jueves, 21 de julio de 2022

"ELOGIO DE LOS TRABAJADORES ESENCIALES". Por Ramón Oliver. ETHIC 18 de julio de 2022

La dedicación de los profesionales de bata, delantal y uniforme de faena fue fundamental para garantizar que al resto de la población no le faltaran suministros de alimentos o medicamentos durante los meses más duros del confinamiento. A pesar de ello, todavía tendemos a medir el valor de una persona por el tipo de profesión que desempeña.

Asumámoslo. La consideración social de la que disfrutan determinadas profesiones de prestigio como abogado, ingeniero o profesor universitario no es la misma que la que se otorga a otras formas de ganarse la vida de menor lucimiento como cajero de supermercado, limpiador o transportista. El motivo: una combinación de esnobismo, idealización y admiración por todo lo que representa llegar hasta determinadas posiciones de gran predicamento social –en términos de esfuerzo intelectual, títulos universitarios, niveles de ingresos o aportación a la sociedad–. 

Sin embargo, si se trata de esfuerzo o de aportación a la sociedad, fueron los profesionales de bata, delantal y uniforme de trabajo –y no los de toga o corbata– quienes resultaron fundamentales para garantizar que al resto de la población no nos faltaran suministros de alimentos o medicamentos durante los meses más duros del confinamiento. Y así lo reconoció el Gobierno, que por esas fechas publicó en el BOE la lista de los considerados como trabajadores esenciales, es decir, aquellos de quien, sencillamente, no se podía prescindir porque sobre sus espaldas descansaba la estabilidad de todo el sistema.

Un listado en el que figuraban personal de tiendas de alimentación y bienes de primera necesidad, farmacias, quioscos, comida a domicilio, tintorerías, lavanderías, gasolineras o transportistas, entre otros. Esa labor clave, desempeñada en silencio a cambio de un salario modesto y jugándose (literalmente) la salud, situó a estos profesionales, junto a sanitarios y fuerzas de seguridad, a la cabeza de la lista de héroes anónimos que mantuvieron el país en funcionamiento cuando todo parecía desmoronarse.

Pero, si, como parece, existe consenso acerca de la decisiva aportación al bien común realizada por estos trabajadores esenciales, ¿por qué antes de la pandemia y de nuevo ahora –una vez que el virus parece más o menos controlado– muchos siguen mirándolos como ciudadanos de segunda? ¿Se imaginan lo que sucedería si nadie desempeñara esas tareas que a veces tendemos a minusvalorar porque no nos parecen lo suficientemente impresionantes? ¡El caos!

La tendencia a medir el valor de una persona por el dinero que gana o el tipo de profesión que desempeña no es nueva. Lleva gobernando las relaciones sociales humanas desde tiempos inmemoriales. En la antigüedad, los esclavos realizaban los trabajos más duros y los hombres libres el resto. Y dentro de estos últimos, los griegos también introdujeron una distinción entre profesiones manuales y profesiones intelectuales o liberales, dicotomía que más tarde adoptaron los romanos, con Cicerón a la cabeza.

Este intelectual despreciaba abiertamente a los trabajadores que recibían un salario a cambio de sus «esfuerzos» (trabajos físicos como comerciantes o artesanos) y ensalzaba a aquellos otros que se lo ganaban merced a sus «talentos» (médicos, maestros, arquitectos o juristas). Más tarde, en la Edad Media (y en algunos lugares del mundo hasta bien entrado el siglo XX), estaban los nobles –que guerreaban, hacían política, se enrolaban en el clero o, directamente, no hacían nada– y los plebeyos, que se ocupaban de todo lo demás.

Hasta tal punto han pesado este tipo de discriminaciones a lo largo de la Historia que han dado pie a esa división en clases sociales que ha perdurado hasta nuestros días. Hay una clase dirigente, una clase media y una clase obrera o trabajadora –irónicamente, la que menos reconocimiento recibe por su trabajo–, categorías con las que sus respectivos integrantes se sienten más o menos identificados y que, pese a los discursos de inclusión e igualdad de oportunidades, siguen condicionando el futuro laboral de las personas a merced de un endogámico entramado de relaciones.

Este sistema hace que, aunque con contadas excepciones, el ascensor social sea cada vez más defectuoso para aquellos que no nacieron en alguna de las clases que permiten el acceso –casi directo– a esos puestos más con mejores condiciones de sueldo y, por tanto, más valorados por la sociedad.

Sin embargo, la idea de que vivimos en un mundo en el que cada cual no ocupa exactamente el lugar profesional para el que sus talentos y esfuerzos le hacen merecedor resulta difícil de digerir en una sociedad avanzada como la nuestra, porque tal cosa supondría admitir que nuestro sistema es injusto. Así que resulta más cómodo interpretar que si alguien está atrapado en un trabajo considerado inferior es por propia elección, por simple conformismo o porque, en realidad, ese empleo es todo a lo que sus capacidades le permiten aspirar.

El problema de entrar en ese juego de etiquetas es que se lleguen a romper los mínimos códigos de urbanidad y relaciones humanas. Y es que algunas personas directamente ignoran a aquellas a las que, por su profesión, no consideran sus pares; es como si sus sentidos las borraran deliberadamente, de manera que evitan el contacto visual o incluso les tacañean un «gracias» o un «adiós». Peor aún es cuando ese sentimiento de superioridad hace que se trate a las personas con paternalismo, displicencia, mala educación o faltas de respeto.

Quienes juzgan al ser humano que tiene delante por el glamour que destila su ocupación no son mayoría (o eso preferimos pensar a veces). Pero quienes aún sientan la tentación de tachar de irrelevantes a este tipo de oficios, deberían imaginar qué habrían hecho sin los profesionales que los desempeñan no ya durante el confinamiento, sino cualquier día de sus vidas.

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