin embargo, salvo que contratemos a alguien para ocuparse de ellas, no computan en la contabilidad productiva, no son relevantes ni crean riqueza o derechos. Incluso la profesión carece de reconocimiento y se paga mal. Arrinconamos esa esfera íntima que, más que una esfera, vendría a ser la cuadratura del círculo. Poco valoradas, excluidas de los grandes indicadores, las tareas domésticas y los cuidados subsisten en el subsuelo social. Parece que no respondiesen a una lógica económica, sino solo amorosa. La economía, nacida en el hogar, no quiere decir su nombre.

Contemplamos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensión colectiva. Cada cual debe resolver sus necesidades como pueda, con sus solos recursos. Mientras algunos multimillonarios investigan cómo lograr una inmortalidad de élite, los sistemas públicos sufren recortes, y quienes cuidan caen en un desamparo cada día más asfixiante. En la tragedia griega Alcestis, de Eurípides, el dios Apolo concede al corrupto rey Admeto el don de la vida eterna. Para lograrlo, alguien debe acceder de manera voluntaria a morir en su lugar. Obsesionado, el monarca ofrece grandes sumas de dinero a los más pobres de su reino, pero nadie acepta. Al final, su esposa Alcestis, enferma, asume el pacto mortal y asegura así el futuro de sus hijos. Esta muerte canjeable ofrece una metáfora distópica de las sociedades donde el dinero compra la salud —cada vez más negocio y menos derecho—. A medida que gana terreno la lógica del sálvese quien pueda, una parte creciente de los esfuerzos recae en la red de afectos, sin apenas apoyos ni facilidades, y así emerge la soledad del cuidador de fondo.

Las personas que deciden acompañar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega está penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sueños enterrados, reproches, ansiedad, bregar tensas y demacradas de un sitio a otro. La sociedad entera descansa sobre esos trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesión y cuidados.

En su libro Viajes a tierras inimaginables, Dasha Kiper, psicóloga clínica experta en demencia, investiga la mente de los cuidadores, los grandes olvidados. Kiper cree que necesitaríamos no solo mayor flexibilidad social, sino una mejor comprensión de la paradójica experiencia de cuidar a alguien amado. Es fácil imaginar la permanente ansiedad de intentar encajar el rompecabezas, la impresión de fallar a todos, la prisa y la presión. Pero, a esto, como insiste Kiper, se une a veces la oposición del paciente. Para quien pierde el control, sus problemas suelen ser culpa de otros. “Los cuidadores no solo son testigos de la enfermedad, sino también de cómo esa persona se defiende de ella y la rehúye”. Negar el problema conlleva negar a quien te atiende. Al hilo de las pugnas, emergen antiguas heridas no resueltas, ecos de conflictos latentes. Hasta cierto punto puede ser más delicado ocuparse de un familiar que de un extraño, ya que en muchos casos resulta inevitable leer sus síntomas y reacciones en clave personal. Enfadarse es comprensible, dada la tensión, pero al estallido suele seguir el arrepentimiento. En las arenas movedizas del dolor, el equilibrio es frágil y la paz interior, difícil. Hay que borrar los remordimientos por no estar a la altura de un ideal imposible.

Dasha Kiper describe el sentimiento de culpa de quien cuida, esa impotencia que emerge como resultado explosivo de la responsabilidad, la soledad y, a menudo, la asfixia económica. Permanecer junto a los enfermos para atender sus necesidades puede ser muy gratificante, pero drena nuestra energía. Sin el imprescindible descanso, se oxida el hábito de distanciarse para reponer fuerzas y buscar placer. Estas marañas de cuidado, cansancio y culpabilidad no se desenredan solas. Las soluciones individuales pueden aliviar, pero no bastan. Hace falta sentido de lo común, y comunidades de sentido. Necesitamos propuestas políticas y económicas que regresen a la acepción etimológica. Se requiere una sanidad al alcance de todo el mundo y tan robusta como nos gustaría que lo fuera nuestra salud. Resulta vital contar con redes, tribus y una familia de aliados: la amistad sabe ser profundamente terapéutica.

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