jueves, 17 de marzo de 2022

2OLIGARQUÍAS VS. OLIGARQUÍAS, Y A LOS DEMÁS QUE...". Por Joaquín Ivars (elDiario.es)

Escribir con el alma y el corazón helados, hace que se te caliente la boca y los dedos corran ardientes sobre el teclado del ordenador. Se podría hacer un listado infinito de los insultos lanzados a Putin desde todos los rincones del mundo occidental y desde gran parte de su amordazado territorio y ningún bien nacido suficientemente informado podría estar en desacuerdo con gritarlos hasta que le sangrara la garganta. Sin embargo, todos esos improperios atenúan su ruido frente al estruendo de las bombas y al silencio mortal que los enmudece.

Pero si la basura de Putin es de las peores de la historia, también es cierto que su mierda —además de alentarnos a tomar decisiones hacia la unidad y la defensa de valores compartidos—, está haciendo salir a flote gran parte de la inmundicia que las autollamadas democracias liberales llevan décadas intentando esconder en las cloacas de sus estados y la hipocresía de sus sistemas. Cada día vemos en toda su crueldad imágenes de ciudadanos arrasados por la barbarie, pero seguimos sin tener acceso a lo que se despacha en esos tronos de poder presididos por señores y señoras de este Occidente autolegitimado bajo el amparo de la palabra “democracia”; gobiernos y corporaciones cruzados por intereses de todo tipo en los que apenas cuentan las necesidades más perentorias de una grandísima parte de ciudadanos y ciudadanas. Alguien decía que la economía, en los sistemas capitalistas, es un bien público custodiado mayoritariamente por agentes privados; así nos va. Lo del zorro y las gallinas…

Actualmente, este Occidente abiertamente amenazado señala a las oligarquías rusas como únicos responsables de todos los males del planeta; oligarquías encarnadas en magnates sin escrúpulos que se han extendido ¿inadvertidamente? por el ancho mundo como una mancha de petróleo que parece brotar “por sorpresa” desde algún surtidor subterráneo. Y cuando uno escucha este tipo de consignas que intentan simplificar aún más nuestras perezosas mentes, no puede más que incendiarse como uno de esos rudimentarios cócteles molotov que los ucranianos lanzan con toda la fortaleza que da el ánimo de la libertad y la justicia y con toda la desesperanza del que sabe que Goliat no será derribado por David; como Dios no existe, la justicia divina es una quimera; y la justicia poética es el consuelo de los pusilánimes. Pero nuestro mundo infantilizado asiste compungido e impotente a este duelo desigual en una serie de terror servida por distintos canales de comunicación y que enfatizan las plataformas informativas con efectos especiales y conexiones dramatizadas, músicas épicas, gráficos en 3D y montajes cinematográficos propios de videojuegos de guerra, que es lo que se lleva. Los partes de los corresponsales de guerra y los informes de los ciudadanos que honestamente dan cuenta de lo que ocurre con peligro de sus vidas, son interrumpidos por anuncios de perfumes y otros imprescindibles bienes de consumo que sufragan las “necesidades” del despliegue mediático. El espectáculo audiovisual está servido, pero los “extras” reales, los que no solo ven, sino que pueden percibir el olor acre del conflicto en sus fosas nasales y sentir el sabor metálico del miedo en sus bocas, son los mismos de siempre —de uno y otro lado—, aquellos sobre los que recaen los “efectos colaterales” de la desgracia y la muerte arbitraria y gratuita.

Oligarquía es el poder de unos pocos: aristócratas, plutócratas, cleptócratas, trepas, usureros, abusadores, tramposos… miserables despiadados que —gracias a una suerte de superchería comúnmente aceptada—, creen, o nos hacen creer cada día, que el mundo les pertenece y que los demás solo somos fuentes de recursos o material inventariable para su disfrute. La vida es para ellos y solo para ellos, y así nos lo muestran cada día de muy diversas maneras; los demás somos mirones, meros voyeurs que debemos contemplar extasiados su obsceno estilo de vida. La superestructura ideológica de la que hablaba Marx, impuesta por aquellos que poseen los medios de producción, se transformó hace tiempo en el medio de producción por excelencia del capitalismo simbólico y cognitivo gracias a la imagen: la imagen es poder, quien la maneja controla el mundo; un control ejercido a través de la seducción o del miedo. La imagen es el poder de las clases dominantes replicado ad infinitum a través de todas las potentísimas tecnologías cognitivas a su alcance y que van mucho más allá de los antiguos modos de la propaganda.

Hace un par de años cité en un artículo una frase del desaparecido Emile Cioran, escrita en 1969, que creo que merece la pena rescatar nuevamente: "Se puede dar por seguro que el siglo XXI, mucho más avanzado que el nuestro, mimará a Hitler y a Stalin como a tiernos infantes". ¿Se equivocaba mucho el filósofo rumano? Después de la caída de estos desalmados, los sistemas de uno y otro lado del telón de acero consolidaron progresivamente oligarquías abusadoras durante la guerra fría con sus respectivos métodos, cada vez más turbios y tecnologizados. En el lado soviético, una vez caído el muro, las oligarquías cambiaron de manos sucesivas veces hasta conformar el dibujo actual que las viene enriqueciendo de manera descomunal y cuyas ganancias distribuyen por todos los paraísos fiscales de la Tierra —a imagen y semejanza de sus correspondientes parangones occidentales—. Y da igual que esas oligarquías de uno y otro lado se fraguasen en linajes de rancio abolengo, en la designación de compinches por parte de autócratas o en “meritorios” ascensos en la escala social; los designios de esas acumulaciones de capital, aunque se manifieste de manera diversa, siempre son aterradores. El problema es la propia acumulación y el manejo de su poder desde unas pocas mentes retorcidas e insaciables.

Desde luego, no es posible la equidistancia absoluta entre las oligarquías de una y otra calaña (a pesar, por ejemplo, de que haya presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica que hayan utilizado el conflicto armado para defender y aumentar sus propios negocios petrolíferos o en Alemania las puertas giratorias hayan colocado a un ex canciller en las cúpulas del gas ruso), pero sí es posible afirmar que entre unas y otras existen multiformes retroalimentaciones positivas, y que las náuseas que provocan ambas son muy similares debido a que sus pestilencias no difieren demasiado; acaso son diferentes sus “tempos” y sus “sutilezas”. En la City londinense, en las fincas marbellíes, en los contubernios europeos, norteamericanos o asiáticos, en las participaciones en empresas y paraísos fiscales de uno y otro lado del mundo, etc., la oligarquía no se define tanto por sus metodologías (aunque comparten muchos modelos inmorales y criminales) como por sus objetivos: conseguir dinero y poder al precio que sea; exactamente igual que los narcotraficantes, los traficantes de órganos, de armas, de niños, de refugiados o de blancas, o las mafias de cualquier tipo. Si un lobby actúa como un cártel de la droga, es que estamos ante un cártel de algún tipo de droga. Y en el caso de las oligarquías rusas u occidentales, preguntémonos dónde han estado blanqueando sus corrupciones.

Así que, después de acabar con él, habría que decir sobre sus despojos: ¡Gracias, Vladimir! La repugnancia que produces renovó el asco que nos producen todos esos y esas que, con caras de no haber roto nunca un plato, se apoltronan en sillones de poder desde los que sofisticadamente manejan los destinos de los miles de millones que poblamos un planeta con el que también acabarán por sus siempre insatisfechas y sociopáticas ansias de dominación. Siempre ha sido así: oligarquías contra oligarquías, y a los demás que les den.

“El factor humano” (título de una novela de espionaje de Graham Green ambientada en el KGB y la Guerra Fría) se ha convertido en una frase usada para justificar las traiciones y contradicciones más aberrantes en la realpolitik de cada nivel y ámbito de nuestras sociedades: en las compañías de negocios, en las carreras militares, en pasillos de los parlamentos, en las sedes de los partidos o en los gabinetes de ministros, en los departamentos y facultades de nuestras universidades, en los ambientes deportivos, en los medios de comunicación, en los pasillos de la cultura, en las alfombras rojas del show business, en los tabernáculos del pensamiento... Y hemos dejado de percibir que el uso como coartada social en que se ha generalizado el llamado “factor humano” invoca la tolerancia a las debilidades más miserables de los miembros de esta especie; porque, como alguien dijo, no es que el sistema esté corrupto, es que la corrupción es el Sistema, y nosotros y nosotras nos dejamos mecer y adormilar en esa cuna que es lecho y jaula (unas veces de oro y otras de hierro). La corrupción es fractal, como las costas de una isla; la integridad moral, desgraciadamente, suele ser una isla sin costas. Ahora que tanto nos echamos las manos a la cabeza cuando vemos a niños, jóvenes y ancianos mutilados, muertos o corriendo despavoridos, huyendo del horror o siendo víctimas de los terroristas, habría que preguntarse en qué medida cada uno de nosotros y nosotras participa de semejante aquelarre o le damos pábulo de un modo u otro mediante nuestras tolerancias al “factor humano”.

Por tanto, sí, Vladimir, te tenemos que dar las gracias por motivarnos a mirar no solo hacia fuera sino también hacia dentro, por estimular en nosotros nuevas preguntas, y por hacernos ver tan nítidamente eso que representas —la escoria que camuflas con los dorados de tus palacios y de las puertas gigantes que se abren a tu paso torcido entre macarra y chico de los recados de Satanás—. Sin embargo, después de ese arduo trabajo de introspección en nuestras democracias liberales, lo peor de todo será comprobar que existen millares o cientos de miles que quieren seguir el ejemplo que encarnas en las imágenes mediáticas que nos venden y que tantos compran como souvenir del poder. Podemos estar seguros de que alguien escupirá sobre tu tumba después de haber sido juzgado como criminal de guerra, solo cabe esperar que no sea alguien que simplemente quiera imitarte y logre alcanzar tu puesto. Pero si no nos empeñamos en impedir las maldades camufladas o exhibidas, si las autoproclamadas democracias liberales no se endurecen y dejan de tolerar las debilidades humanas que nos afectan a todos y todas, mejor será que despidamos a nuestros políticos y políticas para siempre y, finiquitado este maloliente espacio común que llamamos sociedad, desaparezcamos de aquí y demos oportunidades a otras especies quizás menos humanas y menos desagradables.

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